A veces



Foto: Desenfundar el corazón
Por: Juan Felipe








A veces
Por: Daniel




Estoy mirando al techo persiguiendo a una mosca con los ojos, cuando la miro pienso a veces que la puedo traer hacia mí con la mirada como hacen los magos y las personas con poderes, pero la mosca sigue y sigue volando y no llega a donde yo quiero y me toca igual pararme y a veces hasta brincar para darle el palmadazo que la deje muerta para que no se pare más en la comida de mi mamá que está fría porque no ha salido todavía, por eso estoy mirando al techo Muchas veces me toca esperar a que mi mamá salga a recreo del trabajo, eso me dice ella porque a veces cuando llego del colegio y quiero sacar mis lápices de colores o a veces cuando me da frío y me quiero poner un saco, o esconder algo que no quiero que Fabricia vea, entonces ella está ahí adentro trabajando y como a mí no me gusta que Fabricia y sus amigas vean las cosas que hago o que traigo porque empiezan a decirme cosas y a veces lo que dicen es bonito pero la mayoría se burlan porque así son ellas de desocupadas y yo creo que envidiosas de mis colores traídos del supermercado Fabricia es la otra señora que vive en la casa, a veces le ayuda a mi mamá con el aseo entonces mi mamá me puede acompañar a jugar con la pelota que me regaló de cumpleaños en el parque y a veces nos vamos a comer un helado en la droguería porque mi mamá siempre le gusta pasar por ahí y entonces yo me quedo afuera jugando con la pesa dañada que se traga las monedas de doscientos pero como yo no cargo monedas nunca le pongo, digo es que es una máquina que me lleva al año que cae cuando le salto encima, y como casi siempre cae en los mismos años entonces ya tengo amigos en esa época que estaban antes al frente de la droguería pero ya no Fabricia siempre me pregunta si me vi con mis amigos del pasado y yo le digo que a ella no le importa pero a veces parece que sí, lo que pasa es que ella cambia cuando está con sus amigas y ya no es gentil, cuando está sola con mi mamá yo la he visto que empiezan a hablar y ella llora o que mi mamá le ayuda a ponerse bonita yo no sé para qué señor y también a veces le pide prestado del labial rojo Cuando cargue con monedas voy a ir a la droguería a comprarle un labial a mi mamá porque a ella como que le gustan porque usa todo el tiempo y se la pasa echándose y a mí me da rabia a veces que Fabricia se lo quite y se lo robe, de pronto por eso mi mamá también llora de vez en cuando, yo no entiendo a ellas  cuando les da por llorar Voy a ver si me sobra una moneda de doscientos y la echo a la máquina a ver si puedo ir a otro tiempo A veces mi mamá me mira y yo le veo en la cara que está triste y entonces yo le pregunto que qué le pasa y ella me dice que tiene jaqueca que es como un dolor de cabeza pero más fuerte y yo no entiendo porque cuando a mi me duele algo se ve la sangre o el raspón o la astilla hay que sacarla pero ella me dice que le duele la cabeza y yo le veo la cabeza bien, eso sí le veo los ojos chiquitos y a veces como si llorara pero yo no entiendo A veces cuando no le da jaqueca me lleva a la misa pero ella va toda tapada y nos hacemos en la puerta porque no le gusta que la vean y la miren y encontrarse con la gente y entonces llegamos tarde y nos vamos rápido y luego llegamos y nos sentamos con Fabricia y eso sí mi mamá me dice que quiere pasar tiempo conmigo pero entonces lo que hacemos es prender el televisor y ver los programas de concursos donde le hacen preguntas a la gente y mi mamá me pregunta siempre la pregunta otra vez y espera que yo me aprenda las respuestas y me sé un montón de cosas pero de personas que no han venido a la casa y no he visto, también le da por sentarse a leer conmigo pero eso es que ella se sienta al lado mío y termino leyendo yo sólo, eso sí cuando Fabricia no está con sus amigas pintoreteadas que parecen guacamayas como las del canal once, ella sí lee conmigo y a veces le habla de las cosas que lee a mi mamá y mi mamá le pregunta y le pregunta por el tipo y la historia y es que siempre hay un señor que viene a la casa y trae libros y luego se va y vuelve como a las dos semanas y a veces le da ropa a mi mamá y ella me la da a mí y yo no entiendo por qué el señor no me la da a mí de una, Fabricia a veces también llega con ropa nueva pero ella dice que la compró en el supermercado y por eso un día me trajo los colores y la pelota que me acaban de robar los grandes del salón antes de llegar a la casa y eso me pasa por estar jugando en la calle con mi pelota pero es que me gustaba mucho y por eso es que no me gusta que la gente vea mis cosas ni se meta ni nada y por eso guardo todo en mi cuarto Lo que no quiero es que cuando le diga a mi mamá que me robaron la pelota se me salgan más lágrimas porque Fabricia dice que yo tengo que ser fuerte y crecer y triunfar y hablar inglés y ir a la universidad para estudiar y luego comprarle una casa más grande a mi mamá con una estufa con cuatro fogones y agua caliente,  pero yo prefiero las vacaciones para estar más tiempo con mi mamá y estudiar a veces sí me gusta pero mañana no quiero ir porque los grandes no me van a  dejar jugar con mi pelota Ya no veo la mosca y le voy a decir a Fabricia que me acompañe a reclamar mi pelota mañana al colegio porque escucho a mi mamá gritando y cuando grita así es que le va a dar jaqueca

