De vez en cuando, un viajero



Foto: La liga de los magos
por: Juan


De vez en cuando, un viajero
por: Daniel



        El barco llegaba con un cargamento de ron que tenía cerca de cuatro meses de retraso. Algún hijo prófugo lo vio desde la colina y empezó a correr, gritando, avisando a todos los demás de su terrible descubrimiento. El pequeño sentía una llama inmensa avivarse en su interior, como si hubiera sido testigo de una llegada divina y estuviera por encima de los demás tontos y lerdos habitantes del pueblo por el mero hecho de haber encontrado ese tesoro en el horizonte mientras perdía el tiempo. La llegada del barco extraviado había encendido un vértigo extraño entre los pocos habitantes que quedaban, además de las ansias que les provocaba enterarse de la razón de la demora, temían encontrarse con que la parte de su familia que se había lanzado a la mar cuando zarpó el Lagunante no había logrado regresar con vida. La muerte es el primer augurio cuando empieza una espera injustificada, eso rogaba la tradición del pueblo, un pensamiento anclado en las entrañas más sensibles de las últimas desveladas madres que quedaban.

Al pueblo había llegado un par de meses atrás un almirante desconocido, solo, en un barco atiborrado de botellas con otra marca de ron. El marinero alegaba que su mercancía había sido sacada de una de las casas costeras de la aduana real, un producto exclusivo de altísima calidad que los piratas empezaron a robar al no encontrar nunca el lugar de origen de la caña azucarera, que, según el relato del viejo lobo de mar, era sembrada en una tierra donde aún la corrupción humana no había puesto pie y eso le daba al trago un sabor único. “Como acostarse con una hermosa niñita virgen” le decía, bajando el tono y con cierta complicidad,  a los hombres desdentados y peludos que se sentaban a su alrededor en la taberna cada tarde a beberse la noche mientras sus mujeres educaban a los pequeños delincuentes en potencia, iletrados nietos del mar, entre lágrimas. A pesar de que habían bebido día y noche desde que ese extraño cargamento llegara, no daba indicios de poder acabarse algún día. Era como si todo lo que se sacaba para el día se multiplicara al interior de las cajas y quedara siempre lo suficiente para seguir embaucando al cerebro por la noche. Todos los hombres en tierra, todos los estériles hombres de tierra, ahogaban con el ron el pensar que sus hijas y mujeres jóvenes hubieran sido víctimas de algún ataque de la naturaleza desquiciada, bien fuera del mar o del hombre y sus patrañas. El ron los había llevado de pasar del luto al olvido, por eso la fantasmagórica aparición abría en sus corazones un temor inmenso al sentir que se encontrarían frente a algo completamente desconocido, o peor aún, algo frente a lo que no soportarían la culpa.

El Lagunante había zarpado en busca de un supuesto cargamento de ron para las fiestas de fin de año, pero realmente su objetivo secreto era ir en busca de hombres. Las fiestas caían como anillo al dedo al plan femenino de salvación,  un excelente pretexto para repoblar el pueblo, un proyecto a futuro que acabaría con la mediocridad y la falta de ambición con la que habían sido criados los niños de esa generación por sus borrachos padres sin esperanza.
Llegó al puerto con el atardecer, ancló ante la mirada atónita de la población que lo miraba desde la cima de la colina y tras una espera sus tripulantes empezaron a bajar. La noche ya recubría el cielo, los curiosos y asustados personajes del ron se acercaban lentamente a la costa, del barco salían una a una las marineras, de lejos parecían pequeñas estelas de fuego que destellaban en el puerto, lideradas por su capitana, de albo vestido, paso elegante y rostro cubierto. El barco, que había llegado con problemas aunque nadie en tierra se percató de ello, se fundió con el mar, con el cielo y en ese derretimiento extraño empezó a llenar el aire de una bruma espesa y fría que no tardó en carcomer la poca cordura que quedaba en los hombres. Ante ese escalofrío, alguno tuvo la brillante idea de abrir la caja mágica del ron, sacar botellas y repartirlas indiscriminadamente sin importar el rango de edad. Los quince minutos que demoraron las ánimas del puerto en llegar donde sus viejos compañeros de la colina, fueron suficientes para encontrarlos hechos  carroña.  

lunes, 5 de diciembre de 2011 Leave a comment

La Liga de los Magos


Foto: Sinestesia
Por: Daniel

La Liga de los Magos
Por: Juan

La Liga de los Magos realmente no estaba conformada por magos. Era una división secreta del Gobierno que estaba destinada a encontrar irregularidades en el devenir de la nación, haciendo uso de una adivinación metódica, con límites específicos, y cuyos resultados eran más exactos que los de cualquier ciencia empírica. Era llamada la Liga de los Magos porque en su fundación todos los integrantes practicaban alguna disciplina que contravenía al dogma sobre el que se había creado la nación. Era una escuadra de diez astrólogos que conocían todos los lenguajes secretos proyectados por el cielo, y en cuya interpretación, siempre acertada, residía el verdadero destino de la población. La Liga nació simultáneamente con la autonomía del Estado porque uno de sus fundadores practicaba en secreto la quiromancia, experticia que le permitió ganar todas las batallas en las que se presentó, de manera caprichosa y errática, durante la guerra de independencia. Cada uno de los integrantes, convocados en silencio, como una guerrilla, accedió con mesura, como si se tratara más de una condena que de un honor. Pertenecer a la Liga era vitalicio y las reuniones anuales eran más vistas como un retiro, un aislamiento del mundo que los llevaba a la esclavitud temporal de hallar lo que venía con el flujo del tiempo.

