La katana


Mahoma y la montaña
Por: Juan

La katana
Por: Daniel


«Anoche soñé en blanco y negro. Que nos encontrábamos en frente de la tienda del gordo. Afuera, empezamos a jugar a cortar bananos, los bananos de siempre, con la katana. Tú los lanzabas y yo los tajaba en el aire. Pero empezamos a pelear. Porque no queríamos ir al mismo lado, porque yo quería algo y tú también y solo había una,  porque te ensucié, porque me escupiste, no me acuerdo... algo así. Y te dije que siempre serías un cobarde. Incapaz de decir las cosas de frente. Incapaz de ser amigo de alguien. Incapaz de querer a alguien. Incapaz. Me empujabas y yo te decía eso, que eras incapaz de hacer cualquier cosa. Sabiendo como hacer desbordar tu rabia. Te di la katana, te dije que hicieras algo con ella. Entraste y atracaste al gordo, lo cortaste en las rodillas para que no se parara y saliste con una cerveza. Una cervecita en la mano. Con tu sonrisita de truhán. Pobre gordo, gemía en el piso. Yo no podía dejar de mirarlo, tampoco entendía por qué no gritaba o sacaba la pistola que nos mostró la vez de la gresca. Delante del gordo estaba tu sonrisita de truhán, babeabas la cervecita, eructaste encima mío y ahí ya no pude. Te corté la cabeza. Con todas las fuerzas mandé la katana derecho a tu nuca para que pararas de reirte como un desquiciado, pero iba despacio, despacito. Sentía que me iba quedando sin fuerzas, no quería que te escaparas, pero te ibas desvaneciendo poco a poco y supe que te ibas a salvar. Ahí me desperté. Me quedé inmóvil en la cama. Cerré los ojos otra vez e imaginé el final. En dos segundos... ni siquiera...»

Me levanté y Selena no estaba en la cama. No eran más de las siete de la mañana, era domingo. Es domingo. ¿Qué demonios hacía Selena levantada? La encontré en la cocina, mirando por la ventana,  solo en su camisetica de dormir blanca y medias. ¿Qué mierdas hacía ella con medias? Fumaba. Despacio. «¿Dónde estás?» le pregunté. Lanzó una larga bocanada sin mirarme. Lanzó el cigarrillo, que iba apenas por la mitad, a la calle. «En la ventana», dijo. «Esta cocina huele a muerto. Huele inmundo». Es verdad. Esta cocina huele bien, no huele a nada. Pero esa olía a diablos, a fosa común de diablos. ¿Y qué? Porque anoche se me quemó la comida, me dormí sin limpiar, no me importaba. Selena se devolvió al cuarto. ¿Te acuerdas, linda? Pasaste delante mío sin mirarme, sin decir buenos días... nada. Cuando entré al cuarto dijiste «¿No podríamos quitar la katana de la pared? Me da pesadillas esa cosa ahí.» Te lo juro, Mateo, eso me dijo. La katana. Mi katana. Lo único de verdad mío en ese cuarto. ¿Por qué mierdas eres tan cínica, Selena? «¿Qué vas a hacer hoy al fin?» le pregunté. «Voy a la galería.» Si, claro. Ya creían que me iba a creer eso de que hay arreglos por hacer en ‘humedades que salieron esta semana’. La galería de mierda. Los descarados de mierda...

No saben lo que fue. ‘Aproveché’ el asunto de la galería. Me puse a mirar en todos los rincones de la casa esperando encontrar algo. Como un psicótico. Y decía «Mierda, de verdad la amo, ¿o qué carajos es esto?» No encontré nada... Nada. Me sentía loco, enfermo... imparable. Mientras venía para acá me miraban todos como un loco. No sé si por tener los ojos rojos, el tufo, andar con la katana... yo qué sé. Qué me importa. Cuando pasaba por el mirador me dieron ganas de sacar la katana y arrancarle la cabeza, de verdad, al primero que pasara por ahí. Solo pasó un tipo en bicicleta. Horrible. El pobre. Y me puse a pensar que sí, que Selena a lo mejor es mucha mujer para mi. Por feo, desadaptado, por ser yo, ¿qué hago? Yo no escogí todo... y la verdad, qué nos importa. Hubiera preferido que me mandaran al carajo. Los dos. Al tiempo o uno por uno. ¡Me vale madre! Al menos en el carajo habría sabido qué hacer. Escaparme. Matarme. Mandarlos al carajo. Pero no. No me mandaron al carajo, no sé qué hacer...»

Miguel se sienta en un taburete junto a la estufa. Mira por la ventana, llora un poco, se limpia las lágrimas con cuidado, pendiente de no acercar mucho el filo de la katana a su cara. Cierra los ojos, toma aire, recuesta su espalda contra la pared, apoya el codo sobre la estufa, suda. Tiene los ojos inyectados de sangre. Frente a él, Selena y Mateo están desnudos, estirados boca abajo en el piso, atados y amordazados. Lloran. Miguel suspira, se levanta. «¿Y entonces?» Patea a Selena para que se voltee y lo mira. «¿Qué hacemos?» Agarra la katana con las dos manos. «Porque no voy a poder...» Abanica la katana sobre Mateo y la detiene a pocos centímetros de la piel. «…volver a confiar en nadie». Selena llora con más intensidad. «No voy a poder...», Mateo siente cómo la punta de la katana se empieza a abrir paso por la piel de su trasero, «…sentirme atractivo...», Miguel termina de dibujar con la katana una larga cruz alrededor del ano de Mateo y sus aullidos sordos. «…nunca.» Selena llora electrizada viendo la lámina brillante de la katana acercarse a ella. «Y estas cicatrices, entre todos las podemos...» El filo corta suave y lentamente el cuerpo de Selena, dibujando una λ desde su hombro hasta debajo de sus senos «…compartir ».

Miguel sale de la cocina, tira la katana sobre la cama destendida, entra al baño, se suena, se asoma a ver cómo Mateo intenta acercarse a Selena moviéndose como un gusano, mira la hora y se va, sin azotar la puerta.

martes, 4 de diciembre de 2012 Leave a comment

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