domingo, 2 de octubre de 2011 Leave a comment

El jornalero



Foto: Hommage
Por: Daniel








El jornalero
Por: Juan


Llegar hasta acá me tomó unos diez años. Empecé a los quince porque no podía pagarme el colegio y mi hermana se estaba muriendo de hambre. Tenía que cuidarlas a ambas porque mi papá dejó a mi mamá cuando estaba esperándome. Desde entonces, ella trabajó como asistente en una panadería que quedaba en el otro extremo de la ciudad. Cada mañana nos levantábamos antes del sol, ella dejaba listos mis útiles para clase y me daba las mismas indicaciones para irme caminando hasta el colegio. Insistía en que si no le hacía caso hasta en los detalles me podía perder o me podría pasar algo, porque el barrio era peligroso. Tenía razón. La única vez que me perdí terminé acercándome a una tienda de alquiler de videos a la que entré provocado por un aviso de una película de Stallone. Me acuerdo muy bien de ese día; uno recuerda casi todas las primeras veces que lo convierten en lo que es.

La tienda estaba cerrada así que volví en la tarde al salir de clase. Intenté forzar el azar de la misma forma que lo hice yendo desde mi casa pero al ser imposible me tomó una hora de más encontrar el local. Pensé en que tendría más o menos el suficiente tiempo para ojear la tienda, casi un misterio para mí, antes de que se pusiera el sol y mi mamá volviera a la casa para comer. La tienda era pequeña y como todas las de su tipo estaba atestada de afiches de películas. Cuando me puse a detallarlos me di cuenta de que todos los afiches eran de películas de acción. Todos tenían la misma figura exuberantemente masculina como protagonista, todos me producían lo mismo pero yo no sabía qué era. Llegué con inocencia a la sección de adultos, y al notar el descuido de la tendera me escabullí para ver qué escondía el rincón. Sobra decir que todo lo que ocurría ese día era nuevo para mí, y que ver mujeres desnudas me causaba más risa que curiosidad, y que, también, lo que me movió a volver sistemáticamente todas las semanas (en días aparentemente aleatorios para evitar sospechas), era la posibilidad de llevarme a escondidas un casete poblado de hombres. Hacía todo lo que podía por devolverlos en un lapso corto, pero mi ansiedad pudo más y mi depósito fue creciendo. A los dos meses no me dejaron volver a entrar a la tienda; no me dieron una razón clara porque no tenían pruebas pero la tendera y yo sabíamos lo que pasaba.

Empecé a ver pornografía obsesivamente para tratar de entender por qué las mujeres no me generaban más que una vaga sensación de camaradería o repugnancia; no me sentía normal, pero no me afectaba. Lucero siempre estuvo a mi lado, desde que apenas contábamos unos escasos meses de vida. Por ella empecé a ir a la biblioteca municipal, a leer y a alejarme del mundo, y a través de ella conocí todos los rincones femeninos; nos usábamos como territorios a explorar, ella para su futuro con los hombres, yo para entender lo que devendría. A los catorce me di cuenta de que preferiría siempre a los hombres pero que mi cuerpo estaba mal y necesitaba ser corregido. Pero siempre estuvo fuera del alcance en todos los sentidos, y cuando la panadería en la que mi mamá trabajaba quebró, traté de buscar formas desesperadas de conseguir dinero. Entregué periódicos, revendí chatarra, fui mesero en un restaurante que solo preparaba almuerzos.

