El hombre de las posibilidades



Foto: Llueve
Por: Juan



El hombre de las posibilidades
Por: Daniel


          Un domingo, cuando tenía cinco años, João salió de la iglesia de San Roque luego de la misa dominical, y llegó a los pies de un hombre que sujetaba un acordeón, atraído por el sonido del instrumento.
Era un hombre al que se le notaban las noches sin techo, la comida helada, las botellas y las desesperanzas, pero para João era el hombre mágico a la salida de la iglesia, que lograba hacer música con sus manos. El viejo iba despidiéndose de los sesenta aquel mediodía en que apareció el niño para sentársele al lado.
Había quedado ciego antes de llegar a Lisboa y le tuvieron que cortar una pierna para evitar que la gangrena que se había ganado en un barco le arrancara la vida. João empezó a frecuentarlo cada domingo desde esa vez a pesar de que los demás feligreses sólo aceptaban la presencia del ciego frente al templo como un contraejemplo educador para sus hijos: siempre que pasaban cerca de él comentaban, sin persignarse,  las degradaciones generadas por el vicio y lo inútil que eran los talentos artísticos en una sociedad tan pura de espíritu. Para João, que no existían sino el bien y el mal, lo cercano y lo lejano, lo bonito y lo feo; ver al viejo era un momento de maravilla. Al principio se encantaba viendo como el ciego jugaba a hacerse el poseído mientras improvisada alguna polca. Fue creciendo y fue haciéndose curioso, entonces le preguntaba al viejo por su vida y por el mundo, y los quince minutos de acordeón se fueron convirtiendo en conversaciones que hicieron que el joven se escabullera más de una vez de la iglesia antes de empezar la misa para llegar a verse con su compañero dominical. Leían la Biblia juntos, compartían la merienda del niño y de vez en cuando, João le pasaba zapatos viejos y ropa usada de su papá.   

Cuando João le preguntó por su nombre, el hombre le contestó amigo; cuando le preguntó por su edad, el hombre contestó que tenía los años de los abuelos; cuando quiso saber por qué era ciego, el viejo le pidió que guardara un secreto: con un susurro leve se llevó el índice a la boca y le dijo que él era un ángel que había huido del cielo hechizado por la música y espantado por la idea de vivir entre querubines que no conocían lo que era el deleite de los sentidos, que mientras caía del cielo, perdió la pierna que abrió el hueco en la capa de ozono para que pudiera entrar y luego cayó de cabeza al mar, lo que lo privó de la vista y el sentido, habría muerto de no ser porque lo encontraron unos pescadores extraviados.

Se vieron cada domingo hasta que João tuvo que mudarse del centro de Lisboa poco tiempo después de cumplir los catorce. Creció con mucha ingenuidad opacada por cierto encanto mestizo que le fue augurando buenos triunfos en el campo del amor. Aunque sus encuentros se hicieron menos frecuentes, João se las arreglaba para ir de vez en cuando a visitar al viejo. Como cada vez que iba por la zona lo encontraba, el joven asumió la existencia de su amigo como una esencia inamovible de la esquina de la iglesia de San Roque. No volvió a preguntarle por su pasado ni por su vida, aprovechaba en cambio para desahogar todos los sueños y desencantos propios de su edad, le pedía que le enseñara las palabras que las mujeres siempre quieren escuchar y a saber lo que un hombre debe saber.

Ocasionalmente, un pequeño grupo de jóvenes, liderado por João, llegaba a la esquina de la iglesia y se sentaba alrededor del viejo. Para ganar afectos y reputación entre su grupo de compañeros, João acudía a la fascinación que producía el ciego del acordeón en las mentes jóvenes y aún más ingenuas que él. Tenía la ventaja de conocerlo, de ser querido, y a ratos abusaba de eso. Una vez llegó con una niña diciéndole que conocía a un músico que había sobrevivido la segunda guerra mundial, que ahí había perdido la vista y una pierna, y que ahora se dedicaba a recitar la Biblia con su acordeón.  El viejo un poco incómodo le siguió el juego esa vez, y viendo que se reiteraban las situaciones empezó él a generar las ficciones, corrigiendo y contradiciendo a João, lo que empezó a generar un malestar en el ego del muchacho.

