Fábula del perico y el lagarto
Por: Daniel
-Puedes hacerme todo lo que quieras después de una…-. Eso había dicho ella, sacudiendo una bolsita de plástico llena de coca, cuando estábamos entrando al cuarto. Tardé un poco en entender la magnitud de lo que estaba diciendo. Todo. Lo había ofrecido todo. Pero antes tenía que entregarme, a pesar mío, a seguir sus condiciones, a hacer su ritual.
Hace rato la había visto, conocía sus gestos e intuía sus momentos de ansiedad. Sacaba con un gesto sutil y automatizado la bolsita de su bolsillo, palpaba con el índice y el anular que estuviera bien cerrada y que el polvito blanco estuviera donde lo había dejado e iba llamando a sus comensales con un leve guiño mientras hacía su recorrido hacia el lugar seleccionado. No duraba más de treinta segundos ahí. Dejaba a su clan rezagado y salía, sonriente, pasándose la mano suavemente por la nariz y la boca, con los ojos bien abiertos. Últimamente, esos ojos bien abiertos, me buscaban a mí, y sólo yo hacía que se cerraran. Sólo a mi me buscaban sus ojos, sus manos, su boca. Ella, que tenía una belleza para hechizar a cualquiera, me había escogido a mí. Empezaba a tenerlo todo.
-Claro-. Eso contesté. Con cierta inercia prudente para salir del paso. Algo dijo ella, que ese paquetico era especial, costoso y difícil de conseguir. Lo había estando guardando para mí, porque ella hacía rato sabía que quería que todo pasara conmigo. -Me encantas- dijo una vez, - pero con esto…- siguió, agitando el paquetico –… bomba. Lo que sea. Como sea. Amor de estratósfera.
Hasta entonces, yo había logrado evadir bien el asunto. Le dije un par de veces que estaba muy tomado para aspirar cualquier cosa y que no quería enfermarme. Otra, había picado una pastilla para el dolor de cabeza y me la puse en la lengua, fui tan histriónico que no hubo sospecha alguna. Sin duda, la mejor fue mientras bailábamos. Pegado a ella, la iba delineando con mis manos, con firmeza y en algunos arrebatos la halaba con fuerza hacia mí. En medio del toqueteo, metí los dedos en el bolsillo y le saqué la bolsita. Sin mirarla siquiera me le desaparecí dos minutos, cronometrados. Cuando volví, le clavé un beso antes de que dijera nada. Seguramente ahí firmé mi condena de esta noche.
La verdad le huía. Había tenido una experiencia dolorosa la primera vez que probé la cocaína. Había sentido esa inhalada como un suicidio, como un ejército de hormigas sulfúricas trotando por mis entrañas. Me dijeron que no era nada, miedo de principiante. Pero la angustia se mantuvo, cada vez más intensa, en el otro par de ocasiones que intenté hacerlo. Yo no nací para la cocaína. Que Dios me perdone.
-Ponte cómodo.- me dijo mientras se zafaba de un largo beso. –Creí que eso sólo lo decían en las películas- atiné a decir buscando de nuevo su boca. –Esto tiene su magia- contestó, sacudiendo otra vez el paquetico. Seguro debe tener su magia. Magia asquerosa que a mí me tocó no entender. Magia negra del polvo blanco. Recorrí las opciones. No saldría tan fácil de esta. Sabía que ella no estaba para convencerla con alguna romanticada discursiva y en ese momento, su cuarto, su casa, no había donde hacer alguna pirueta como esa vez en la discoteca. Me recosté sobre la cama, desabotoné dos botones de la camisa y me quité los zapatos. El cliché completo antes de la alteración ceremoniosa. Con la falta de soluciones llegaba la duda, de seguir así, seguro cuando estuviera por tenerlo todo no se me pararía o me pondría a sudar a cántaros. La paranoia del macho alfa brotando como alergia intempestiva. Qué palabrerío.
En cuanto salió del baño llegó la erección. Una explosión de sangre como un grito de alegría al cielo, un aleluya colosal. Salió cargando la bolsita, con las piernas desnudas, tersas y morenas, que se erguían como la antesala de un culo pequeñito pero bien redondo, cubierto con lo justo por un cachetero azul oscuro. Encima, una camisetica blanca, ceñida, con un pequeño escote que no disimulaba en nada la excitación de sus pezones sino que, al contrario, invitaba a escalar mordisco a mordisco desde su pecho hasta su cuello, robándole en cada roce, un gemido. Lanzó la bolsita sobre la cama, ella se acomodó sobre mi cadera y, inclinándose un poco, paseó suavemente su lengua por mi boca. Entonces lo tuve todo claro.
Ella terminó de desabotonar mi camisa. Recorrió mi torso de arriba abajo con la yema de los dedos, escalofriándome, excitándome, refrescando con su respiración las primeras gotas de sudor que empezaban a brotar de mi cuerpo. Lanzó la cabeza hacia atrás para acomodarse el pelo y ahí la camisita blanca forró completamente sus senos, delineándolos a la perfección, realzando los pezones erguidos, haciéndolos testigos de un jadeo ansioso que comenzaba a apoderarse de ella. Tomé la bolsita y la escondí bajo mi pantalón. Ella sonrió pícara, desabrochó hebilla, botón, cremallera, mientras yo jugaba a pellizcar su labio inferior con mis dientes. Sacudió la bolsita frente a mis ojos recordando lo inminente. Todo estaba cerca y esa era la condición. Se la rapé sin que se diera cuenta, y antes de que hiciera cualquier otra cosa le arranqué la camisita con esa pequeña violencia que delata, arrancándole también, sin haberlo pensado, un gritico agudo que me obligó a tener ese momento de silencio interno, apretando los ojos y el abdomen.
-Ponla en mi pecho. – le susurré.
- ¿Qué?- dijo gimiendo con el torso un poco volcado hacia atrás, mientras mecía su entrepierna mojada sobre la mía.
-La coca…- le dije, abriendo la bolsita y entregándosela, - ponla en mi pecho.- Tomé su mano entre la mía y dibujamos una pequeña línea sobre mi clavícula. Se inclinó sobre mí y la aspiró lentamente, con la solemnidad que ella le estaba dando al momento, con tanta intensidad que yo sentí, en medio del calor y la humedad, como todo en ella se distendía y me esperaba.
-Ahora yo- mascullé con determinación. Era ahora o nunca. Le arranqué nuevamente la bolsa de la mano, la giré con fuerza y velocidad haciendo que ella quedara boca abajo, indefensa. Pase mis dedos sobre su hombro izquierdo, dibujé tres líneas imaginarias con los dedos, las repasé con la lengua y le dije –aquí será-. Ella acomodó su cabeza de lado sobre la almohada, yo puse la bolsita sobre su espalda, volví a trazar lentamente las tres líneas imaginarias, con la otra mano escondí el sobrecito de plástico en uno de mis zapatos y luego le corrí el panty hasta que la punta de mi verga tocó el calor de su entrepierna. Lentamente, rocé su hombro con mi nariz y mi boca, respirando el color de su piel y su aroma, erizándole los poros en cada centímetro, apretándola fuerte contra mí, cortándole la respiración, haciéndola gemir, la sentía jadear debajo de mí, la sentía disfrutar ese engaño que no intuía. Así, envalentonado por mi cobarde victoria, a merced de ella, cabalgué el calor, la humedad y la agitación de todo su cuerpo.
Foto: bóreas
Por: Juan