Foto: Sinestesia
Por: Daniel
La Liga de los Magos
Por: Juan
La Liga
de los Magos realmente no estaba conformada por magos. Era una división secreta
del Gobierno que estaba destinada a encontrar irregularidades en el devenir de
la nación, haciendo uso de una adivinación metódica, con límites específicos, y
cuyos resultados eran más exactos que los de cualquier ciencia empírica. Era
llamada la Liga de los Magos porque en su fundación todos los integrantes
practicaban alguna disciplina que contravenía al dogma sobre el que se había
creado la nación. Era una escuadra de diez astrólogos que conocían todos los
lenguajes secretos proyectados por el cielo, y en cuya interpretación, siempre
acertada, residía el verdadero destino de la población. La Liga nació
simultáneamente con la autonomía del Estado porque uno de sus fundadores
practicaba en secreto la quiromancia, experticia que le permitió ganar todas
las batallas en las que se presentó, de manera caprichosa y errática, durante
la guerra de independencia. Cada uno de los integrantes, convocados en silencio,
como una guerrilla, accedió con mesura, como si se tratara más de una condena
que de un honor. Pertenecer a la Liga era vitalicio y las reuniones anuales
eran más vistas como un retiro, un aislamiento del mundo que los llevaba a la
esclavitud temporal de hallar lo que venía con el flujo del tiempo.
Las
reuniones de la Liga se organizaban a mediados de enero, alrededor de los días
feriados que celebraban la independencia. Los astrólogos eran transportados por
caravanas similares a las presidenciales, y eran dirigidos a un retiro en una
montaña central, cerca de la capital. Todos venían de lugares diferentes; la
mayoría trabajaba modestamente en pueblos pequeños, haciendo labores
irrelevantes que apenas les daban para comer. Debían pasar desapercibidos para
que su desaparición, que duraba casi cuatro semanas, no causara ningún
malestar. Esa decisión la tomó la cúpula militar que dirigió al país durante la
década del cuarenta, cuando era común encontrar a los astrólogos de la Liga ocupando
puestos de altos funcionarios en el gobierno, o como líderes sindicales o
dueños de grandes empresas. Durante la dictadura, uno de los astrólogos era
también un famoso escritor que tuvo que fingir su muerte y desaparecer de la
vida pública para evitar cualquier posible rumor acerca de la existencia de la
Liga. Era una organización que tenía que mantenerse invisible.
El
trabajo de las reuniones obligaba sesiones exhaustivas, en las que apenas
tenían tiempo para comer, pues debían sentarse a leer en conjunto carpetas innumerables
repletas de folios con los dibujos de las cartas de todos los eventos,
nacionales e internacionales, que concernían a la orientación de la nación. El
primer día de los encuentros se dirigía a la organización del trabajo; los
astrólogos no cruzaban palabra más que para discutir sobre el contenido de las
cartas, quizá sobre alguna duda en el significado de una triangulación o sobre
el efecto específico que podría tener el cruce de varias cartas. Veían los
diálogos posibles entre la vida de los dirigentes de turno y los tratos comerciales;
analizaban la vida pública de los músicos y la farándula y daban forma, desde
la base, al modo en que cada uno de sus actos impactaría la vida pública. La
Liga estaba diseñada para preparar a las más altas cúpulas del poder a las
circunstancias del futuro.
Partían
del lenguaje secreto del cielo para administrar cada decisión que era necesario
tomar; así se había decidido desde los primeros días de la Nación, y nunca se
cuestionaba un método que había llevado al país a ser una potencia insuperable
durante más de cuatro siglos. Cuando los astros lo indicaban, los organismos de
defensa se preparaban para la guerra y se imponían medidas de austeridad; los
astrólogos de la liga tenían el poder de dominar el país a su antojo con el
simple hecho de torcer ligeramente el sentido de un mensaje sagrado.
Convirtiéndose en oráculos del error, los astrólogos podían hacerse amos de lo
que les interesara, pero nunca pasó. Seguramente el miedo de tentar lo
inevitable los sobrecogía.
Solo
una vez se salió de control el secreto de la Liga y solo esa vez fue necesario
actuar públicamente. Uno de los astrólogos, aún muy joven, encargado de relevar
a uno de los integrantes que había muerto de un infarto recientemente, se creyó
con el poder suficiente para chantajear al presidente, haciéndole creer que era
capaz de detener un golpe de estado que pondría al país bajo el mando de una
cúpula militar. El presidente, asustado y crédulo, le dio la visibilidad y el
poder que fueron necesarios; el astrólogo era hijo de un industrial muy famoso
a quien lo único que le interesaba era hacerse con algo de poder visible. Al
primer astrólogo le siguieron ocho de los nueve restantes, y cada uno hizo
peticiones más arriesgadas y absurdas que sus antecesores. El décimo se mantuvo
en su lugar y se encargó, luego de los eventos que serán narrados a
continuación, de convocar una nueva Liga de los Magos.
El
escándalo explotó y la Liga se convirtió en una referencia inapelable durante
los dos años que tuvo la atención de la gente; más que una guía para el futuro
del gobierno y el beneficio colectivo (esa era su aparente función desde el
principio), se convirtió en un lugar de adivinación barata, un jugueteo morboso
de mares de gente que pagaba lo que le pidieran por leer un mensaje cifrado que
no entendería jamás. Durante esos dos años, el décimo astrólogo se mantuvo al
margen, viviendo en su pueblo natal vendiendo baratijas, esponjas y canastos de
mimbre en una carretilla que cada día le pesaba más porque las fuerzas
disminuían con la insolencia de la Liga.
En el
momento en que los militares se tomaron el poder, pasados los actos
protocolarios, se pusieron a trabajar en recuperar el orden perdido por la
desmedida arrogancia de la Liga. Deliberaron días enteros en el palacio
presidencial, y tras una semana de ausencia y de aparente anarquía en las
calles, empezaron a obrar. Se aprovecharon de la potente conexión que el Estado
había conservado desde sus inicios con la iglesia ortodoxa, y le dieron una
imagen idólatra e infiel a cada uno de los seguidores de la Liga, para empezar
a alejarlos de ella. La iglesia se encargó de excomulgar a todos los que fueran
vistos cerca de las instalaciones de la Liga, y una persecución maniática terminó
por convertirse en una quema de libros gigantesca, la brujería quedaba
prohibida bajo pena de ostracismo (así la llamaron públicamente desde entonces).
La
operación tardó dos semanas a una velocidad impensable, encargándose de acabar
pronto con el caos en el que se habían sumido las ciudades principales. Los
astrólogos fueron raptados de sus lugares de adivinación (una mansión a la
salida de la capital que tenía toda la comodidad posible para cada uno de los
magos), y sin permitirles palabra alguna, con bandas en la boca, cada uno fue
llevado a las plazas más concurridas del país, y fueron amarrados en el centro.
La ejecución tenía clara la intención de ejemplificar el destino inevitable de
quienes se sublevaran con poderes impuros, y cada uno de los magos fue quemado
vivo a los ojos de quienes quisieran acercarse. Después de eso, la vida volvió
a la normalidad y la cúpula militar se puso en la tarea de encontrar al décimo
astrólogo, que apenas podía pararse de su cama, para encargarle la formación de
una nueva liga.
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