Las reuniones de la Liga se organizaban a mediados de enero, alrededor de los días feriados que celebraban la independencia. Los astrólogos eran transportados por caravanas similares a las presidenciales, y eran dirigidos a un retiro en una montaña central, cerca de la capital. Todos venían de lugares diferentes; la mayoría trabajaba modestamente en pueblos pequeños, haciendo labores irrelevantes que apenas les daban para comer. Debían pasar desapercibidos para que su desaparición, que duraba casi cuatro semanas, no causara ningún malestar. Esa decisión la tomó la cúpula militar que dirigió al país durante la década del cuarenta, cuando era común encontrar a los astrólogos de la Liga ocupando puestos de altos funcionarios en el gobierno, o como líderes sindicales o dueños de grandes empresas. Durante la dictadura, uno de los astrólogos era también un famoso escritor que tuvo que fingir su muerte y desaparecer de la vida pública para evitar cualquier posible rumor acerca de la existencia de la Liga. Era una organización que tenía que mantenerse invisible.

El trabajo de las reuniones obligaba sesiones exhaustivas, en las que apenas tenían tiempo para comer, pues debían sentarse a leer en conjunto carpetas innumerables repletas de folios con los dibujos de las cartas de todos los eventos, nacionales e internacionales, que concernían a la orientación de la nación. El primer día de los encuentros se dirigía a la organización del trabajo; los astrólogos no cruzaban palabra más que para discutir sobre el contenido de las cartas, quizá sobre alguna duda en el significado de una triangulación o sobre el efecto específico que podría tener el cruce de varias cartas. Veían los diálogos posibles entre la vida de los dirigentes de turno y los tratos comerciales; analizaban la vida pública de los músicos y la farándula y daban forma, desde la base, al modo en que cada uno de sus actos impactaría la vida pública. La Liga estaba diseñada para preparar a las más altas cúpulas del poder a las circunstancias del futuro.

Partían del lenguaje secreto del cielo para administrar cada decisión que era necesario tomar; así se había decidido desde los primeros días de la Nación, y nunca se cuestionaba un método que había llevado al país a ser una potencia insuperable durante más de cuatro siglos. Cuando los astros lo indicaban, los organismos de defensa se preparaban para la guerra y se imponían medidas de austeridad; los astrólogos de la liga tenían el poder de dominar el país a su antojo con el simple hecho de torcer ligeramente el sentido de un mensaje sagrado. Convirtiéndose en oráculos del error, los astrólogos podían hacerse amos de lo que les interesara, pero nunca pasó. Seguramente el miedo de tentar lo inevitable los sobrecogía.

Solo una vez se salió de control el secreto de la Liga y solo esa vez fue necesario actuar públicamente. Uno de los astrólogos, aún muy joven, encargado de relevar a uno de los integrantes que había muerto de un infarto recientemente, se creyó con el poder suficiente para chantajear al presidente, haciéndole creer que era capaz de detener un golpe de estado que pondría al país bajo el mando de una cúpula militar. El presidente, asustado y crédulo, le dio la visibilidad y el poder que fueron necesarios; el astrólogo era hijo de un industrial muy famoso a quien lo único que le interesaba era hacerse con algo de poder visible. Al primer astrólogo le siguieron ocho de los nueve restantes, y cada uno hizo peticiones más arriesgadas y absurdas que sus antecesores. El décimo se mantuvo en su lugar y se encargó, luego de los eventos que serán narrados a continuación, de convocar una nueva Liga de los Magos.

El escándalo explotó y la Liga se convirtió en una referencia inapelable durante los dos años que tuvo la atención de la gente; más que una guía para el futuro del gobierno y el beneficio colectivo (esa era su aparente función desde el principio), se convirtió en un lugar de adivinación barata, un jugueteo morboso de mares de gente que pagaba lo que le pidieran por leer un mensaje cifrado que no entendería jamás. Durante esos dos años, el décimo astrólogo se mantuvo al margen, viviendo en su pueblo natal vendiendo baratijas, esponjas y canastos de mimbre en una carretilla que cada día le pesaba más porque las fuerzas disminuían con la insolencia de la Liga.

En el momento en que los militares se tomaron el poder, pasados los actos protocolarios, se pusieron a trabajar en recuperar el orden perdido por la desmedida arrogancia de la Liga. Deliberaron días enteros en el palacio presidencial, y tras una semana de ausencia y de aparente anarquía en las calles, empezaron a obrar. Se aprovecharon de la potente conexión que el Estado había conservado desde sus inicios con la iglesia ortodoxa, y le dieron una imagen idólatra e infiel a cada uno de los seguidores de la Liga, para empezar a alejarlos de ella. La iglesia se encargó de excomulgar a todos los que fueran vistos cerca de las instalaciones de la Liga, y una persecución maniática terminó por convertirse en una quema de libros gigantesca, la brujería quedaba prohibida bajo pena de ostracismo (así la llamaron públicamente desde entonces).

La operación tardó dos semanas a una velocidad impensable, encargándose de acabar pronto con el caos en el que se habían sumido las ciudades principales. Los astrólogos fueron raptados de sus lugares de adivinación (una mansión a la salida de la capital que tenía toda la comodidad posible para cada uno de los magos), y sin permitirles palabra alguna, con bandas en la boca, cada uno fue llevado a las plazas más concurridas del país, y fueron amarrados en el centro. La ejecución tenía clara la intención de ejemplificar el destino inevitable de quienes se sublevaran con poderes impuros, y cada uno de los magos fue quemado vivo a los ojos de quienes quisieran acercarse. Después de eso, la vida volvió a la normalidad y la cúpula militar se puso en la tarea de encontrar al décimo astrólogo, que apenas podía pararse de su cama, para encargarle la formación de una nueva liga.


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Por la tarde




Foto: Un, dos, tres, por mí
Por: Daniel



Por la tarde
Por: Juan

—Discúlpeme, ¿podría decirme qué hora es?

El vendedor, de mirada resignada, tuvo que esconder el brazo dentro de la enorme bolsa blanca que lo refugiaba para poder sacar la muñeca a la intemperie y ver la hora en un reloj viejo de pulso encuerado.

