¿Sube o baja?


Foto: Empujando el tiempo
por: Paola



¿Sube o baja?
por: Daniel



- ¿Va subiendo o bajando el coche?
- ¿Para qué subiría un coche por unas escaleras así?
- Para llegar a la luna… yo qué sé, para mí lo está subiendo.
- Para mí, va bajando. Además, vámonos por lo fácil.
- Bueno, a ver, va bajando, llega al piso, ¿y luego qué?
- Agh, esas ganas tuyas de complicarlo siempre todo, por eso el puto jefe nos odia.
- Eso no va a cambiar baje o suba. ¿Llega al piso y qué?
- El puto jefe y su puto hijo. El chino llega al piso con el coche, se encuentra con el papá y ¡zaz! Un tsunami. Y todos los hijos de jefe al carajo.
- ¿Sabes? Más bien ve y le dices “jefe, para mañana no va a estar el descriptivo, usted sabe, es una campaña complicada, exigente, no queremos entregarle una chambonada sólo por entregarle algo rápido, denos el fin de semana para pensar…”
- ¡Nah! Mejor ve tú y le dices “jefe, no sea tan puto, sea profesionalsito, deje de pensar que puede sacar campañas tomándole fotos a sus hijitos en vacaciones, deje de restregarnos sus vacaciones, su sueldo y la calidad de su puta cámara nueva que ni siquiera sabe cómo manejar.”

-¡Señores!
-¡Jefe!
-Jefe…
- Salgo ya a reunirme con el cliente. Necesito el dossier a más tardar mañana a las ocho de la mañana.
-¿Con presupuestos, jefe?
- ¿Y entonces…?
- Pues, es que ahí se nos van por lo menos tres horas, y yo tengo que salir temprano, le pedí permiso desde el lunes…
- Cuando acabe esa mierda puede salir a la hora que quiera.
-¿Y Johanna no puede ir haciendo presupuestos?
-Johanna se fue al medio día, yo le di permiso. Mañana. Ocho aeme.

- ¿Viste la carita del puto cuando le preguntaste por los presupuestos?
- …
- Puto. Lo odio.
- Y eso que él te prefiere a ti que a mí.
- Maldito alientoeripio.
- Ya, Gabriel, salgamos de esto.
- Alopecia dentada
-Gabriel…
- Papanatas papá puto.
-Te va a escuchar…
- Oye, ¿y para dónde vas esta tarde o qué?
- … a comer postre…
-¿Vas a salir con la dentista al fin?
- Sí, con la odontóloga.
-¿Y eso, cuándo hablaron?
- Ayer me llamó, que no puede vivir sin mí, que quiere que le dé un hijo, que va a dejar al esposo por estar conmigo
- Pff, ¿Tiene esposo?
-No.
-Pendejo.
-…
- ¿Le vas a preguntar que por qué estudió odontología?
- Hoy no, a lo mejor la próxima.
- Yo sé que tú no te aguantas las ganas.
- Si, me toca. Eso fijo la espanta. Más bien le digo, “oye, qué dientes tan blancos tienes, ¿Es para comerme mejor?”
- Tan pendejo.
-Bueno, acabemos esta porquería a ver si nos vemos con la belleza de una vez.
- Oye, ¿y no tiene amigas?
- No sé. Pero si quieres le digo que te saque una paciente…
- Te tengo un plan buenísimo. Lo mejor para la noche del viernes. ¿Qué te parece si me largo y te toca a ti acabar esta mierda sólo y nunca te ves con la doctora muelitas?
- ¿Y a dónde te irías? ¿A limpiarte las babas?
- No. Yo qué sé. A jalarle los pies al jefe y a pegarle un chicle en el pelo al hijo. A ver si dejan las pendejadas.
-Entonces…

CAMPAÑA PARA AFICHES Y VALLAS
En medio de dos paredes color zapote hay unas largas escaleras. Por las escaleras va un niño que tiene en sus manos un coche de bebé.
Texto arriba: ¿El niño sube o baja?
Texto abajo: Tú ves lo que quieras.

