Foto: Santa salida
por: Daniel
Tres luces y una llama
por: Juan
Mi familia va a la iglesia todos los domingos, sin falta, a las doce y a las siete. Siempre son muy generosos con las limosnas, y tienen una relación muy próxima, inusual, con el párroco, un hombre rechoncho de mirada perspicaz y falsamente ingenua. Tiene una voz y unos gestos hipnóticos; nadie es capaz de interrumpirlo cuando habla, y hasta los animales se organizan y se detienen frente a él, como haciendo las veces de escucharlo. Un encanto tan llamativo e inevitable que le sirve para hacer creer a los asistentes que de verdad son más felices y que en serio irán al cielo. O tal vez sí y lo que vi son solo pruebas para llegar hasta allá. Por esos días el padre Manuel me daba la impresión de ser inmortal, de ser un verdadero siervo de Dios o de haber hecho un pacto con el diablo que lo mantenía intacto, evangelizador y amoroso. Era famoso en el pueblo porque sostenía buenas relaciones, y los fondos que conseguía los disponía para el templo. Sin embargo, nadie tenía muy claro cuánto tiempo llevaba a cargo; los más viejos del pueblo no lograban recordar bien quién lo había precedido y bajo qué circunstancias había llegado. Había una creencia general que suponía que don Manuel se mantenía joven porque no le hacía daño a nadie.
Mi familia es muy devota y es muy normal que a los niños los pongan en el seminario de la parroquia para que se vuelvan curas; soy el último de mi generación y todas mis hermanas (tengo tres) son monjas. Mi papá tuvo un accidente cuando era adolescente y se salvó de la muerte gracias a Dios y en ofrenda a su poder nos puso a todos a servirle a Él porque pensó que era la mejor forma de agradecer. El padre Manuel lo educó y lo tuvo cerca toda su vida desde el accidente, y hasta le recomendó que se casara con mi mamá, aun antes de conocerla, como si supiera que estaban destinados, o forzando el azar. Años después mi mamá murió de cáncer y mi papá no se recuperó y se refugió en la parroquia y en el amor de Dios; nosotros estábamos pequeños y no entendíamos bien lo que pasaba. Cuando empecé a ir al internado me acostumbré rápido sobre todo porque tenía el apoyo del padre Manuel, y porque me había convertido en su consentido. Así también fue con mis hermanos hasta que desaparecieron y nadie excepto yo supo de su paradero.
Yo era un aventajado en todas las materias, sobre todo en aritmética y gramática, y mi memoria prodigiosa me hizo destacar pronto en religión. Por eso el padre Manuel me tuvo tanto cariño tan temprano; me preparó para monaguillo, y cuando mi papá se enteró se puso tan feliz que me envió tiempo completo, a vivir en el seminario. Supongo que creyó que yo sería el sucesor del padre Manuel, aunque nunca supo, porque la muerte no me dejó contarle, que eso sería imposible. Por esa época desaparecía gente en el pueblo, pero era muy difícil definir por qué; solo era posible lamentarse y acudir al padre Manuel en busca de consuelo. A menudo su única respuesta era “absténganse de pecar, hermanos míos”.
El padre hacía caminatas nocturnas por el convento antes de dormir para revisar que nadie estuviera fuera de los cuartos, y para encargarse de vigilar que todos rezáramos antes de dormir. Empezaba por la puerta exterior, que él mismo cerraba, caminaba hasta la plaza central, prendiendo las lámparas de gasolina, y revisaba que funcionaran. Luego pasaba rápidamente por la parroquia y sellaba las puertas con un madero grande. Era un recorrido que le tomaba media hora y que todos conocían de oídas, excepto yo, que un día lo seguí. Tras salir de la parroquia subía a las habitaciones y se despedía cuando sabía que habíamos terminado nuestras oraciones; después de las buenas noches solía decir que se dirigía a dormir, y subía al tercer piso, donde solo quedaba su habitación y dos cuartos más que nadie conocía, porque siempre permanecían cerrados.