—Tres y media —dijo, como para sí, y siguió con la mirada un hilo de agua que caía a un lado del paradero con un ritmo irregular.
—Qué manera de llover. A este ritmo nos va a tocar andar en canoa. —comentó la mujer embarazada, intentando sacarle una sonrisa al viejo.
—Se me van a ahogar los pescaditos —y sonrió, divertido, sin mirarla.

La mujer embarazada rio con inocencia y empezó a jugar con un hilo suelto de su camiseta.

—Me imagino que cuando llueve las ventas bajan bastante —comentó después la mujer, acariciándose el vientre, mirando de reojo al viejo buscando algún gesto de consuelo para enfrentar la lluvia.
—Sí, no se vende casi nada, pero sobre todo porque yo me tengo que quedar buscando algún techo y es raro encontrar a alguien que quiera comprar algo con estos fríos —se detuvo un momento, se arregló la enorme bolsa que lo tapaba a él y a su carrito, y siguió—; si me va bien vendo cigarrillos, porque la gente fuma mucho para soportar el agua, y se quedan haciéndome conversación mientras escampa. Pero eso no es tan común.

El vendedor parecía hecho de piedra y la piel era oscurecida por la lluvia, aunque no estuviera mojado. Tampoco hablaba, así que la mujer embarazada, jovial a pesar de estar cerca del parto, o tal vez por eso, intentaba conversarle, preguntándole hasta lo más mínimo. La lluvia no calmaba su ritmo, por lo que tuvieron que acercarse para evitar el agua.

—¿Cómo se llama? —preguntó finalmente el vendedor después de un silencio largo.
—¿Quién? —la mujer embarazada también estaba distraída.
—El bebé, o la bebé —y le señaló el estómago con los labios, sin moverse de su sitio.
–Ah, es que estaba pensando en otra cosa. Alberto, se va a llamar Alberto, como el papá —miró al suelo y sonrió.
—Mire usted, yo también me llamo Alberto.

El vendedor no se movía, pero hablaba con una voz aguda y pausada. La mujer embarazada estaba asombrada por la casualidad a pesar de saber lo común del nombre de su hijo.

—Ya me parece raro encontrar bebés que se llamen como los papás —habló de pronto, levantando la voz por encima del ruido de las gotas que golpeaban el techo del paradero con fuerza—. ¿Y están casados?
—No, él desapareció poco después de habernos comprometido, hace unos meses —la mujer embarazada cerró los ojos y se agarró con fuerza el estómago.
—¿Está bien? —preguntó, despreocupado, el vendedor.
—Sí, no es nada, a veces me dan dolores, pero es normal —balbuceó.

Mientras la mujer embarazada se tuvo que sentar en la banca mojada del paradero, el vendedor apenas movió la cabeza para ver si estaba bien. No tardó en volver a sonreír y a charlar, como si nada hubiera pasado; apenas se levantó a ver qué tan mojado tenía el pantalón.

—Había salido a trabajar ese día, Alberto. Vendía carros en un concesionario. O vende —se quedó callada un instante, dudando—, no sé. La verdad es que desde que desapareció no sé si hablar de él como si se hubiera muerto. Trato de no pensar mucho en eso porque me deprimo y la tristeza le hace mucho mal al bebé. Por eso siempre estoy contenta —volvió a sonreír—, por eso decidí hacer lo posible porque a Albertico no le haga falta nada, nunca.
—¿Y la familia del papá? —el vendedor había empezado a interesarse un poco en la historia a pesar de que no le había preguntado nada más allá sobre el papá del bebé.
—Alberto era adoptado y nunca tuvo una buena relación con su familia, y se fue a vivir solo muy temprano. Yo creo que por eso le fue bien en la vida, aprendió a cuidarse solo desde joven.

La lluvia se hizo más violenta y el cielo se tornó negro; empezaba a caer el sol pero ninguno de los dos podía moverse todavía, y parecía más bien la media noche. Hasta los postes de luz se prendieron. El vendedor desdobló un pedazo escondido de la misma bolsa, y se lo extendió a la mujer embarazada que se arropó suavemente con él, agradeciéndole con un toque en el hombro. El vendedor apenas parpadeó.

—¿Cómo se conocieron? —retomó el vendedor.
—Sonará un poquito ridículo, pero fue en la panadería del barrio, cuando apenas teníamos catorce o quince años. Nos cruzábamos mucho y un día yo empecé a pasar más tiempo allá, esperando que él pasara por el pan de la noche. Casi siempre compraba roscones y almojábanas, y un kumis —soltó una carcajada ahogada—. Una vez nos quedamos mirando como dos minutos sin pestañear; yo desde ese momento no quise a nadie más. A la semana él me habló por primera vez y me compró una gaseosa y nos pusimos a hablar ya no recuerdo de qué, creo que de fútbol.
—¿A usted le gusta el fútbol? —se exaltó el vendedor, quitándose la capota de plástico.
—No, pero en mi casa siempre fueron aficionados a Millonarios, sobre todo en esa época, entonces sabía un poquito, y por Alberto lo hubiera hecho todo —respondió sin querer salirse del tema—. ¿Por qué le sorprende?
—A las mujeres no les gusta el fútbol. Mucho menos a las mujeres bonitas. Y cuénteme, ¿Alberto a quién le hacía barra? —el vendedor levantó la cabeza para ver el cielo y luego el reloj de la muñeca—. Las seis.
—A Millonarios, también, yo creo que por eso logré conquistarlo tan rápido. Me llevaba al estadio los domingos. Era un enfermo —se quedó callada repentinamente—, pero así lo quería.
—¿Y alguna vez le dijeron de dónde era la familia de Alberto, la de verdad? —le preguntó el viejo, sin aire, como infiriendo la solución de un misterio.
–Ese fue un tema muy delicado todo el tiempo con Alberto y sus papás y hermanas... –empezó a hablar la mujer embarazada.
—¿Hermanas? —la interrumpió el vendedor con violencia.
—Sí, a Alberto lo adoptó una pareja que creía ser estéril, pero cuando cumplió diez años y le explicaron que era adoptado, la mamá, Dora, quedó embarazada —levantó la cabeza y luego la inclinó hacia los lados, con los ojos cerrados, intentando recordar algo—. Tuvieron dos hijas más, unas gemelas, Berta y Mónica. Con ellas no hablé casi nunca, ya deben rondar los veintipico.