En ningún trabajo me sentí cómodo (me maltrataban más por silencioso que por amanerado), hasta que en una excursión al centro de reciclaje para vender chatarra encontré un revólver dentro de una vieja caja de metal. Lo tomé, vendí lo que había logrado recolectar, compré algo de mercado para la casa (apenas unas migajas para la comida) y me puse a ensayar con él. Me tomó poco tiempo afinar el ojo, pero ejercitarme para mantener firmeza en el pulso me obligó a esperar meses antes de buscar quien necesitara de mis servicios. En el barrio rondaban las pandillas y estaban recolectando adolescentes. Se me acercaron un día que salí a comprar panela. Un grupo de seis, todos vestidos igual; no recuerdo cuál habló, ni exactamente qué dijo. Pensé que era una forma menos penosa, si bien más peligrosa, de conseguirle comida a mi recién nacida hermana, que tras el abandono de su papá descansaba junto a mi mamá en casa, mientras ella recuperaba fuerzas para buscar otro trabajo.

A mi mamá le marcó mucho la segunda decepción y juró no volver a tratar con hombres, y decidió hacer lo posible por que no nos hiciera falta nada y porque yo volviera al colegio; pero en ese lapso de recuperación yo empecé a ganar bien y logré quitarnos el hambre. Yo peligraba y ella lo sabía pero también sabía que no podía salir a trabajar porque el parto la había puesto en peligro de muerte. No le entendimos a los doctores qué fue lo que pasó, pero le pidieron expresamente varios meses de descanso. Mientras ella cuidaba a Carmela, Lucero la cuidaba a ella. Era la vigilante, aunque procuraba no preguntar mucho sobre lo que hacía yo en las noches. A pesar de conocer mi voluntad y mi gusto por los hombres peludos de voz rasposa, Lucero intentaba inútilmente seducirme para evitar que saliera. Estaba desesperada porque presentía que mis días no serían muchos. Pero ninguna protestaba porque podríamos morir de hambre.

El primer encargo que me hicieron fue fácil y mal pago, pero lo ejecuté con tal perfección que recibí nuevos nombres semanalmente. Nadie sabía quién era el asesino y los disparos no se oían porque había aprendido a rodearme de objetos que lograban apagar el ruido. Rara vez usaba el cuchillo porque temía algún arrepentimiento de último minuto. Pasaron años en los que mi habilidad se volvió fantasmagórica y pronto logré hacer que mi familia saliera de ese barrio para ir a uno más decente. Lucero se fue a vivir con mi mamá y con Carmela, y ayudó con su crianza. Lucero era huérfana, y su abuela, vecina de mi mamá, se la había encargado poco antes de morir, cuando aquella apenas era una adolescente. Mi mamá siempre agradeció a Dios que fuera obediente.

Cuando cumplí veinticinco tenía ya una gran cantidad de plata guardada y empecé a concertar citas con una serie de cirujanos para llegar a un punto medio y poder hacer las correcciones que quería. No fueron necesarias las extensiones, porque hace años que mi pelo crecía. Para alguien que no nació con especiales facciones femeninas, me moldearon bastante bien y pasaba fácilmente por una mujer acuerpada, a quien el ejercicio le ha deformado parcialmente el cuerpo. En mi casa nadie sabía de mis planes; pensaban que eran verdaderas afecciones las que me aquejaban (para mí realmente lo eran, pero ellas nunca lo supieron; tal vez Lucero lo intuyó), y cuando llegué maquillado por primera vez, no me volvieron a hablar y amagaron irse de la casa. Aunque sabía que no lo harían, decidí irme yo. Hasta hoy no sé de ellas. El otro día vi un obituario en el periódico con un nombre como el de mi mamá pero no llamé a Lucero ni a Carmela.

Pasé de masturbarme todas las noches pensando en la innumerable lista de películas que vi mientras crecía (acción y porno, sobre todo; nunca fui fanática del romance), a cobrar más del triple de lo que ganaba por muerto. Siempre me he preocupado por ser excelente en lo que hago. Me llaman cada noche, aunque ya puedo darme el lujo de rechazar la mayoría de ofertas.

Hoy tengo una cita a las diez, en uno de los bares más famosos de Bogotá (también me cambié de ciudad), para acompañar a un político cuyas desviaciones nadie conoce pero que siempre me llama porque sabe que conmigo no tiene pierde. Todos los días me pregunto por Carmela, porque ya debe estar rozando los quince y no se me haría raro que estuviera esperando un hijo.

