Diferido



Foto: Un crisol que lleva los minutos
Por: Juan






Diferido
Por: Susana



I.

Cuando se despertó no pudo enfocar nada. No sabía si veía desde arriba o desde abajo, hacia delante o hacia atrás, o todo lo anterior en simultáneo. Veía entrelazada su ventana y el carrusel, los peces y los niños, sus plantas y las mantas de cuadros, el vecino y sus largas piernas. Se frotó los ojos fuertemente con el afán de quien desea sintonizar la emisora adecuada para evitar el ruido, pero no hubo efecto alguno. Las imágenes se superponían como si al guardián de los negativos se le hubieran mezclado los sobres. Cerró los ojos.

Intentó levantarse, pero la venció un vértigo insoportable. Lo más molesto era que no se sentía como un vértigo común: se trataba un vértigo del cuello hacia arriba. Era como si su cabeza tuviera un peso diferente y los músculos que antes la sostenían ahora se quedaran cortos, no para erguirla, sino para evitar que saliera flotando.

La angustia recorrió su cuerpo en varias direcciones: viajaba helada desde sus extremidades hasta el ombligo, lugar donde se concentraba y se devolvía a en forma de un tibio cosquilleo que se intensificaba en la coronilla y en los pulgares. Todavía no podía enfocar nada y las imágenes no cesaban de interferir.

II.

El otoño había llegado, pero transcurría uno de esos días con ínfulas veraniegas en los que las plazas de la ciudad se abarrotan de sueños. Isolda sabía lo político que puede llegar a ser un repentino cambio de clima. ¿Qué otro acontecimiento moviliza más el ánimo de una ciudad? Todos sonrientes, los niños jugando en el carrusel, las madres sobre las mantas de cuadros, y ella sólo quería dormir para olvidarse de todo un poco.

III.

Caminó tres cuadras hasta llegar a la plaza y buscó un lugar como el de siempre: donde la sombra deja de ser sombra y la luz deja de ser luz, o la luz se vuelve sombra, o la sombra luz. Se explayó allí donde los rayos de sol le calientan el alma más no las pupilas. Sintió escozor y vio como al instante brotaban pequeños enrojecimientos en sus largas piernas. La hierba le causaba alergia y una vez más había olvidado la manta. Antes de poder reprocharse ya se había quedado dormida.

IV.

Esa mañana admiró la luz que entraba por su ventana, alimentó a los peces, regó las plantas, pensó en las gotas que caían sobre el balcón de su vecino, pensó en caer encima de su vecino, abrió la nevera, cerró la nevera, caminó por la sala, entró a la ducha, se regó como a las plantas, se puso el vestidito salmón y salió a disfrutar de la hermosa luz que aún entraba pero ahora en distinto ángulo. Poco se imaginaba Isolda que tiempo después vería todo en diferido. 