El vendedor se inquietó y empezó a tocarse el cuerpo, buscando algo en sus bolsillos. Después de unos minutos sacó de la billetera, guardada dentro del carrito, junto a los chicles, una foto que estuvo mirando el resto de la conversación, sin que la mujer embarazada se diera cuenta. La mujer pensó en seguir contándole la historia, con calma.

—Oiga, ¿y es que a usted no la esperan en ningún lado? —dijo al fin el vendedor, temblando, ya por frío o por miedo.
—No, solo tengo que llegar a mi casa, pero con este aguacero no me muevo —le respondió la mujer embarazada, sacando la mano a la calle. En ese momento pasó un carro levantando una ola de agua negra que mojó el plástico que los cubría.

El vendedor sacó una bayetilla roja y le limpió la mano. Después de secarla, le dijo:
—Quién sabe si esto baje, aquí tengo una sombrilla; si la quiere, yo no la necesito.
—No, señor, si lo más probable es que no nos volvamos a ver, quédesela que a mí me da pena –y le quitó la capota que se había vuelto a poner poco antes de ser mojados por el paso del carro.
—Eso seguro nos vamos a ver otra vez, mija —dijo el vendedor, mirándola a los ojos por primera vez.
—¿Por qué lo dice? —le preguntó, sorprendida.
—Tiene muchas cosas que contarme del papá de su bebé.
–No entiendo —y abrió la boca de asombro, oyendo aún el tono paternal, lleno de tristeza, del vendedor.
—Yo tuve un hijo que se llamaba Alberto, pero era apenas un chinito cuando nos separamos.

lunes, 21 de noviembre de 2011 Leave a comment

Este juego de nosotros



Foto: El sol no basta
Por: Juan



Este juego de los dos
Por: Daniel

- ¿Qué haces con esa hoja?
- Nada, uno no puede hacer nada con esta hoja.
- Se ve bonita a contraluz.
- Será lo único.
- No, pásamela por la espalda. Despacito.
- Entonces quítate la chaqueta y la camiseta, despacito.
- No me voy a quitar nada.
- ¿Por qué?
- Porque me empieza a picar el pasto.
- Puras excusas.
- Te calientas muy fácil.
- ¿En serio?, ¿sólo quieres que te pase la hoja por la espalda y ya? Vas a terminar durmiéndote.
-¿Y qué si me duermo?
- Me voy de aquí y quedas como un alma desolada.
-Te vas de aquí a jalarte un rato.
- Podría.
- ¿Por qué paras?
-  ¿Te acuerdas de la última vez que estábamos en estas?
- Sí, claro, en la casa de la abuela.
- Con la escobilla de la chimenea.
- No sé cómo me pudo parecer sexy eso.
- Acabó bien esa vez, ¿no?
- ¿Si ves?, pura calentura tú.
- Los dos.
-Esa vez…
- ¿Qué crees que hubiera dicho tu mamá si nos hubiera encontrado?
- Yo creo que se devolvía a llorar en el cuarto.
- Si, podría.
- ¿Y tu mamá?
- Se pone a hablarnos ahí, mientras estamos en bola, para hacernos sentir bien poca cosa.
- Y luego nos dejaría de hablar…
- ¡No! Nada que ver, se pone a hablar todo el tiempo. Y como a vigilar. Y a preguntar. Como si todo estuviera bien pero la verdad no. Muy querida ella, así sería.
- Efecto-induce-suicidio
- Si. Suicídate-en-bola. ¡Oye!, pero imagínate lo que haría la abuela…
- Nos deshereda.
- Nos mata. Nos incendia. Nos mete en la chimenea y nos quema con casa y todo.
- Por pecadores. Porque sólo el abuelo y ella podían hacerlo en esa sala.
- Y usar, así, la escobilla.
- Qué asco… Qué descaro nosotros.
- Pecadores y descarados al cuadrado.
-¿Cuál es tu pecado favorito?
- Gula.
- Mentira. La calentura. La lujuria. ¡La lujuria!
- ¿Y tú?
- Te vas a reír… La vanidad.
- No te creo.
- ¿Por qué?
- Eres más como la ira.
- No. Ese serías tú.
- La pereza entonces.
- No. Es más como la soberbia.
- ¿Por qué lo dices?
- Tengo un amante.
- Yo sé.
- ¿No vas a decir nada más?
- ¿Por qué no me habías dicho antes?
- ¿Desde cuándo sabes?
- ¿Eso importa? ¿Por qué no me habías dicho?
- ¿Cuánto tiempo llevas así, como si nada?
- ¿Con qué cara me dices eso?
- No sabía cómo decirte.
- Así. Tengo un amante.
- No es tan fácil.
- Para mí tampoco.
- No reaccionaste como creí.
- No piensas bien últimamente.
- No seas así.
- No me jodas.
- Ponte como quieras entonces.
- No es lo que yo quiera, ¿no? Yo soy pura calentura, ¿no?  Vete a la mierda.
- Ahora sí reaccionas como creí.
- ¿Me trajiste hasta acá a calentarme las huevas y a decirme que tienes un amante?
- Tú solito te calentaste las huevas.
- No me jodas Miguel. ¡No me jodas!