CAMPAÑA PARA TELEVISIÓN
En un suntuoso dormitorio descansa una pareja. Se ve que son adinerados y que conservan estrictos valores morales  (puede haber un crucifijo sobre la cabecera o una repisa adornada con estatuillas religiosas). De repente se levantan los dos, con la vista al frente, gritando. Ella tiene mascarilla, rulos y pijama manga larga; él está perfectamente peinado de lado, tiene pijama de seda con pequeños botones brillantes.

AMBOS
¡No!
ELLA
¿Qué pasó?
ÉL
¡Tuve una pesadilla!
ELLA
¡Yo también!
ÉL
Soñé que Marito bajaba unas escaleras con el coche de Adrianita y cuando yo llegaba a abrazarlo sacaba de ahí dos pistolas y me fritaba a tiros…
ELLA
Yo soñé que Marito bajaba unas escaleras con el coche de Adrianita y ella tenía su ropita de bebé pero me miraba y me decía que quería ser dentista y que tenía un novio izquierdoso…
AMBOS
¡No puede ser!


Los dos padres se levantan, calzan sus pantuflas y caminan codo a codo hasta la puerta. Igual, codo a codo, pasan por el pasillo oscuro, repleto de cuadros barrocos o adornos con arabescos. Abren un poco la puerta del cuarto de Adriana, de tres años, es un cuarto lleno de peluches y repisas con cajitas, con un tocador lleno de cajones y un gran espejo. Al pie de la puerta,  un muñeco como Chucky gira la cabeza hacia ellos, la cámara se aleja un poco y se ve a Chucky, resignado y sin piernas, sosteniendo un cuchillo en una mano y un cigarrillo de mentiras en la otra. En un contra plano, se ve a Adriana que duerme plácidamente, amarradas a la pata de la cama están las piernas de Chucky, a su lado, un vaquero y un astronauta, ambos  de juguete, juegan cartas. Los dos padres sonríen y cierran la puerta. Caminan nuevamente codo a codo hasta otra puerta, la abren igual que la anterior. En un cuarto lleno de afiches y una cama en forma de automóvil duerme Marito, de siete años. La cámara se acerca a la cabeza del niño, se sumerge en su mente y se ve a Marito en unas escaleras, entre dos paredes color zapote, subiendo el coche de Adrianita. Cuando llega a la cima, ve a lo lejos, en la costa, un tsunami. Por la sorpresa el coche se le resbala y se va escaleras abajo, él coge un triciclo y empieza a pedalear entre la gente, finalmente alcanza al coche en un puente levadizo, lo agarra con una mano mientras sujeta con la otra el manubrio del triciclo. Vuelan por los aires, en la mitad de las dos partes del puente, se ven a contraluz, atravesando el sol del atardecer que brilla detrás de ellos. Sale el texto, “tú ves lo que quieras”, fundido a negro, sobre el fondo negro aparece “El cine no mata”, luego, “las telenovelas depronto sí”. Se desvanecen las letras blancas, y aparece el logo del canal.
Fin.

martes, 11 de octubre de 2011 Leave a comment

Silvar



Foto: Tres parábolas
por: Juan








Silvar
por: Paola



Era el vigesimonoveno día de otoño, un hombre esperaba a una mujer en el único café de la calle Silvar.
La conocía hacía varios meses, los suficientes como para saber que le gustaba escuchar jazz mientras cocinaba, que siempre dormía desnuda y que le gustaba esconder limones debajo de la cama para alejar los malos espíritus de sus sueños.

El hombre miró su reloj, eran las tres y cincuenta y dos de la tarde, había quedado de encontrarse allí con ella a las tres y treinta. Pasó a mirar su bebida y dirigió enseguida su mirada la derecha, hacia la izquierda. Al no ver ningún rastro de su amante, reposó sus ojos sobre los grafitis pintados en los muros al otro lado de la calle, en frente del café. Los observaba uno por uno, pensó que seguro la ciudad había donado las paredes de la calle Silvar para el arte, o tal vez, los grafiteros habían decidido un día que las casas y los muros en frente del café serían más apreciables con colores múltiples, representaciones de lugares alejados e ideas revolucionarias.