domingo, 18 de septiembre de 2011 Leave a comment

Periódico de ayer



Foto: And as we wind on down the road
Por: Daniel






Periódico de ayer
Por: Juan



–Estábamos sentados en el andén, como a las cuatro de la mañana.
–¿Quiénes?
–Unos amigos, pues, una gente ahí con la que había empezado a salir poco antes de ese día; no los conocía casi.
–¿Qué hacían?
–Tomar. Eran más las ganas que cualquier otra cosa, no quería volver a mi casa, y de hecho a esa hora ya no quedaba nada y era más la borrachera que la verdad misma de lo que pasó. Regálame otro cigarrillo.
—No entiendo todavía; ¿estaban en un andén y les pasó todo ahí mismo?
—Sí, aunque llegué a un punto en el que no tenía idea de nada.
—¿Por qué?
—Fue hace ya algún tiempo, la imagen fue bien impactante; al pobre chino lo intentaron arrastrar hasta el hospital que quedaba a unas cuadras. Me arrepiento más por no haber podido grabarme bien la situación que por no haber podido ayudar.
—¿Qué?
—Yo estaba a unos metros pero estaba tirado en el piso, con esa gente que te dije.
—¿Te echaste en la calle porque estabas triste, o porque estabas ebrio?
—Creo que ambas.
—Pero si ya te habías enterado de lo de Laura hacía mucho.
—Bueno, pues no lo superé hasta que decidí viajar y llegué aquí y conocí a Carmen y demás. Seguía sintiéndome mal por esas fechas.
—Fue el año pasado, no hables como si hubiera sido hace una década.
—No sé qué quieres que te diga si la historia ya la sabes.
—Estuviste ahí, lo viste todo. Sabes también que necesito la historia o me cuelgan.
—Te cuento, pero piensa en que si falta algo puede ser por las lagunas. De lo único que estoy seguro es de por qué llegué hasta allá. El resto fue como por inercia.
—Cuenta, a ver, que tengo frío.
—¿Quieres un cigarro o una pola?
—De pronto más tarde.
—Mira, aprendí a hacer aritos.
—Me voy.
—Espera, espera.
—¿Me cuentas, o no?
—¿Y tu libretita para apuntar?
—Los detalles no importan.
—¡Pero si mi historia son solo detalles! Sabes lo grueso, que al tipo lo intentaron robar y le cortaron la garganta, y que nadie hizo nada.
—Conociendo la historia puedo coger la tuya y pegarla y no pensar que son solo detalles, sino otra historia, aparte. Y para eso no necesito la libreta.
—Entonces, llegamos al supermercado como a eso de la una, compramos todo y salimos otra vez.
—¿Qué es todo?
—Pues lo de tomar y un montón de paquetes.
—¿Lo de siempre?
—Sí. Nos sentamos todos en un andén cruzando la calle, destaparon la botella y empezaron a pasarla. Me pusieron la botella en las piernas, como a quien le entregan el micrófono, y me preguntaron por Laura. Una de las viejas, un poco ebria ya porque había llegado de una fiesta familiar, se me sentó al lado y me empezó a decir que tomara, que me veía triste. Y la verdad es que sí, se me notaba mucho todavía.
—Lo que nunca entendí fue por qué te dio tan duro, si todos lo veían venir.
—Yo no.
—Y además te duró mucho tiempo esa pendejada.
—Hasta que me vine para acá.
—Incluso los primeros meses seguías con tu fijación; fue demasiado tiempo. Hasta deberías darle las gracias a Carmen.
—Oye, no te burles.
—Te estoy hablando en serio, parecías medio muerto y como olvidado de todo; tu viaje de huida hubiera fracasado de no ser por ella.
—Alguna vez lo hice después de una jarra de sangría. La de ella, tú la has probado.
—Sí.
—Aunque a ella le debo mucho más que eso.
—¿Como qué?
—¿Vas a dilatar más la historia?
—No, no, sigue.
—El ron me empezó a hacer efecto y creo que a ella más y empezó a acercarse; cuando todos se distrajeron se me sentó en las piernas y me pidió que le contara la historia al oído. No te rías. Lógicas raras de borracho que te hacen creer que hasta esas idioteces funcionan.
—¿Estaba buena?
—Pues yo ya estaba ebrio.
—Regálame un cigarrillo, y de paso vamos a comprar algo de comer a la tienda.
—¿Tienes el encendedor? Antes de darme cuenta me estaba llenando la cara de besos, torpes, sí, pero no me iba a poner a rechazarlos.
—Gracias.
—Creo que por esos momentos la gente con la que estábamos se había alejado unos metros para dejarnos solos, esperando que nos fuéramos o yo no sé qué. Por ahí llegó un indigente a pedir plata, preguntando si le podíamos gastar una cerveza o algo para celebrar el año nuevo.
—O un susto.
—Ajá. El caso fue que nadie le dio nada y se fue bravo, maldiciendo entre dientes. Intentó pedirnos a esta mujer y a mí pero nos vio concentrados entonces ni abrió la boca. Junto a nosotros había otro grupito, en las mismas, y estaba el tipo este que mataron, ebrio, haciendo algo de escándalo, pero nada más allá de lo normal.
—Voy a llevar esto, ¿tú quieres algo?, yo pago.
—No, todo bien, yo compro mi cerveza.
—Iván, aprovecha mi sueldo hoy porque mañana no voy a tener nada.
—Luego te lo repongo.
—Coge tú las monedas, y te desayunas una torta o algo. ¿Qué pasó después?
—Yo estaba en lo mío pero esta pobre mujer, Ana creo que se llamaba, siguió tomando hasta más no poder, y cuando menos pensamos se paró de un salto y fue a dar a una caneca en la esquina, y empezó a vomitar.
—¿No le tuviste el pelo al menos?
—Ay.
—Mal.
—¿Y es que los besos comprometen? Yo me fui a hablar con el grupo, viendo también que Ana estuviera bien; digamos que ese es el nombre. También me puse a ver de reojo a un tipo que llevaba dándonos vueltas un tiempo, que estaba pendiente de que algo cayera al piso. Yo me acosté porque me estaba sintiendo mal, pero traté de seguir viendo lo que pasaba. El gamín se acercó al muerto, y le empezó a pedir plata con una mano escondida en la manga. El borracho estaba molesto pero no fue grosero, simplemente le dijo que no tenía, y le dio la espalda. El mendigo insistió y se las arregló para hacer que el borracho se alejara de su grupo, a unos metros nada más, lo suficiente como para que no pudiéramos ver bien qué pasaba.
—¿Lo apuñaló ahí mismo?
—No. Se pusieron a conversar unos minutos, como es frecuente cuando a uno lo van a atracar en Bogotá. Luego el borracho simplemente se trató de devolver con su grupo, y cuando el ladrón lo agarró por detrás del cuello de la camisa, lo manoteó y le dijo que no lo jodiera más. Ahí fue cuando le pasó un vidrio por la garganta.
—¿Cómo viste todo eso?
—El chino no podía gritar y recuerdo haber oído en el piso más allá una botella romperse. Pudo ser cualquier otra cosa pero sonó a vidrio cayendo en cemento. El mendigo desapareció y el borracho apenas pudo caminar unos metros, y se desmayó frente a su grupo.
—No te puedo creer que nadie hubiera hecho nada.
—¿No viste las noticias toda la siguiente semana? Creo que es de los pocos muertos a los que se les ha hecho tanto ruido.
—Debía ser hijo de alguien.
—A lo mejor. Entonces los amigos lo alzaron y se lo llevaron corriendo, buscando alguien que les ayudara. Pero un primero de enero a las cuatro de la mañana es difícil conseguir transporte, más aún con lo escandalosa que es la sangre.
—¿Tú qué hiciste?
—No te voy a decir mentiras, me cagué. Para sortear la conmoción me puse a revisar que Ana estuviera bien, porque seguía abrazada a la caneca, la llevé hasta un taxi, me encargué de que no se le quedara nada, y la mandé para la casa, porque estaba pálida y entre dormida. No supe dónde vive pero confié en que fuera capaz de decirle al conductor.
—¿Un taxi?
—No me preguntes de dónde salió.
—¿Y el muerto?
—Lo que salió en las noticias, lograron arrastrarlo entre tres a las puertas de urgencias pero se murió al ratico. No supe nada más.
—De todos modos, ¿qué hubieras podido hacer ahí?
—Nada, pero frecuentemente recuerdo la imagen del tipo cayéndose de rodillas, ahorcándose como si el cuello se le cayera.
—Pues no te perturbes.
—Me vine a vivir aquí no solo por olvidarme de Laura.
—¿Funcionó?
—Algo.
—¿Pasó algo más esa noche?
—Me devolví caminando a mi casa al amanecer, y decidí que tenía que vivir en otro lado, donde fuera. Pensé en ti y me pareció lo más razonable. Oye, ¿y David?
—Embarazó a una vieja por ahí y no le volví a contestar. Vámonos. Está empezando a clarear.
—¿Cómo te enteraste?
—La zorra me llamó; al parecer estaba acosándolo desde tiempo atrás.
—A esta hora siempre te viene el miedo, ¿no?
—Sí.
—¿Nunca has sabido por qué?
—No.
—Vamos.
—Dame un cigarro primero.
(No se mueven.)