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Entrelazado



Foto: leche derramada
Por: Juan










Entrelazado
Por: Santiago




I.

Al llegar a Bogotá estaba aturdido. Los sonidos de la ciudad me  daban miedo y todo pasaba tan rápido delante de mis ojos que a veces sólo podía correr hacia una calle vacía y llorar a gritos recordando la vida que me habían quitado esos hijueputas. Hacía dos días me había tenido que ir del pueblo en un bus lleno de hombres asustados que sacaban las manos por las ventanas intentando agarrar a alguno de sus familiares.

Olía mucho a pólvora cuando el carro comenzó a moverse por el único camino que salía del pueblo. No me acuerdo de la cantidad de politiqueros que prometieron que nos iban a pavimentar la calle. Ninguno cumplió. La noche que nos tuvimos que ir seguía hecha un barrizal.

Yo estaba sentado en la última fila del bus, abrazando una maleta llena de ropa arrugada. No podía mirar por la ventana porque todavía tenía marcada la imagen de la plaza principal en la cabeza y sentía que me iba a vomitar. La cancha de micro que había en la mitad estaba apenas un poco iluminada por los postes del alumbrado público. En el piso había sangre derramada. La tierra estaba roja, como la arena del llano. Había un montón de muertos regados por ahí. Unos sin cabeza, otros con cara de dolor y con lágrimas secas debajo de los ojos. No. No podía volver a mirar eso.

Después de un tiempo en el bus empezó a hacer mucho calor y me paré para empujar una claraboya. Quería que entrara un poquito de viento para que se me pasara el mareo. La mayoría de la gente que iba conmigo se había quedado dormida, los demás queríamos conciliar el sueño pero no podíamos. Unos estaban llorando y repitiendo nombres, otros habían sacado estampitas de la Virgen y rezaban con los ojos cerrados. Ave María, Padre Nuestro. Maldita sea, como si esa palabrería nos fuera a devolver a nuestras casas. Volví a mi puesto después de abrir el techo del bus y me senté con la cabeza apoyada en el vidrio. A cada ratico me tocaba pasarle la mano a la ventana para quitar el vapor que se iba formando. Me embobé mirando las matas que se iluminaban cuando pasaba el carro.

De pronto me despertó el frío. Abrí los ojos y me di cuenta que el bus estaba casi vacío. El motor del carro había dejado de sonar. Todavía estaba perdido cuando un tipo de camuflado llegó mirándome feo y me dijo que me levantara. Me dio mucho miedo, pensé que ahí sí me iban a matar. Por un momento me quedé mirando al tipo a los ojos. “¿Se va a mover o qué?” me preguntó. Yo no sabía qué contestarle. Sentía que el corazón me latía muy rápido, como la noche pasada. Creo que el señor se dio cuenta de que yo estaba nervioso porque me dijo: “No tenga los ojos tan abiertos, hermano. Somos del Batallón de Alta Montaña y tenemos que hacerle una requisa al bus. Por favor bájese con sus documentos y se los entrega a mi cabo”. Yo qué iba a saber quién era el cabo. Todo lo que podía pensar era que no sabía dónde carajos estaba mi cédula.

Igual me bajé del bus frotándome los brazos para calentarme un poquito. Otro soldad me recibió. “Cédula”, fue su saludo. “No sé dónde la dejé, soldado”, le dije. “Ay, no me va a salir este gran marica con cuentos”, contestó. Caminó hacia un señor que se veía mayor diciéndole que yo era un guerrillero. “No, no, espere, por favor, espere”, le suplicaba yo mientras lo perseguía. “Yo no soy ningún guerrillero, todos somos campesinos. Humildes pero honrados, espere”, le dije cuando logré ponerle la mano en el hombro. El señor mayor me miró de arriba a abajo con una ceja levantada. “¿Y su cédula?” Me preguntó. “No sé qué la hice, se lo prometo, yo no soy guerrillero, por favor no me mate”. La cara del tipo empezó a ponerse borrosa y me di cuenta que estaba llorando. Creo que eso conmovió al señor porque se acercó más y me dijo que no me preocupara, que yo era inocente hasta que se demostrara lo contrario y que ellos estaban ahí para cuidar a los ciudadanos del país. Todo lo dijo como si lo repitiera todo el verraco día, como si no se creyera el cuento.