De pronto se quedó mirando uno de los grafitis con perplejidad. Era un grafiti de una niña empapada por el agua de las fuentes en las que había estado jugando. Cualquiera al pasar por esa calle y mirar la pared, hubiera visto este grafiti y pensado que era una niña cualquiera, pero no para este hombre. La misma niña sonreía tranquilamente en las fotos dejadas a olvidar entre las páginas de los álbumes fotográficos que relataban la infancia de la propietaria de las fotos, de la mujer que le había prometido la noche anterior, no llegar tarde a la cita de las tres y treinta, en el café de la calle Silvar, el vigesimonoveno día de otoño. El hombre pensó en atravesar la calle y tocar la pared, solo para saber si lo que veía era real, y lo hubiera hecho si no fuera porque no quería que cuando la mujer llegara, lo viera en frente del café, acariciando las paredes de la calle. Se dijo entonces que el grafiti era más apreciable desde donde se encontraba sentado y así, cerró los ojos y se puso a reconstruir en su cabeza, con las historias que había escuchado y las fotos que había visto, el pasado o lo que conocía del pasado de Claudia.

Imaginó que la pequeña del grafiti se escapaba de las fuentes de agua y aún empapada se iba a recorrer las otras escenas de su vida. Entraba y salía de salas que aveces se encontraban vacías, y otras veces estaban llenas de recuerdos. A medida que andaba por los corredores y pasadizos de la pared, la niña se iba envejeciendo. A cada paso parecía crecer de un año y poco a poco el agua se secaba sobre su pelo manchándolo de un rojo vivo así como también se evaporaba de su piel volviéndola de un claro demás pálido, haciéndole subir una metamorfoseándola de niña en mujer.
Entre todo este resplandor de su memoria e imaginación, el hombre creyó ver que la mujer se despegaba de la pared, cruzaba la calle, se sentaba a su lado y le tomaba la mano. Sintió unos dedos entrelazarse con los suyos y un beso tibio en la mejilla, se sintió succionado de vuelta a la realidad, abrió los ojos y encontró a la mujer sonriendo a su lado, le sonrió de vuelta y la besó.
"¿Simón, vamos a mi apartamento?"le preguntó ella.
El hombre no tuvo que responder ni ella necesitaba respuesta, se miraron con complicidad, dejó lo suficiente para pagar su bebida y dejar propina, se levantaron, él le pasó la mano por el hombro y caminaron del café hasta el apartamento de la mujer. Claudia hablaba de cosas, algunas interesantes, otras no tan importantes. Simón la escuchaba. Al entrar al apartamento, muy rápidamente el vestido blanco, el pantalón café y todas las demás prendas quedaron alejadas de sus dueños y los dos cuerpos se abrazaron para convertirse en una masa de piel y gemidos que dio paso a una aceleración del tiempo, por lo cual en un instante la tarde tomó formas de noche y el sol estalló en millones de pequeños fragmentos que se esparcieron por el cielo negro de la ciudad.
Cuando se cansaron de entrelazarse, Claudia se puso a cocinar y Simón puso música. Comieron, se ducharon, vieron una película, hicieron el amor. Ella se disculpó por haber llegado tan tarde, él la besó y se durmieron.

En sus sueños esa noche, Simón vio a la mujer levantarse de la cama, ponerse su vestido y salir descalza a la calle. Quería seguirla, se puso un pantalón, cerró la puerta y le corrió detrás, la alcanzó una cuadra después. Le pasó el brazo por la cintura y caminaron once cuadras hasta el café, él le habló de cosas, ella lo escuchó. Al llegar al café, Simón se sentó en una silla y ella se sentó junto a él. Lo besó y le rozó las manos.
"No te resfríes" le dijo ella.
Se levantó, cruzó la calle y penetró el álbum de recuerdos que son las paredes de la calle Silvar.
Simón se levantó de la silla atravesó la calle y acarició el muro en el lugar en el que su amante se introdujo en el cemento segundos atrás. No había rastro de ella, solo había un grafiti de una niña delgada empapada de pies a cabeza que parecía mirar un horizonte impalpable. Simón retrocedió, se paró en la mitad de la calle, miró los grafitis, uno por uno, y se dijo que si Claudia se había vuelto recuerdo el solo podía convertirse en el álbum que contenía la recuerdo de Claudia. Simón se dejó derretir por el frío y se convirtió en la calle Silvar.

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Un espectro visible


Foto: Todo lo que toca la luz
Por: Daniel




Un espectro visible
Por: Juan


Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.

