Réquiem



Foto: Saudade
Por: Juan




Réquiem
Por: Daniel


Unas semanas atrás estaba soñando con que caminaba por un callejón oscuro. Ahí la vio, detrás de un florero. Su cara tenía el tinte de la luna y su pelo el de la noche recogido en cebollita. Ella, con sus ojos grandes, grises, brillantes como la esperanza en medio de la pesadilla lo miró en silencio hasta que llegó la presencia que lo ahorcó por la espalda, haciéndolo despertar. Esa mañana dibujó y repasó  en el techo la cara que había visto entre el humo y los charcos de su sueño. Pensaba que esa imagen,  ese agradable estremecimiento, era una respuesta del más allá a lo que él había estado rogando desde hacía tiempo: amor. Salió a buscarla entre la gente, desde ese día. Confiaba en que la reconocería por sus ojos grisáceos, le diría cualquier cosa y a partir de ahí todo estaría detonado.

Ante la frustración reiterada concedida por la realidad, el pobre soñador se obligó a no olvidar a la niña detrás del florero. La dibujaba a pesar de sus limitadas habilidades en horas laborales y se esforzaba por hacer que apareciera ante sus ojos cada vez que los cerraba. Intentó bautizarla para poder llamarla entre sueños, Martina, Sara, Guadalupe, sólo pensaba, quería, se convencía de que debían ser nombres que le parecieran poéticos y le agradaran. Nombres que hicieran fluir en su imaginación la escena en la que él la llamaba y ella se volvía con naturalidad a responder. Luego de repasar y repasar ese llamado onírico con obsesión sin obtener una imagen satisfactoria, optó por cambiar la escena. Ella le estaría dando la espalda, él se acercaría sin que ella se diera cuenta y le diría “Hola, Sombra”. Ella se giraría regalándole una gran sonrisa, a eso le seguiría una mirada donde los dos se comerían con los ojos hasta que llegara ese primer beso.

Una noche, se vio a sí mismo abriendo la puerta de un viejo edificio de ladrillo. Subió lentamente las escaleras, para no hacer ruido, no despertar a nadie, no hacerse notar, siempre atento y alerta, sintiendo cada pálpito como un latigazo ardiente. Llegó al cuarto piso, entre las cinco puertas que se abrían como un abanico escogió la del medio. Estaba seguro de que la hallaría esa noche y en ese lugar habría un gran indicio. La puerta crujió un poco cuando la empujó, dejó un pañuelo en el seguro para que no sonara al cerrar, dejó sus zapatos a la entrada, y se deslizó sobre el piso de mármol hasta llegar al lugar de las habitaciones. De debajo de una puerta salía un aire frío, estampó su oreja contra la madera fría y la fue abriendo lentamente cuando escuchó el sonido de unos pies que se acomodaban. Ahí estaba ella, recostada contra el marco de la ventana, junto a un florero, sosteniendo un cigarrillo, con el cuello medio descubierto, con el pelo recogido, los hombros destapados y las piernas cruzadas, envueltas en un ceñido pantalón negro. Era realmente hermosa. Él lo sintió, como cosquillas, como vacío, como que nunca quería irse de ahí, y entonces se acercó. “Hola, Sombra…” dijo sonriendo, ella se retiró un poco de la ventana y se arregló una media antes de girarse, impávida y silenciosa. Él intentó dar un paso más para quedar frente a ella, pero sus piernas se hicieron pesadas y no respondieron a su deseo. “Hola”, repitió con una sonrisa nerviosa, ansioso por escucharla y por tener esa conversación en que ambos se declararían un amor de ensueño. Pero ella miró a la ventana, lo miró a él, probó su cigarrillo antes de botarlo al piso, “¿Por qué sueñas en blanco y negro?” dijo soltando el humo y precipitándose por el vacío hacia un callejón inundado por un humo extraño. Ya se había despertado para cuando sonó algo como un cuerpo cayendo sobre un charco.

No entendía cómo era rechazado hasta en su propio sueño. Esa señal divina se había convertido en otra tortura, otro cuestionamiento que amedrentaba su confianza y lo obligaba a pasar más rato teorizando sobre como sobreponerse a los golpes que le daba la vida y ahora los sueños.
Una tarde en que volvía a su casa bajo la lluvia pensó en que debía encontrar un estado de equilibrio en donde tuviera plena conciencia de sus acciones pero tuviera la posibilidad de viajar entre mundos. Desvió su camino unas cuadras y pasó a visitar a un conocido con el que había compartido algunos desmanes de su primera adolescencia, un buen surtido de confianza era lo que necesitaba.