- Apuesto a que él no te da besos así.
- No.
-Apuesto a que es todo animal y te babea toda la cara.
- No.
- Entonces nunca antes se había dado besos con alguien y por eso te gusta.
- No. Son besos suaves. Sus labios son carnuditos. Se mueve lento. Me aprieta, casi siempre me aprieta. Me gusta. Es rico.
- ¿Por qué carajos me cuentas eso? Imbécil.
- Me pasa la lengua por debajo de los dientes, despacito.
- Cállate.
- Y me muerde pasito. Sabe morder.
- ¡Que te calles!
- ¿Te calentaste?

- Te odio.
- ¿Por qué te conozco?
- Porque sí.
- Tú me haces sentir más cosas.
- Es porque él no te conoce como yo.
- Es ella.
- Quien.
- Él es una ella.
- ¿El que te muerde y te aprieta es la que te muerde y te aprieta?
- Ajá.
- ¿Quién es?
- Se llama Ximena.
- ¿Y?
- Estudia para ser actriz, baila ballet y canta.
- ¿Tiene una mamá neurótica que no la dejó tener adolescencia y un hermano que la cela con todos?
- No.
- Entonces no la conozco.
- No, no la conoces.
- Preséntamela. ¿Es bonita?
- Si. Muy bonita. Eso, bonita.
- ¿Complicada?
- No, para nada.
- ¿Le gusta la pizza?
- Si, pues, hemos comido.
- Preséntamela. Vamos a comer pizza.
- Es callada.
- Entonces es mojigata.
- Tan bobo.
- ¿Crees que le guste?
- ¿Gustar cómo?
- Pues, que le simpatice y quiera volver a salir conmigo.
- No veo por qué no.
- Llámala ya.
- ¿Y qué le digo?
- Que tienes un amigo, que es buen partido, que si salimos a comer pizza que estamos cerca.
- ¿Lo de siempre?
- Lo de siempre.
- No contesta.
- Déjale un mensaje.
- Está bien.
- Vamos por un chicle antes.
- Bueno. Pásame la chaqueta y la camiseta, por favor.
- Toma.
- Espera. Hola Ximena, ya vamos por ti, dile a tu mamá que no nos demoramos, sólo vamos a comer. ¿Bueno? Oye, y dile que conseguimos la hojita.

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Mariana

Mariana
Por: Juan

Mariana se enamora todos los días de personajes diferentes. Se jacta de ser exigente a la hora de fijarse en alguien, pero la verdad es que se traga en silencio cualquier posibilidad de hablar, sean conocidos o no. Así ha sido siempre, incluso desde que era una niña y apenas empezaba a explorar el trato con los demás. Siempre se ha encargado de proyectar una imagen de seguridad que la distancia del mundo, y solo sus amigos más cercanos saben cómo es realmente. Es jovial y amable y trata bien a todos con una formalidad tajante; eso le ha significado ser un prodigio en lo que hace desde muy joven —es publicista, de esas que trabajan en campaña con empresas grandes y se inventan frases ingeniosas que son fáciles de recordar— y le da también para ser particularmente llamativa cuando socializa.

Tiene tres o cuatro amigos muy cercanos, con los que habla casi todos los días, Iván, Felipe y Catalina. A los dos primeros los conoció en su paso por la universidad, y a la tercera la conserva desde el colegio; es la única con la que habla desde hace tanto. Porque siempre pensó que los demás con los que estuvo en clases desde pequeña, los que tal vez mejor conoce y cuyas perversiones se sabe al dedillo, son un montón de descerebrados deshonestos que no vale la pena ni es saludable tener cerca. Todos menos uno con el que tuvo una relación tormentosa en los últimos años de clases y del que no volvió a saber sino hasta que murió de un cáncer de páncreas meses más tarde de graduarse del colegio. La razón se la dan más de cuatro o cinco que ya están lanzándose a la política con las mismas propuestas que lo hacen siempre los que están detrás de la plata fácil.

Mariana tuvo la posibilidad de dedicarse a la publicidad política pero prefiere venderse primero por un computador que por una promesa falsa. Suele creer que el computador al menos da una satisfacción instantánea y pasajera, además de ser útil y de dejarle la consciencia limpia. Esa aparente rectitud y una belleza física insoportable hacen que no tenga que preocuparse por que se hable de ella, sino, al contrario, la obliga a cuidar bien lo que hace. De todas formas, eso nunca le ha quitado la tendencia de enamorarse profundamente cada vez que ve a un hombre (tuvo una época en la que se enamoró más de mujeres, pero eso ya pasó y por el bien de su familia, conservadora y tradicional, espera no se repita, aunque sabe que se trata de algo que la excede) y que hable de él por horas sin parar. Más de una vez ha temido quedarse solterona y tener que comprarse un montón de gatos, como buena hija de Hollywood. Ni siquiera le gustan los gatos, pero se acostumbró muy pronto a anticipar la resignación.

Su historial amoroso es más bien ridículo, casi ficticio. Más allá de los delirios colegiales que tuvo con Andrés (el que murió de cáncer), su imagen de superioridad niega cualquier acercamiento posible con aquellos en quienes se interesa. Por eso se inventa historias sobre sus intereses sexuales; empezó cuando iba a mitad de carrera y acostumbraba sentarse en las mismas bancas todos los días, a fumar y a leer. Leía de reojo, fumaba con un gesto ya amaestrado de falso desinterés, y miraba cuidadosamente quién pasaba. Escribía notas, aunque esa es una práctica que perdió y que eventualmente retoma cuando está sola tomando café o esperando un martini en un bar.