—Augusto Monterroso


—Se podía haber negado desde el principio. —respondió la mujer tranquilamente—. Pudo no venir.
—Pero es que, ¿cómo trazar el mapa de una ciudad que no existe? —susurró indignado, pasándose el muñón por la nuca.

Cuando la mujer se fue, la muleta del hombre se resbaló en el pequeño parche de barro que había estado evitando durante la conversación, y terminó cayendo sin consideraciones. Se levantó ayudándose con un tronco caído que había cerca. Mientras sostenía la muleta con su única mano, el brazo huérfano hacía lo posible por cambiarla de lugar. La barba gris le había quedado de un tono verdoso nauseabundo. Años después de perder la mano seguía sin acostumbrarse a las caídas, que siempre lo dejaban agitado y sin ganas de levantarse. Se caía porque la muleta era insostenible con el muñón y tenía que arreglárselas con la otra mano para hacer absolutamente todo. Se sentó en el tronco que le ayudó a levantarse, se irguió como pudo y empezó a trazar los límites imaginarios de la ciudad, según lograba recordar.

Le habían encargado dibujar el mapa de la ciudad que quedaba bajo el mirador, y el pedido era específicamente para que lo hiciera de la manera más arcaica posible (no en vano el cartógrafo era manco y contaba con más de nueve décadas cuando terminó). El plan, que el dibujante nunca conoció porque murió mientras intentaba firmar los últimos pliegos de papel, consistía en documentar una ciudad desaparecida para convertirla en producto de la ficción. El futuro de la urbe sería determinado por una serie de mecanógrafos encargados de crear párrafos y párrafos extensos sobre la creación de una ciudad, desde el abandono de un valle soleado, hasta la vida congestionada y negligente de una metrópoli eterna. Todo estaba calculado desde el principio, como una suerte de torpe construcción sintáctica de una ciudad, en la que hasta el menor detalle, la más insignificante de las lámparas de una calle, o un mercado azarosamente desorganizado, aparecería registrado en una cantidad insoportable de volúmenes dispuestos en una de las también ficticias bibliotecas de la ciudad.

— Necesitamos que dibuje un mapa de la ciudad.
El artista estaba sentado en una plaza tomándose una cerveza, y miraba con recelo a su interlocutor, que no parpadeaba.
            —¿Por qué yo? —dijo al fin.
   Su memoria.
   ¿Mi memoria?
   Sí.
   No sé.
   Le damos lo que pida.
   ¿Lo que sea? ¿Mujeres también?
   Sí.
   ¿Cualquier cosa?
   Sí. Solo no pregunte el porqué o para qué del mapa.
   No sé. No estoy acostumbrado a trabajar en eso. Además ya no estoy para ponerme a recorrer la ciudad.
   Nosotros nos encargamos de cualquier afección o eventualidad.
   No tienen nada que ofrecerme que me convenza. Nada.
   Tómese el tiempo que necesite —se giró, y se fue.

Cuando el viejo aceptó el trabajo era el famoso retratista de las familias más ricas de la ciudad, que además le pagaban con migajas; tenía 53 años. Pocos días después de la conversación volvió a sentarse en el parque con una cerveza en su única mano. El hombre reapareció, intercambió unas palabras con el artista y se alejó con rapidez. Le había dicho que saliera de la ciudad y que en dos semanas llegara a la montaña que tenía vista sobre la ciudad, que tenía fama de ser frecuentada por magos y ocultistas y que también había sido protagonista de una serie de asesinatos hacía unos años. Era el lugar perfecto para examinar la ciudad y para que nadie supiera lo que pasaba. También le dijo que no se emborrachara y que detallara todo lo que pudiera. Al anochecer de ese mismo día estaba en un coche saliendo para el pueblo más cercano. Aceptó el trabajo por curiosidad.

Al volver, a media mañana, caminó con dificultad hasta lo más alto de la montaña, sin mayores preocupaciones que la fatiga. Por un momento se desubicó, y se maravilló por el vacío que ocupaba el fantasma de la ciudad; quedó inmóvil y boquiabierto. Una mujer había estado observando la llegada del cartógrafo y esperaba que reaccionara. Carraspeó porque sabía que de lo contrario no la notaría.