Dejó la ropa mojada tirada en la cocina junto con los zapatos. Cerró la ventana de su habitación para evitar un eventual ataque del viento helado, se puso ropa cómoda y seca, una pinta con la que se sentía atlético y galante y se sentó sobre su silla en forma de concha reposando los pies sobre el edredón azul de su cama. Posó la pequeña laminilla sobre su lengua y esperó a que su sombra apareciera. Sintió que estaba viviendo largas dosis de una eternidad insufrible, decidió pararse y dar vueltas por la habitación mientras ella daba señales de su presencia. Acabó con el agua que había dejado servida sobre el escritorio, repasó el título de algunos de los libros que tenía en la repisa hasta que se plantó a fumar junto a la ventana. Iba por el tercer cigarro cuando se abrió la puerta, era ella que llegaba empapada, abrazada a un paquete. “Hola” dijo ella sonriendo, “¿Por qué te demoraste tanto en llegar?” replicó él luego de una larga bocanada de humo, “pasé a comprarte esto” le dijo extendiéndole el paquete con su mano empapada. Él lanzó la colilla aún encendida por la ventana, abrió el paquete, sacó un pequeño robot con las manos en forma de tenaza y lo puso a andar por el piso. Cuando levantó la mirada se vio a si mismo tendido en la silla, temblando, babeando, blanqueando los ojos. Afuera, sonó como si algo ardiendo hubiera caído en agua, fue entonces que se dio cuenta de que ella ya no estaba. Corrió sobre el piso de mármol atravesando la casa, bajó las escaleras, ya era de noche y no había nadie por la calle. La vio confundirse con los ladrillos entre un poco de niebla, cuando creyó adivinar por donde iba se estrelló contra una pared, volvió sobre sus pasos, desesperado, pero no encontró el paisaje oscuro y gris que había dejado atrás. El humo se hacía cada vez más denso, impidiéndole ver y caminar con acierto. Por miedo a volverse a estrellar, a tropezar, a caer, se sentó junto a un poste de luz, sobre el andén, esperando a que clareara. Un pequeño rayo de luz se abrió camino entre el aire denso e iluminó la silueta de Sombra estampada a pocos metros de sus pies. Con lo poco que le quedaba de aire intentó incorporarse, pero sus piernas lo abandonaron para siempre. Ni siquiera se movieron cuando el perro de un vecino, que había entrado por la puerta de la casa, le mordió con fuerza los pies luego de haberle lanzado encima a un pequeño robot de juguete que tenía las manos como tenazas.

domingo, 23 de octubre de 2011 Leave a comment

El trato



Foto: Sí, buenas...
Por: Daniel




El trato
Por: Juan 

Eusebio era un viejo resabiado al que ya nadie se tomaba en serio, a pesar de ser el más rico del pueblo, o quizá justamente por eso. Divagaba por las calzadas empedradas todos los días sin encontrar en qué malgastar su tiempo; a los 83, con el hígado enfermo y los riñones de un adolescente, pasaba mañanas y tardes con una botella de aguardiente y un ramo de voladores en las manos, intentando llamar la atención. Siempre tuvo una sonrisa socarrona y coqueta, incluso en su lecho de muerte, cuando haciéndose el desmayado le tocó las nalgas a la enfermera que intentaba revisarlo. A los pocos minutos murió de un infarto. Trabajó toda la vida como capataz de la finca de una familia de la capital, que al ver la dedicación con la que cuidaba las tierras, decidió venderle, a un precio bajísimo, la mayoría de terrenos que tenía en los alrededores del pueblo. Trabajó quince años para pagarlos, y quedó con el suficiente tiempo para disfrutarlos y ejercer poder e influencias en el pueblo, mágicamente.

Nadie se lo tomaba en serio porque, con todo y el poder e irreverencia evidentes que ostentaba, contaba con siete ex esposas y más de veinte hijos, todos viviendo fuera del pueblo por orden suya. Era un palabrero al que nadie podía refutarle nada. Era insensible pero era capaz de simular todo lo que en él no brotaba espontáneamente. Nunca se preocupó por sus hijos, pero intentó siempre tenerlos contentos (eso le obligaba a mandarles dinero cada tanto tiempo). Para ser campesino ganaba bien, pues desarrollaba las tareas de cuatro hombres; esa capacidad sobrehumana era también la responsable de su excesiva descendencia. Fue un apostador ocasional que se ganó un renombre relámpago en los pueblos aledaños por una puntería demoníaca. Jugaba tejo. Apostando logró ganar el suficiente dinero para mantener alejados a sus ex parejas de turno y a sus hijos (bajo sus órdenes, por pagar la comida de los niños, todos llevaban el nombre de Eusebio o Eusebia). Vivió solo casi toda su vida.