En esas notas (aún conserva algunas que tiene en una caja de recuerdos) los nombres son apenas comodines que sirven para leer las fijaciones de los hombres más atractivos —Mariana todavía recuerda a Marco, un antropólogo que caminaba por esa zona todos los días y al que ella le atribuía una adicción al sexo y un tamaño de pene casi circense, a pesar de sus escasos 1,60 metros—, los más excéntricos —usualmente eran los desapercibidos, los que buscaban no resaltar; Santiago, un gigantesco fanático del manga y los cómics, tenía en su habitación un armario escondido en el que conservaba disfraces de cuero, látigos y paletas con púas, listos al menor indicio de seducción—, o incluso los más ingenuos y tiernos —a los que ella le atribuía poderes sexuales irrisorios (jamás ha pensado en que un hombre sea malo, o incapaz de satisfacer a una mujer, sino que no ha dado en el blanco con eso que le convertirá en una potencia sexual incontenible).

Mariana es lo suficientemente sugestionable para entender hasta qué punto pueden llegar las perversiones dentro del ámbito privado; la suya es leer todas sus anotaciones, como una investigadora delirante, en voz alta; cree que en la palabra está la forma perfecta de romper los límites del placer. Por eso lee sus ficciones en voz alta, durante la noche, mientras se toca. Lo hace semanalmente. Eso lo descubrió —y se los agradece desde entonces cada vez que lo recuerda— con Jessica y Silvia, dos amantes que tuvo en secreto simultáneamente, y de las que nadie supo. Una le enseñó a masturbarse como nadie, y la otra, más romántica y torpe (más hombruna, también), con una fantasía compulsiva por enamorarla, le leía cartas y relatos eróticos mientras hablaban por teléfono. Una estudiaba diseño de modas a unas cuadras de su casa, y la otra era futbolista, y la había conocido en un asado en la finca de su jefe.

Para alimentar sus necesidades, Mariana convierte a toda persona atractiva en un personaje de su ficción; los transforma en insectos ávidos de disección por su voz y sus gemidos. Lo curioso es que cree que en el centro de esa obsesión se esconde un cometido profundamente romántico, un acto de amor rodeado de un lenguaje secreto que nadie más que ella es capaz de descifrar, y que aun a ella le cuesta. Durante mucho tiempo, antes de empezar a escribir, Mariana construyó mapas mentales y llenó de fotos y cartas de autores inexistentes el aparente interés que tenía por uno u otro chico que captaba su atención. El día en que le entregaron su diploma de publicista quitó también de su pared una especie de altar que había construido con mensajes, envolturas de chocolate y todas las indirectas que quiso enviarle a todos los personajes que tiempo después serían tinta en su libreta sexual. A fin de cuentas, todas las exigencias de Mariana se reducen al hecho de que ninguna pareja podrá ser tan entretenida como lo que ella hace de sus desconocidos; por eso se resigna a pensar que el amor es producto del aburrimiento, y a que ella no quiere, finalmente, que ninguna fantasía se cumpla, que ningún hombre le ponga atención, que nadie se acerque más de lo necesario. 




Foto: Así
Por: Daniel



lunes, 7 de noviembre de 2011 Leave a comment

Cuento lúdico para niños sin pesadillas

Cuento lúdico para niños sin pesadillas
Por: Daniel

Abelardo Piñeros sacó el tubo de ensayo del horno, lo miró con la sonrisa macabra que había estado añejando durante toda su inmunda vida y lo tomó, cuidadoso, entre sus manos llenas de grasa y escombros de alopecia, para guardarlo finalmente, lleno de emoción y sudor, envuelto en un fino paño rojo del más suave carmesí. Había, por fin, perfeccionado el virus con el que los feos tendrían su revancha sobre la humanidad, bellezocrática y traicionera. Abelardo salió de su apestosa cloaca, un laboratorio secreto construido en el laberíntico circuito del alcantarillado de la capital del mundo, para encontrarse con el resto de su organización de feos asquerosos.

Guillermo Tejada, un negro chaparro con labio leporino a medio operar, ojeras perennes y el afro de un caracol; recibió el paño con la emoción con la que se recibe en navidad un regalo mejor que el del vecino. Su diente de oro de fantasía dio un pequeño destello en la puerta del subterráneo cuartel general, cuartel que antes pertenecía a los masones pero fue conquistado por los feos luego de un pequeño pony de troya repleto de licor envenenado, en el que estaban consignados en los roídos muros de corcho los retratos de los bonitos categorizados como accesibles e influyentes: sin ser celebridades eran seres afrodisiacos que bien podían ser los conejillos de las más bellas indias para llevar a cabo el brutal y vengativo experimento.

 Rosalinda Caro, recibió del negro paticortico el paño, Guillermo había recorrido en su triciclo las calles principales de la capital del mundo y había entregado el sagrado testimonio a la encargada de empezar a propagarlo entre sus colegas-poco-o nada-favorecidos-por-la belleza para que la hora del arbitrario juicio final llegara por fin a la faz de la tierra y borrara por completo a la postiza y plástica humanidad. Rosalinda era la encargada de la imagen (si se puede hablar de algo así con los feos) del grupo insurgente. Mantenía al grupo, de calibre internacional, informado a través de plataformas virtuales, dándole un hogar a los corazones no queridos y los fracasos reiterados bajo el estandarte de “los más equis”, grupo que ha sido objeto de burlas por parte de la humanidad entera al ver las fotos de sus integrantes y los conflictos existenciales que manifiestan. Rosalinda llamó a su amiga medio bonita para que ella llamara a la bonita, así hasta llegar a la realmente bonita. Se reuniría entonces el grupo de mujeres, a deshoras obviamente, era una emergencia, otra crisis de la gorda babosa con tetas estrábicas y exceso de fluidos y gases, angustiada porque nadie la quería y nadie la había tocado desde que la cargaban sus papás, y eso que a las malas. Otras feas, de las más selectas, habían sido encargadas con la misma misión, fingir un berrinche memorable, una escena típica y nada sospechosa que no levantaría ninguna suspicacia entre los tontos bonitos.