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Subversión en la granja



Foto: Raúl no era un tubérculo
Por: Susana






Subversión en la granja
Por: Daniel




  
   Habiéndose acomodado en la rama principal del protuberante chamizo militar, el Gavilán Pollero tuvo a merced de su mirada a la destartalada explanada agropecuaria. La disputa territorial con la organización granjera llevaba ya generaciones de sanguinario litigio y los de origen doméstico sólo preponderaban por encima de los intentos de la mafia salvaje por ser inmerecidos receptores de los empalagosos mimos humanos.  

Al distinguir entre la prostibularia multitud del gallinero al gallazo, el capo de la trata de blancas y su plumífero enemigo, el comandante Pollero fue invadido por la necesidad de embestir la organización granjo-monopolística-criminal enemiga despiadadamente. El gavilán rumió su plan meticulosamente antes de llamar al resto de su militante gallada con un poderoso y contundente golpe de ala, signo de toda su fortaleza y virilidad.
Poblóse entonces el chamizo con un poco más de media docena de gavilanes viles y desquiciados, prestos a apoderarse del pornográfico negocio de placentero cloqueo. En la provincia se sentía la atmósfera genocida: el viento cambiaba de dirección huyendo del aserrinudo  aroma, los conejos acariciaban sus patas con la mirada perdida en el vacío y los perros dejaron de pasear sus ladridos. Entonces, con garras y picos afilados, relucientes, ávidos de tuétano, los corsarios de la pradera estaban prestos  para el amotinamiento. Con la determinación del gavilán,  los enfurecidos y lujuriosos gavilanes se abalanzaron contra el palacio del gallazo a mansalva, dejando al chamizo arropado únicamente por un cielo azul intenso.  