No le importaba nadie. Cualquiera capaz de perturbar la armonía del pueblo lo tenía sin cuidado, y se pavoneaba de casa en casa, preguntando por la vida de los patriarcas familiares del pueblo, o por las nietas o hijas mejor dotadas. No se guardaba nada. Una vez llegó a la oficina del alcalde y al salir, cuando ya no podía oírlos, la esposa del gobernador le pidió el divorcio y la mitad de todas sus pertenencias. Al parecer todavía están en pleito porque el hombre busca calmarla sin irse a la quiebra.

—La estuvieron buscando esta mañana en el ordeño, mija. —saludó Eusebio, jugueteando con el bastón, parándose en el marco de la puerta.
—Pero si yo no ordeño, don Eusebio. —respondió inocentemente la mujer del alcalde.
—Cómo, pero si usted da para harta leche. —dijo, riéndose con fuerza, ahogado por una tos húmeda, de fumador.

El alcalde carraspeó y la oficina se llenó de un silencio tenso que permaneció toda la estadía, incluso a pesar de los chistes que hacían constantemente Eusebio y el gobernador. Todo el mundo sabía que la vieja parecía un rollo mal envuelto, pero nadie, ni siquiera su esposo, era capaz de hacérselo saber porque tenía una fama terrible. Se cuenta que una vez le echó encima a la doméstica el aceite de freír por distraerse y dañar la comida dos noches seguidas. La pobre campesina trabaja hoy en una panadería en la plaza central del pueblo, y tiene que usar guantes para esconder las cicatrices de las manos. No fue capaz de volver a intimar con un hombre porque teme parecer un monstruo.

Todos los asuntos del pueblo, públicos u oscuros, pasaban por Eusebio; él se encargaba de dar un visto bueno a todas las políticas, a todos los negocios, como un ojo omnipresente, así cada cuatro años vinieran nuevos servidores. Los únicos que estaban obligados a hacerle caso eran los que tomaban decisiones sobre el pueblo; todos los demás, que lo conocían por lo menos de nombre, creían que era un viejo avaro y delirante, amable y siempre burlón, sostenedor de una mueca hipnótica. Cuando caminaba por la calle durante el día, cargaba siempre alguna botella de licor, siempre chupando de la boca sorbos como si intentara ahogarse. Rara vez se le veía borracho. Su juventud de apuestas lo había entrenado, y vociferaba que ese era el precio que pagaba en la vejez por ser lo que era. El viejo le coqueteaba a todas las mujeres jóvenes que encontrara, distraídas o no. Más de una vez se ganó una buena tunda de algún desaparecido indignado. Por eso a los 83 todavía tenía hijos apenas tocando la adolescencia y algunos bisnietos. Era impotente desde los 75 pero eso no le impedía seguir conquistando a cualquier mujer. Convencía con la palabra únicamente; jamás dio regalos a nadie, salvo porque fuera absolutamente necesario.

El único rumor que había sobre Eusebio era que había hecho un pacto con el diablo y que por eso había logrado embarazar a tantas mujeres, mantenerlas, y además dedicarse a no hacer absolutamente nada. Que cuando niño se cayó a un pozo y para poder salir, porque nadie oía sus gritos, tuvo que cederle un pedazo del alma (no toda) al maligno y que este como recordatorio le arrancó una falange. Nunca se pudo confirmar porque le faltaba más de una, y porque nadie sabía tampoco si se trataba de una falange del pie o de la mano. Parte de la leyenda también decía que tenía que reencontrarse con el demonio hacia la mitad de su vida, para actualizar el trato, y decidir si su elección de joven se sostenía. Nadie quiso nunca averiguar si era verdad. Tampoco se quiso pensar en las posibilidades de una negativa al trato. Lo único que le daba la razón al rumor, a medias, eran los sugerentes chistes que hacía sobre la palabra, sobre las maldiciones que la gente suele lanzar cuando está de malas. Recomendaba silencio si no se estaba dispuesto a asumir lo que uno pedía, luego reía, ahogado y tosiendo, hasta callar. Muchos pensaron, también, que esa risa ahogada, esa carcajada enfermiza, era otro de los recordatorios que el trato le había dejado, porque nunca se le vio fumar.

Leave a comment

« Entradas antiguas Entradas más recientes »

Pelotón

Todo material presentado en este blog, textual o fotográfico, pertenece a Postales de Guerra. Con la tecnología de Blogger.