Varios soldados se acercaron. “Mi cabo, aquí hay mucho indocumentado” dijeron malgeniados. “Sí, sí, yo sé. Va a tocar reportárselo a mi coronel”, les contestó el señor que tenía al frente. “Espere, cabo”, lo interrumpí. Yo le puedo explicar qué fue lo que pasó. “Cuente a ver, no sea que nos toque echarlos a todos en el camión”, me respondió.
  
II.

Esa mañana el comandante nos despertó más temprano que de costumbre. El sol apenas se estaba asomando por la serranía cuando lo oímos gritarnos: “A ver, perros, despertar, despertar”. Yo sentía los párpados pesados pero decidí hacerle caso porque sabía que el comandante tenía por costumbre darle patadas a los más perezosos para sacarlos de sus sueños. Me enderecé y me pasé las manos por la cara. Sentía las marcas de mi estera en las mejillas. Muchos de los muchachos tenían sus sleeping bags y sus aislantes pero yo era de la región y desde niño me había acostumbrado a dormir sobre el tejido de mimbre. Me acuerdo de mi abuelita cosiéndolo en su mecedora mientras yo jugaba en el prado al frente de nuestro rancho. Si la situación no hubiera sido tan difícil, yo jamás habría terminado en estas. Pero la plata es buena y yo tengo a una familia que mantener.

Me paré y caminé unos pasos hacia un tronco que tenía cerca. Mientras estaba meando oí a los demás hombres levantarse. Luego de unos minutos todos estábamos reunidos alrededor del comandante. “Vea, muchachos. Hoy tenemos que ir a hacerle una visitica a unos colaboradores de la guerrilla que les han estado filtrando comida, medicamentos y quién sabe si hasta información”, nos dijo. A mí esos trabajos no me gustaban porque siempre tocaba meterse con gente que uno conocía de niño. Igual al comandante no se le podía decir que no o me iba matando.

Caminamos por seis horas entre una selva espesa y empinada. Lo único que se oía entre el bullicio de los bichos y los árboles crujiendo eran nuestros pasos. Al bajar de la serranía llegamos a los campos llanos en los que corría de pelado jugando a la guerra. Paramos a comer algo y seguimos nuestra marcha. Los muchachos estaban haciendo chistes y hablando de viejas cuando llegamos al pueblito. Lo reconocí inmediatamente. Me puse nervioso y decidí cubrirme la cabeza con un pasamontañas para que no supieran quién era. Entramos en silencio y fuimos pasando por cada casa con una lista que nos había dado un amigo que teníamos entre los campesinos.

Reunimos a los que encontramos en la plaza del pueblo y el comandante se paró frente a ellos. “Aquí la gente tiene que entender que el que le ayude a los malparidos de la guerrilla es un enemigo del pueblo”, dijo mientras caminaba de un lado al otro. “Vamos a ver si ahora sí aprenden”, sentenció. Entonces un compañero cogió a un pobre infeliz del pelo y lo tiró al piso. Sacó el machete y le cortó la cabeza. Algunas mujeres comenzaron a gritar y a llorar desesperadas pero el comandante hizo un tiro al aire y se quedaron sollozando abrazadas. Entonces nos dijo que termináramos la tarea.

Oí los disparos a mi alrededor. Miré a mi víctima: Un viejo amigo. Se me aguaron los ojos. Halé el gatillo.


III.

“Cuando se fueron dijeron que iban a volver a la mañana siguiente y que si encontraban a alguien de la lista en el pueblo, lo descuartizaban. Por eso veníamos en el bus”, terminé de decirle al cabo. Los militares confirmaron la historia por radioteléfono y nos dejaron seguir hacia Bogotá. Dos horas después me bajé en el terminal de transportes. Tenía hambre. Revisé en mi maleta pero no encontré nada de comer. Logré montarme en un colectivo que me dejó en el centro de la ciudad, según me dijo un señor que me ofreció una manzana al notarme pálido. “Dios lo bendiga”, me dijo cuando se bajó de la buseta.

Caminé varias horas pidiéndole ayuda a la gente pero nadie me puso cuidado. Cuando anocheció seguía solo, perdido y hambriento. Decidí buscar un parque y sacar una estera que me había regalado un compañero del colegio cuando era niño. “La hizo mi abuelita”, me dijo al entregármela sonriendo. La estiré en el pasto y me acosté sobre ella. Era mejor que estar tirado en la plaza de mi pueblo.


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