Una noche lo escuché murmurando justo al cerrar la puerta de mi habitación, y me pareció que no se movió. Asumí en ese momento que él creía que yo estaba dormido. Me acerqué a la puerta pero no entendí lo que decía; noté que eran rezos, repeticiones de una frase similar con una voz uniforme, como a una canción para calmarse. Esperé a que se alejaran un poco sus pasos y salí detrás, tratando de ocultarme en la oscuridad. Lo vi caminar hacia los depósitos en los que supuestamente estaba la despensa (siempre nos prohibieron acercarnos, y cuando pedíamos explicaciones el padre Manuel evadía las preguntas), abrir una puerta, y bajar por las escaleras de piedra. No había nubes esa noche, y recuerdo que había mucho viento; podían escucharse los murmullos más lejanos traídos por la brisa. Le seguí y noté que la puerta seguía abierta; intenté, a tientas, vigilar que no hubiera nadie cerca (especialmente el padre), y bajé.
Un gran portón de madera oscura se cerró detrás mío sin hacer ruido. No podía ver ni oír y de repente empecé a caminar hacia delante como llevado por un guía, sin entender qué hacía. El pasillo se extendía más allá de lo visible y solo alcanzaba a distinguir una luz muy débil al final del recorrido. Caminé intentando no tropezar en el empedrado húmedo y helado. Cuando me arrepentí y traté de volver, la puerta no me dejó. En lo que me pareció fue media hora llegué a distinguir una lámpara de gasolina colgada en la pared justo enfrente. El camino se dividía en dos pasillos que se perdían en la oscuridad a cada lado. Cargué la lámpara con algún esfuerzo y tomé la derecha; la luz se perdía apenas a unos metros de distancia.
Me detuve porque oí el eco de unas voces sobre las piedras. Desaceleré hasta no escuchar mis pasos, y noté que brillaban unos resplandores azulados de cada lado del corredor, como escalonados; lo primero que pensé fue en las estaciones del viacrucis que estaba aprendiendo por esos días. El miedo me sobrecogió apenas en ese momento en que entendí que no estaba solo y que lo que estaba por ver sería fatal. Escuché una música que venía de una de las primeras cámaras (había visto de lejos que eran habitaciones privadas, enormes). Me acerqué a la izquierda y escuché el rasguño de una guitarra que sonaba en el rincón, mientras una voz oxidada cantaba como para sí con un aura espectral.
Me paralicé y me tomó unos minutos continuar sin mirar el resto de cámaras. Lograr reponerme luego de ver a uno de mis hermanos en esas mazmorras fue insoportable, y aún hoy sigo tratando de entender lo que vi. Caminé de nuevo, tambaleándome, mareado por la falta de aire (el humo de las llamas azules me ahogaba). Pasé por dos cámaras más antes de querer regresar, en una vi una comparsa de bufones cantando en coro, saltando alrededor de una mujer esquelética, arrodillada, con grilletes en los tobillos y un plato con agua a sus pies. Parecía llorar. Los bufones cantaban y le tiraban comida podrida y tripas de rata, que le pateaban de las manos cuando la mujer, famélica, se las acercaba a la boca. Busqué la siguiente cámara y no vi nada salvo un hombre enterrado en el suelo, con medio torso expuesto y una mujer con una aguja hirviendo punzándole ligeramente los ojos. El espectro cantaba con la ternura de una mamá compasiva, y el hombre no gritaba. Me sorprendió no oír quejidos, todos aceptaban su tortura con resignación.
Quise regresar, así que volví a la primera cámara. La misma voz sonaba, ya sin la guitarra, con un llanto ahogado, cantando con un murmullo opacado por el eco que se colaba por los muros, haciendo un silbido turbio que acompañaba el canto. Alcancé a escuchar más versos desahuciados, dirigidos a un hombre encadenado en un rincón, desnudo contra la pared, a punto de caer inconsciente a los pies de una sombra, un espectro, que llegaba hasta el techo de la mazmorra diminuta y que le hacía cortes en la entrepierna, puñaladas ligeras con un ritmo absurdo. Nadie se dio cuenta de mi presencia. Seguí de largo y llegué al punto en el que los tres caminos se encuentran y decidí ir hacia la izquierda antes de pensar en salir. No encontré nada, solo un gran espacio vacío, donde el suelo hierve y la luz es amarillenta, en la que se quema un azufre constante y se oye un graznido macabro y ensordecedor que nunca se detiene.
Y aquí sigo, esperando a que el padre Manuel venga por mí en algún momento y me salve, como salvó de sus pecados a todos los desaparecidos del pueblo.