Y así ocurrió. En simultánea, casi, muchas feas a medio querer por sus amigas lloraron sus ojos y propagaron el virulento descubrimiento del tibio Piñeros en bares, restaurantes y parques de la capital del mundo.

 El virus consistía en una pequeña partícula malévola incompleta que se conectaba cuánticamente con su complemento, superando el espacio-tiempo-género-edad, provocando una reacción de inhóspita fatalidad. En cuestión de horas el virus que había sido regado en la capital del mundo se había extendido hasta los recodos de la selva y las profundidades de los sindicatos y sus rocambolescas guaridas. No había en el mundo un rincón exento de la amenaza encarnizada de la fealdad. Cada vez que alguien se masturbara su pensamiento activaría la malévola y fatídica partícula incompleta que buscaría a toda costa, en cuestión de micro milésimas de segundo, conectarse con su complemento. El complemento lo encontraría en el ser inspirador del dichoso, o doloroso, pajazo. La conexión metaorgánica potenciaría las sensaciones deleitosas del acto de autoplacer o autoconsuelo, y al mismo tiempo generaría una carcajada imparable e incontenible en el ser inspirador, acabando con su vida con un ataque de risa, o en el mejor de los casos, una explosión de algún órgano interno, sea estómago, páncreas, hígado o riñón, y bienaventurados a quienes les explota el cerebro: una muerte que economizaría el dolor, sin duda.

Todos los seres del mundo prosiguieron tranquilamente con sus cotidianeidades, matanzas, apuestas, traiciones, lanzamientos, uno que otro suicidio o enfermedad, y esas cosas que rellenan las redes sociales y líneas telefónicas permanentemente, “los más equis” sólo esperaban. A las 9:45 de la noche en la capital del mundo, hora en la que la mayoría de la población normal está lejos del REM, Gasparcito Prada, un tuerto manco que nació feo y se volvió inmundo luego de un accidente, recibió la orden del ñoco Casimiro, el discípulo del negro Guillermo, para detonar la fase tres, la fase terminal del plan. Gasparcito fundió el generador principal de la central eléctrica principal de la ciudad. El apagón fue total, a tal punto que los policías debieron salir con sus linternas a las vías principales de circulación para pedir a los conductores que esperaran “in situ” mientras se resolvía la pequeña falla del sistema eléctrico abastecedor de la ciudad. Nada como el caos de las comunicaciones, la privación de los típicos y moralmente aceptados sistemas de entretenimiento, para desatar un tsunami de pajazos tremebundos o arrunches pornograficoides. Los gritos no se hicieron esperar, las carcajadas menos, el cielo se pobló de dolorosos sonidos de placer mientras que la ciudad se poblaba de cadáveres, provocados no sólo por el virus sino por situaciones mal manejadas, como la tristeza de ver a un ser querido morir, o el darse cuenta de la ausencia propia en los pensamientos de deleite de un ser querido. Los feos se aglomeraron en los diferentes templos, rezando cada uno para no hacer parte del pequeño margen de error calculado. Si bien se trataba de una guerra en la que había que darlo todo por vencer, les torturaba pensar que no gozarían de la bienaventuranza que brinda la venganza por culpa de algún loco o desadaptado con problemas de filias descarriadas o amor idealizado.
El mundo, dominado ahora por los feos, debía enterrar sus preciosidades y nada como los océanos para hacerse cargo de cobijar a los antiguos tesoros de la humanidad. Ese día, la tropa universal de los malucos celebró el haber acabado con una minoría dominante de la humanidad, pero también entendió, ya un poco tarde, que junto a ella, había enterrado a la buena paja.




Foto: los infortunios de la calvicie
Por: Juan



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Disfonía


Foto: ¿Dónde está Walcott?
Por: Daniel

Disfonía
Por: Juan

La luz del sol siempre llega aquí primero, por eso duermo aquí, menos cuando llueve. Esos días me hago cerca del árbol, y me arropo con cartones y bolsas de basura. Bien entrada la mañana, cuando ya la gente ha corrido en la madrugada y ha sacado a sus perros a pasear, viene un celador y me echa del parque; son tres los que se turnan y cada mañana viene uno diferente. Cuando duermo en la banca son violentos, y una vez hasta me patearon. Eso no me importa porque es algo a lo que uno se acostumbra cuando tiene que vivir en la calle. A veces, cuando me logro esconder en los alrededores y veo niños jugando en el pasto o en la arena, me acerco a ver qué hacen los que los cuidan. La mayoría de veces son niñeras y empleadas que cuidan a los niños y a los bebés con displicencia porque es una tarea más que les toca hacer cuando trabajan en una casa. Les pagan mal y encima las humillan. Por eso negué todo y me dediqué a caminar por la calle. La banca en la que duermo queda justo frente a la arenera y a los juegos infantiles, por eso siempre me echan en la mañana, porque no puede haber gente sospechosa que pueda llegar a robar o a secuestrar a un niño o algo así. A veces robo, cuando tengo hambre, pero a punta de limosna me mantengo, y como y fumo lo que se me antoje. Lo único que no puedo pagar es un lugar para dormir, pero uno se acostumbra. No le haría daño a los niños porque yo misma tuve uno que nació muerto y juré no volver a hacerlo; los demás que quisieron venir los aborté. Por esa misma época también me alejé de los placeres y me dediqué a tratar de entender cómo se comportan los animales que viven como yo. Los perros comparten el aura de desgracia, la melancolía de no tener dónde parar ni con quién aquietarse. Algunos, sí, nos acompañan —a mí no—, porque les es algo natural eso de buscar compañía. Los gatos son altivos y solo se acercan a quien les dé comida, y luego se van. Están diseñados para abandonar y para ser abandonados; son buenos con el azar porque no se arrojan en él. Por aquí por el parque vienen más que todo palomas, tan insoportables con sus gavillas y su maña de aprovechar cada migaja que les tiran, como ratas. A pesar de vivir en la calle y de aparentar no hacerlo, hay que conservar algo de dignidad. Por eso en las mañanas me acomodo cerca del sol.