Una vez, acompañado por dos lindas jóvenes que quería impresionar su amigo, el viejo empezó a decir que él había quedado ciego una vez que se encontró con la muerte en un muelle y le pidió una prórroga. Dijo que la retó a un contrapunteo, al estilo gaucho, que la muerte aceptó el desafío y luego de seis horas de duelo, la parca tuvo que irse, cansada y malhumorada,  a acabar su labor con un par de marineros borrachos que no saldrían nunca más del puerto. Dijo a las mujeres que cuando le contó esa historia a João, él había estado asustado y pendiente de no encontrarse a la muerte por ahí porque no sabría cómo defenderse. Las dos niñas vieron que el viejo sólo intentaba ser simpático en medio de su tufo, João tomó como una humillación el epílogo de la historia, se largó enfurecido, gritando que era un imbécil por estar apegado a un viejo borracho que lo único que sabía hacer era timar a la gente con sus manos y su voz.   

João no volvió a pasar por la esquina de la iglesia sino cuando estaba haciendo las diligencias para entrar a la universidad. Iba acompañado por su novia, llevaban mal un buen tiempo y pensaba que ver de nuevo al viejo sería una oportunidad para tomar aire en su relación y su vida. Encontró, sin embargo, el pequeño muro desolado. Pensó todo el camino de vuelta en la voz de su viejo amigo, en el tufo y los acordes improvisados en el sucio acordeón. Cuando llegaron a casa, João y su novia intentaron darle un soplo de vida a su desahuciada relación, sin besarse casi se desvistieron e hicieron el amor. João fue precoz y poco le importó, se lanzó contra la almohada, boca arriba, sin dejar de pensar en que el viejo ya debía estar muerto.

- Ese amigo tuyo, el que me ibas a presentar hoy.
-¿Si?
- ¿Realmente tocaba canciones de Queen en acordeón?
- Si.
- ¿En verdad era ciego y cojo?
- Ciego. Y le faltaba una pierna. Media pierna.
- Seguro él si hacía el amor como los dioses.

domingo, 11 de septiembre de 2011 Leave a comment

Fuera de foco





Foto: Al fuji
Por: Daniel








Fuera de foco
Por: Juan




Distancia: a doscientos metros no podemos saber si una mujer es bella.
A unos centímetros todas son iguales.

— Julio Ramón Ribeyro

—¡Espérenme, malparidos! —gritó el caracol.

A ninguno le gustaba acompañarlo porque, como es evidente, era demasiado lento. Quien más se quejaba era el ciempiés, que se jactaba de mover maniáticamente sus incontables patas. Pero tampoco eran tan rápidos, solo que al lado de un caracol cualquiera vuela. La hormiga, por ejemplo, tenía la ventaja de nunca detenerse; la mosca, en cambio, se había acostumbrado a planear, a dar muchas vueltas en el aire mientras esperaba que el resto del grupo la alcanzara, pero hacerlo con el caracol le resultaba insufrible. Los cerditos de tierra solo tenían que enrollarse y girar. La araña se encargaba de mover al grupo entero, incluso intentando tenerle paciencia al caracol, inútilmente. Al caracol lo dejaban solo a menudo porque hasta su dicción era lenta; a veces le tardaba segundos o incluso minutos articular una sola frase. Cuando gritaba al rezagarse en la marcha, sus maldiciones por lo general se expandían cada vez con más pereza, agravándose en el espacio, como un tren en marcha.

Era inusual hallar grupos de diferentes especies de insectos, y por lo general estos solamente eran vistos cuando había cadáveres que desmembrar, o cuando se dejaba basura o comida al aire libre. Cada especie tenía un interés específico en estos encuentros, salvo el caracol, que no tenía nada que ver en ellos y sin embargo llegaba casi por accidente, pues los ojos no le servían para detallar bien las distancias y se aproximaba buscando compañía. Cuando la comida era suficiente, los grupos partían, y dejaban todo ahí. El caracol intentaba seguirles el rastro pero inevitablemente se quedaba atrás.

