Foto: Un, dos, tres, por mí
Por: Daniel
Por la
tarde
Por: Juan
—Discúlpeme, ¿podría decirme qué hora es?
El
vendedor, de mirada resignada, tuvo que esconder el brazo dentro de la enorme
bolsa blanca que lo refugiaba para poder sacar la muñeca a la intemperie y ver
la hora en un reloj viejo de pulso encuerado.
—Tres y
media —dijo, como para sí, y siguió con la mirada un hilo de agua que caía a un
lado del paradero con un ritmo irregular.
—Qué
manera de llover. A este ritmo nos va a tocar andar en canoa. —comentó la mujer
embarazada, intentando sacarle una sonrisa al viejo.
—Se me
van a ahogar los pescaditos —y sonrió, divertido, sin mirarla.
La
mujer embarazada rio con inocencia y empezó a jugar con un hilo suelto de su
camiseta.
—Me
imagino que cuando llueve las ventas bajan bastante —comentó después la mujer,
acariciándose el vientre, mirando de reojo al viejo buscando algún gesto de
consuelo para enfrentar la lluvia.
—Sí, no
se vende casi nada, pero sobre todo porque yo me tengo que quedar buscando
algún techo y es raro encontrar a alguien que quiera comprar algo con estos
fríos —se detuvo un momento, se arregló la enorme bolsa que lo tapaba a él y a
su carrito, y siguió—; si me va bien vendo cigarrillos, porque la gente fuma
mucho para soportar el agua, y se quedan haciéndome conversación mientras escampa.
Pero eso no es tan común.
El
vendedor parecía hecho de piedra y la piel era oscurecida por la lluvia, aunque
no estuviera mojado. Tampoco hablaba, así que la mujer embarazada, jovial a
pesar de estar cerca del parto, o tal vez por eso, intentaba conversarle,
preguntándole hasta lo más mínimo. La lluvia no calmaba su ritmo, por lo que
tuvieron que acercarse para evitar el agua.
—¿Cómo
se llama? —preguntó finalmente el vendedor después de un silencio largo.
—¿Quién?
—la mujer embarazada también estaba distraída.
—El
bebé, o la bebé —y le señaló el estómago con los labios, sin moverse de su
sitio.
–Ah, es
que estaba pensando en otra cosa. Alberto, se va a llamar Alberto, como el papá
—miró al suelo y sonrió.
—Mire
usted, yo también me llamo Alberto.
El
vendedor no se movía, pero hablaba con una voz aguda y pausada. La mujer
embarazada estaba asombrada por la casualidad a pesar de saber lo común del
nombre de su hijo.
—Ya me
parece raro encontrar bebés que se llamen como los papás —habló de pronto,
levantando la voz por encima del ruido de las gotas que golpeaban el techo del
paradero con fuerza—. ¿Y están casados?
—No, él
desapareció poco después de habernos comprometido, hace unos meses —la mujer
embarazada cerró los ojos y se agarró con fuerza el estómago.
—¿Está
bien? —preguntó, despreocupado, el vendedor.
—Sí, no
es nada, a veces me dan dolores, pero es normal —balbuceó.
Mientras
la mujer embarazada se tuvo que sentar en la banca mojada del paradero, el
vendedor apenas movió la cabeza para ver si estaba bien. No tardó en volver a sonreír y a charlar, como si nada hubiera pasado; apenas se levantó a
ver qué tan mojado tenía el pantalón.
—Había
salido a trabajar ese día, Alberto. Vendía carros en un concesionario. O vende
—se quedó callada un instante, dudando—, no sé. La verdad es que desde que
desapareció no sé si hablar de él como si se hubiera muerto. Trato de no pensar
mucho en eso porque me deprimo y la tristeza le hace mucho mal al bebé. Por eso
siempre estoy contenta —volvió a sonreír—, por eso decidí hacer lo posible
porque a Albertico no le haga falta nada, nunca.
—¿Y la
familia del papá? —el vendedor había empezado a interesarse un poco en la
historia a pesar de que no le había preguntado nada más allá sobre el papá del
bebé.
—Alberto
era adoptado y nunca tuvo una buena relación con su familia, y se fue a vivir
solo muy temprano. Yo creo que por eso le fue bien en la vida, aprendió a
cuidarse solo desde joven.