Todo empezó cuando se me olvidó el aniversario. Cumplíamos doce años pero él empezó a darme señales desde antes. Yo me encargaba de preparar la cena en fechas especiales; nunca se me olvidaba. Esos días los reservábamos para comer y para hacer el amor sin parar, como cuando éramos jóvenes. Ella empezó a sospechar porque, además de olvidar la comida, tampoco tenía ganas de acostarme con ella; a estas alturas es un fracaso, uno grande, pero uno se levanta. Lo más frustrante es creerme lo que nos dijimos todo el tiempo que estuvimos juntos; o al menos yo nunca mentí. Nunca pudimos tener hijos porque ella era estéril; adoptamos a una niña que murió en un accidente por culpa de la niñera. Juramos estar juntos incluso a pesar de la muerte de Emilia, que apenas tenía cuatro años, apoyar al otro y eso. Y no fui capaz de recuperarme, tampoco, porque un tiempo después de que Emilia se murió empecé a venir al parque a ver a los niños jugar, justo en esta banca, todos los días; me echaron del trabajo y empecé a endeudarme. Él todavía piensa que nuestra relación se dañó porque él fue infiel, pero la verdad es que ninguno de los dos logró recuperarse después de la muerte de la niña. Juramos no volver a adoptar pero vivir juntos se volvió muy difícil y yo empecé a evadirla. Cuando recibimos a la niña yo me retiré de la bolsa; después del accidente, cuando Carlos salía a trabajar, yo venía al parque, a esta banca, donde nos conocimos, a perder el tiempo, a recordar el futuro que quisimos y que se iba apagando. La primera vez que hablamos cada uno llevaba su perro, yo estaba sentado esperando a que Betina, mi labradora, se cansara, y Emilia llegó y se sentó con Yaco, una rata o un perro que parecía una rata que siempre odié. Nos gustamos desde ese momento, y todo fue perfecto, hasta que me confesó todo hace tres meses y ya no sabemos quién se queda con qué.

Llegué a ese punto en el que nada me satisfacía —de eso me convenzo todos los días; lo cierto es que cada vez me fui sintiendo más y más limitado y antes de que fuera evidente decidí retirarme para no pasar un ridículo; esa fue la verdadera razón, por orgullo—, y escogí como fecha pertinente la final del torneo regional, porque un último triunfo me haría salir con tranquilidad —aunque de hecho la escogí así porque sabía que si ganaba tendría que ir a los nacionales y ahí sería humillado, mientras que si perdía en la final regional podría irme a mi casa halagando al nuevo prodigio nacional, que ganará todo en unos años—. Siempre fui agresivo, no tuve la necesidad de anticipar a mi contrincante porque desarrollé desde joven una estrategia en la que solo podía ganar (la bautizaron «Restrepo», por mi apellido, y la incluyeron en varios libros sobre métodos de ajedrez); nunca quise empatar, en eso me parecí más a un tahúr o a alguno de esos personajes de ficción —siempre jugué así porque no sabía hacerlo de otra forma; así me enseñó mi abuelo, que jugaba por diversión, y como casi siempre me funcionó jamás pensé en cambiar de actitud hacia el juego, todo porque las piezas me inspiraron desde niño una voluntad bélica que nada fue capaz de igualar—; fue una cuestión de motivación, cuando uno gana siempre está inclinado a repetir lo que funciona. Decidí que era tiempo de vivir más tranquilo, sin tanta ansiedad por la competición, y dar clases particulares porque se gana bien; los fines de semana los paso aquí en el parque, con pensionados y desempleados —me vine a vivir aquí porque el premio de los regionales y unos ahorros que tenía me alcanzaron para comprar una casa aquí, en este barrio que visitaba periódicamente cuando venía a ver a alguna de mis novias de juventud, y siempre me gustó. También lo hice para huir, para no saber nada más del ajedrez, aunque ahora tenga que vivir de él porque no sé hacer nada más o porque es lo más fácil—, y me siento en esa banca de ahí mientras llegan los demás a verme jugar —realmente no sé qué es lo que espero.

Vengo aquí cada vez que me siento asfixiado en casa. Por ley, la madre está obligada a traer a Aurora todos los fines de semana. Aprovecho para cumplirle todos sus caprichos y para quitarme de encima los bloqueos que se me vienen durante la semana. En algún momento espero terminar la novela, en parte también porque de ello depende todo sobre lo que he construido mi vida. Siempre quise irme a París o a Madrid y allá dedicarme a vivir como siempre quise, y escribir y fumar en los cafés, leyendo y caminando por la calle, sin preocupaciones más allá de las acciones de un personaje o la estructura de un poema. Pero el amor me ganó y por un ligero error y una falta de cálculo decidí tener con la mamá de Aurora el inicio de una buena relación, que se dañó al rato y terminó con ella casándose con otro hombre —un arquitecto, creo— y conmigo viviendo aquí y haciendo acrobacias para pagar las cuentas de nuestra hija, para que no le falte nada. Los niños que vienen al parque no son muy ruidosos, eso me deja mirarlos mientras decido cómo continuar la novela, que pareciera no acabar, que simula un laberinto del que ni siquiera Aurora es capaz de sacarme. Muchas veces he pensado en suicidarme porque esto jamás fue lo que quise, y en parte por eso siento una culpa permanente hacia lo que hago y lo que escribo. He destruido la novela tres veces y la he reescrito cinco, y creo que esta vez tampoco va por buen camino. Pero no me he matado porque sé que soy yo quien sabe cuidar a Aurora, nadie más, y porque estoy esperando a que ella entienda por qué me tendrá que enterrar.



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