Por eso era habitual encontrarlo solo. De hecho ese era el motivo principal por el cual era más probable encontrar grupos de insectos juntos y a los caracoles casi siempre solitarios. Cuando mucho estos andaban con sus iguales, pero tampoco era tan frecuente. Paradójicamente, la lentitud era insoportable entre los de su misma especie. Es de conocimiento popular que cuando dos caracoles se cruzan, suelen retarse a una carrera para ver cuál es más rápido. Las carreras duran horas, la meta suele concertarse a decenas de metros, o a veces incluso centenas, y es muy probable que en medio de la carrera a alguno de los dos participantes se lo devore un predador. Por eso, la única forma de determinar el ganador es observando si aún están en competencia (si hay un solo caracol y dos estelas de moco, por ejemplo). En las únicas oportunidades en que la carrera puede terminar en menos tiempo es cuando se viene un aguacero encima y la fricción del piso se reduce; en esos momentos, los caracoles se sienten capaces de todo; su velocidad se duplica o a veces incluso triplica. Una sola vez el más rápido de los caracoles llegó a superar a una pequeña cucaracha a la que le faltaban tres patas. Mientras se burlaba de la pobre coja, un pequeño niño que había salido al patio de su casa aplastó a la cucaracha y levantó y se llevó a su contrincante, del que solo quedó la leyenda. El niño sufrió un resfriado el resto de esa semana y a la siguiente tuvo un collar hecho a base de corazas de caracol que había recolectado en el jardín.

Volviendo a nuestro caracol, un día amaneció con un rasgo particularmente atractivo que había logrado acercar a varios grupos de otros insectos. Como cualquier otro caracol, generaba grandes cantidades de babaza que le facilitaba moverse, lo especial, y lo que nadie nunca pudo registrar ni estudiar, era que la sustancia sobre la que se trasladaba su cuerpo era dulce, y parecía más un almíbar que el tradicional moco tan recordado de los caracoles. No obstante, la felicidad no le duró mucho, pues poco después cayó a manos de un adolescente que apenas aprendía los efectos de la sal sobre las babosas, y le emocionaba ver cómo se deshacían vivas. Un imbécil que se divertía quemando hormigas y desplumando palomas.

El origen del jarabe que dejaba tras de sí siempre fue misterioso, y le tomó poco tiempo darse a conocer en el universo invertebrado, no tanto porque fuera fenomenal y fabricara algo único y eso le trajera fama, sino porque sus rastros de camino tardaban muchísimo en secarse y atraían toda clase de bichos. Las más interesadas eran las abejas y las hormigas, que se acercaban con ansias de aprovecharse del extensísimo espectro de nuestro protagonista, pues hacían fila detrás suyo para ayudarlo a llegar adonde quisiera, siempre y cuando dejara una capa especialmente gruesa de baba. A pesar de eso, no pasaba de ser un caracol promedio, lento y aburridor, que dedicaba su vida a comer y a reproducirse. Más de una vez corrió peligro de ser sofocado por montones de avispas que se abalanzaban violentamente sobre él para extraerle el líquido que creían sagrado. El líquido era especialmente dulce, y además estaba tan lleno de nutrientes que cientos podían alimentarse con el trayecto de una sola hora.

Las filas de insectos que lo seguían cuando realizaba sus largos recorridos para atravesar jardines convertían su camino en un extenso hilo multicolor que iba detrás del empalagoso rastro del caracol. Era un líder en el sentido más literal y puramente material de la palabra; los demás insectos lo seguían porque les proveía comida sin necesidad de moverse, y además era una fuente ilimitada. La imagen era lo más cercano que se habría podido ver al comportamiento de las polillas que se acercan a las lámparas de noche. Pero ningún humano lo vio. Una vez, con el único interés de probar hasta qué punto los insectos lo seguirían, y con un ligero delirio monárquico, el caracol se propuso cruzar una calle vacía en pleno día (era una calle de poco tráfico; se había hecho arrogante, pero no era suicida).

Después de andar toda una mañana, se acercó a una acera, mientras una legión de miles de insectos se mantenía grotescamente pegada detrás, metros y metros hacia el interior de un pequeño parque que había cruzado la noche anterior. Su estrategia había sido muy bien premeditada, pues se encargó de darle una vuelta entera al parque para poder hacerse con la mayor cantidad posible de seguidores. Luego llegó al borde de la calle y con una determinación inquebrantable empezó a reptar por el asfalto. La masacre no pudo ser registrada en ningún libro, pero las cifras de los caídos lo excedieron todo. Los pocos que pudieron escapar fueron engullidos minutos después por hordas de pájaros que cayeron a comerse todo lo que encontraron. El caracol logró refugiarse en una pequeña alcantarilla al otro extremo de la calle.

Días después, recorriendo una hilera de bichos que se extendía varias decenas de metros, el verdugo de nuestro protagonista pisoteó a todos los que chupaban con calma el néctar baboso. Sacó un salero del bolsillo, una lupa, se agachó, y observando a través del vidrio grueso, se puso a echar sal con mucha alegría sobre el caracol.

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