La
lluvia se hizo más violenta y el cielo se tornó negro; empezaba a caer el sol
pero ninguno de los dos podía moverse todavía, y parecía más bien la media
noche. Hasta los postes de luz se prendieron. El vendedor desdobló un pedazo escondido
de la misma bolsa, y se lo extendió a la mujer embarazada que se arropó
suavemente con él, agradeciéndole con un toque en el hombro. El vendedor apenas
parpadeó.
—¿Cómo
se conocieron? —retomó el vendedor.
—Sonará
un poquito ridículo, pero fue en la panadería del barrio, cuando apenas
teníamos catorce o quince años. Nos cruzábamos mucho y un día yo empecé a pasar
más tiempo allá, esperando que él pasara por el pan de la noche. Casi siempre
compraba roscones y almojábanas, y un kumis —soltó una carcajada ahogada—. Una
vez nos quedamos mirando como dos minutos sin pestañear; yo desde ese momento
no quise a nadie más. A la semana él me habló por primera vez y me compró una
gaseosa y nos pusimos a hablar ya no recuerdo de qué, creo que de fútbol.
—¿A
usted le gusta el fútbol? —se exaltó el vendedor, quitándose la capota de
plástico.
—No,
pero en mi casa siempre fueron aficionados a Millonarios, sobre todo en esa
época, entonces sabía un poquito, y por Alberto lo hubiera hecho todo
—respondió sin querer salirse del tema—. ¿Por qué le sorprende?
—A las
mujeres no les gusta el fútbol. Mucho menos a las mujeres bonitas. Y cuénteme,
¿Alberto a quién le hacía barra? —el vendedor levantó la cabeza para ver el
cielo y luego el reloj de la muñeca—. Las seis.
—A
Millonarios, también, yo creo que por eso logré conquistarlo tan rápido. Me
llevaba al estadio los domingos. Era un enfermo —se quedó callada
repentinamente—, pero así lo quería.
—¿Y
alguna vez le dijeron de dónde era la familia de Alberto, la de verdad? —le
preguntó el viejo, sin aire, como infiriendo la solución de un misterio.
–Ese
fue un tema muy delicado todo el tiempo con Alberto y sus papás y hermanas...
–empezó a hablar la mujer embarazada.
—¿Hermanas?
—la interrumpió el vendedor con violencia.
—Sí, a
Alberto lo adoptó una pareja que creía ser estéril, pero cuando cumplió diez
años y le explicaron que era adoptado, la mamá, Dora, quedó embarazada —levantó
la cabeza y luego la inclinó hacia los lados, con los ojos cerrados, intentando
recordar algo—. Tuvieron dos hijas más, unas gemelas, Berta y Mónica. Con ellas
no hablé casi nunca, ya deben rondar los veintipico.
El
vendedor se inquietó y empezó a tocarse el cuerpo, buscando algo en sus
bolsillos. Después de unos minutos sacó de la billetera, guardada dentro del
carrito, junto a los chicles, una foto que estuvo mirando el resto de la
conversación, sin que la mujer embarazada se diera cuenta. La mujer pensó en seguir contándole la historia, con calma.
—Oiga,
¿y es que a usted no la esperan en ningún lado? —dijo al fin el vendedor,
temblando, ya por frío o por miedo.
—No,
solo tengo que llegar a mi casa, pero con este aguacero no me muevo —le respondió la
mujer embarazada, sacando la mano a la calle. En ese momento pasó un carro levantando una ola de agua negra que mojó el plástico que los cubría.
El
vendedor sacó una bayetilla roja y le limpió la mano. Después de secarla, le
dijo:
—Quién
sabe si esto baje, aquí tengo una sombrilla; si la quiere, yo no la necesito.
—No,
señor, si lo más probable es que no nos volvamos a ver, quédesela que a mí me
da pena –y le quitó la capota que se había vuelto a poner poco antes de ser
mojados por el paso del carro.
—Eso
seguro nos vamos a ver otra vez, mija —dijo el vendedor, mirándola a los ojos
por primera vez.
—¿Por
qué lo dice? —le preguntó, sorprendida.
—Tiene
muchas cosas que contarme del papá de su bebé.
–No entiendo
—y abrió la boca de asombro, oyendo aún el tono paternal, lleno de tristeza,
del vendedor.
—Yo
tuve un hijo que se llamaba Alberto, pero era apenas un chinito cuando nos
separamos.