—¿Y esto? —preguntó ahogado el viejo.
—Este es el punto inicial —dijo—; confiamos en que reconstruya al menos una parte de la ciudad. Del resto nos encargamos nosotros.
—Pero es imposible que lo recuerde todo.
—No se apure. Seguro que sí.

Pasó un buen rato antes de que el cartógrafo se repusiera de la caída (y de la inexistencia de su ciudad) y pensara en trabajar. Lo primero que hizo fue recordar las dimensiones geométricas, las escalas, las posibles proporciones del perímetro de la ciudad y las singulares y ausentes células externas que jamás existieron, haciendo de la ciudad un óvalo casi perfecto. Horas después trazó una serie de figuras en unos papeles sostenidos por el muñón contra el tronco en el que se había sentado. Había dominado el equilibrio sin muleta únicamente cuando necesitaba dibujar. Hizo todos los bocetos posibles para no tener que volver a esa montaña; el sol se ponía y aunque no era supersticioso y la ciudad ya no estaba, prefería bajar pronto. La ciudad como tal no era extensa, pero el ejercicio de recordarla oscilaba entre el absurdo y el ridículo; el cartógrafo temía que una imagen inventada se colara en la tarea que sabía ahora sería única y perpetua. Eventualmente se detenía para pintar nuevamente retratos que alguna vez habían sido destinados a jueces y mercaderes, para no enloquecer.

En el centro del valle donde dos semanas atrás había visto su ciudad por última vez, encontró un pozo y una pequeña cabaña con una cama, un escritorio y un depósito pequeño con comida, una estufa y todo lo necesario para vivir cómodamente. Se sentó en el escritorio y alternó una manzana rojísima con el lápiz con el que empezó a bocetar sus primeros recuerdos. Pronto cayó en cuenta de que era imposible hacer el mapa de una ciudad sin congelar su imagen primero, así que se fue a dormir y confió en cristalizarla al despertar. En pocos días clasificó e hizo sin errores todos los edificios; separó los de más de una planta de las casas familiares, y puso los monumentos y las iglesias bajo la misma categoría. La variedad no era mayor pero cada construcción tenía una serie de detalles que obligaban especial atención. La cantidad de pliegos que le llevó terminar con las edificaciones llenó la cabaña. Salió para tomar aire y ver el valle. Al volver ya no había nada.

Luego pasó a dibujar las calles y a asignarle a cada una los edificios que había visto antes. Eso le tomó varios meses. En lo que más se demoró fue en la alineación de las piedras de los caminos, en la aparente irregularidad con que habían sido diseñados para dar espacio a las carretas. Las calles lo estancaron años, aunque al fin logró darles un orden y entender que la disposición de las piedras, supuestamente azarosa, estaba cuidadosamente diseñada para hacer de la red de calles una perfecta espiral atravesada transversalmente por dos acueductos y un río que marcaba el centro de la ciudad, como un espejo. El pelo del cartógrafo palideció. También fue perdiendo la vista gradualmente. Los retratos que hacía estaban en una escala entre el amarillo y el azul, porque incluso los recuerdos se habían gastado y habían perdido la mayoría de matices. Dentro de la construcción de la ciudad mantuvo los animales sin hogar y las carretas; eran más fáciles de enumerar que la población que caminaba de día. Por eso la ciudad se leía desierta.

Se demoró cuarenta años en terminar. Logró representarlo casi todo en el papel; la que alguna vez fue ciudad se convirtió en rayas y puntos, y el vacío de los pliegos fue el equivalente de la luz y el agua que en algún momento inundaron las vías. Cuando acabó el último diagrama sobre el funcionamiento de las ventanas de la alcaldía, y explicitó con una equis y unas notas al margen el lugar en el que reposaban los restos del fundador de la ciudad, murió de fatiga. Nunca supo adónde fue a parar su trabajo. Murió antes de saber que sus pliegos estaban escondidos, siendo transcritos por un ejército de mecanógrafos que modelaban la imagen a la palabra. Murió antes de saber que sus planos y descripciones iban a funcionar como el arca de una cantidad indefinible de variables para la creación de nuevas ciudades; que lo que su memoria fabricó con o sin desvíos (eso solo lo supo él) sería el modelo con el que se daría vida a nuevas ciudades ocultas.


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