Dícese que entre gavilán y gallo, sea peleón o cantor, hay una rivalidad que ronca desde tiempos míticos. En un principio eran un único ejemplar, sí, gavilán y gallo compartían un cuerpo de cuatro extremidades palmípedas, dos plumípedas, dos terminaciones encefálicas, un solo vientre  y no se sabe cuántas almas; como una media luna hojaldrada con cuatro patas y dos puntas crocantes, un ser que deleitaba la vista con el brillo de su plumaje cuando resplandecía en sus voladoras piruetas, y deleitaba los oídos cuando cantaba según el color del día.
Sucedió que una tarde, aparecióse en medio del horizonte anaranjado, dando botes y cloqueando, una gorda coqueta, la princesa alba, la emperifollada recompensa del reino de los caídos dueños del cielo: la gallina de la paradoja con el huevo. Las plumas y el follaje del mítico bicornio se emocionaron tanto con la femenina aparición que, en el único vientre, ambas cabezas pensaron huevitos. El lado del gallo quiso bajar del árbol para desfilar todo su plumaje sobre la empolvada pasarela que prestaba la madre tierra y entonar una viril melodía, mientras que el lado del gavilán se lanzó al aire para mostrar su habilidad y destreza entre las corrientes de aire. Cada pico tomó una bocanada de aire divino para inflar el único pecho y coger un gran impulso, lo que hizo que se quebrara el cuerpo del exótico ser, partiéndose en dos partes. Del vientre roto cayó lentamente a un manantial sagrado un huevo de oro cuya existencia era ignorada incluso por su siamés progenitor.
De ese huevo sagrado saldría horas después un hermoso animal que sería la encarnación de los colores del cielo en la tierra hasta el día en que quedó calvo y con un par de gónadas pegadas a la garganta, pero esa es otra historia.
El gallo rodó a tierra, se hinchó a cada golpe y se levantó despelucado, pudo abrir el pico cuando quiso cantar, pero, supo desde ese momento que nunca más podría volar. Por su parte, el gavilán surcó a tientas el aire frío de la tarde, su cuerpo fue tomando el color de las nubes del ocaso y, cuando llegó cerca de la gallina, quiso llamar su atención. Abrió entonces el pico y soltó un chillido tan estridente, que colmaba en las fronteras de la agudeza, que hizo que parte de la cordura de la dama blanca colapsara, generándole un tic nervioso en el cuello, un miedo incomprensible a alzar la mirada al cielo y un delirio de persecución pululante de miedo. Avergonzado, el gavilán planeó hasta la copa de un árbol para esconderse ahí unos buenos milenios, espiando de vez en cuando a su antiguo compañero de cuerpo exhibir su respingada figura a la trastocada damisela. Siglos después, aún falta un eslabón para esclarecer como esa relación que empezó con una búsqueda de admiración por parte del gallo, terminó con un sometimiento completo por parte de la gallina a tal punto de crear gallineros donde las protuberantes blanquitas usaban su cuerpo como mercancía.

 
El ejército de mercenarios voló en picada hacia la fortaleza de maderita y paja en formación de flecha venenosa. Inmediatamente fue percibida por los sistemas aviares de defensa, el graznido general alertó a las autodefensas granjeras que dispusieron sus plumajes nada salvajes en posición de retaliación. Las bellas gallinas, absorbidas por el miedo, aletearon y chocaron entre ellas al huir despavoridas, no se sabe muy bien a donde, lo que provocó una lluvia desenfrenada de plumas y huevos que despistó tanto a la artillería terrestre como a la fuerza aérea. La masacre fue inclemente, el aire se llenó de chillidos, el polvo se pobló de plumajes sanguinolentos, la historia de la nación granjera tuvo su tarde rojinegra, tarde que dejaría toda una generación de huevos bastardos.

El gallazo quedó tendido pico arriba, desplumado, mutilado, con toda su envergadura abierta achicharronada, como un bombón mascado y escupido sin empaque. A su alrededor descansaba parte de la tropa gavilanística, descabezada por el impacto del pico con el duro seno de la madre naturaleza; también los restos del batallón de crianza esparcidos como un error de la primavera. El cadáver del líder de la subversión no fue encontrado entre los vestigios campales de la enemistad. Se dice que mientras agonizaba, herido por un picotazo en la espalda, fue recogido por un enviado oficial de una importante institución gubernamental especializada en resolución de conflictos de guerra, para ser internado en cuidados intensivos a fin de hacerlo parte de la nueva cúpula de inteligencia para lograr llevar a cabo operaciones como la Gavilán Pollero y la Gallina Turuleca contra los enemigos del estado.
Las gallinas, distraídas, todo el resto del día y el día siguiente, cacarearon a sus muertos.

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