Fábula del perico y el lagarto

Fábula del perico y el lagarto
Por: Daniel

-Puedes hacerme todo lo que quieras después de una…-. Eso había dicho ella, sacudiendo una bolsita de plástico llena de coca, cuando estábamos entrando al cuarto. Tardé un poco en entender la magnitud de lo que estaba diciendo. Todo. Lo había ofrecido todo. Pero antes tenía que entregarme, a pesar mío, a seguir sus condiciones, a hacer su ritual.
Hace rato la había visto, conocía sus gestos e intuía sus momentos de ansiedad. Sacaba con un gesto sutil y automatizado la bolsita de su bolsillo, palpaba con el índice y el anular que estuviera bien cerrada y que el polvito blanco estuviera donde lo había dejado e iba llamando a sus comensales con un leve guiño mientras hacía su recorrido hacia el lugar seleccionado. No duraba más de treinta segundos ahí. Dejaba a su clan rezagado y salía, sonriente, pasándose la mano suavemente por la nariz y la boca, con los ojos bien abiertos. Últimamente, esos ojos bien abiertos, me buscaban a mí, y sólo yo hacía que se cerraran. Sólo a mi me buscaban sus ojos, sus manos, su boca. Ella, que tenía una belleza para hechizar a cualquiera, me había escogido a mí. Empezaba a tenerlo todo.
-Claro-. Eso contesté. Con cierta inercia prudente para salir del paso. Algo dijo ella, que ese paquetico era especial, costoso y difícil de conseguir. Lo había estando guardando para mí, porque ella hacía rato sabía que quería que todo pasara conmigo. -Me encantas- dijo una vez, - pero con esto…- siguió, agitando el paquetico –… bomba. Lo que sea. Como sea. Amor de estratósfera.
Hasta entonces, yo había logrado evadir bien el asunto. Le dije un par de veces que estaba muy tomado para aspirar cualquier cosa y que no quería enfermarme. Otra, había picado una pastilla para el dolor de cabeza y me la puse en la lengua, fui tan histriónico que no hubo sospecha alguna. Sin duda,  la mejor fue mientras bailábamos.  Pegado a ella, la iba delineando con mis manos, con firmeza y en algunos arrebatos la halaba con fuerza hacia mí. En medio del toqueteo, metí los dedos en el bolsillo y le saqué la bolsita. Sin mirarla siquiera me le desaparecí dos minutos, cronometrados. Cuando volví, le clavé un beso antes de que dijera nada. Seguramente ahí firmé mi condena de esta noche.

La verdad le huía. Había tenido una experiencia dolorosa la primera vez que probé la cocaína. Había sentido esa inhalada como un suicidio, como un ejército de hormigas sulfúricas trotando por mis entrañas. Me dijeron que no era nada, miedo de principiante. Pero la angustia se mantuvo, cada vez más intensa, en el otro par de ocasiones que intenté hacerlo. Yo no nací para la cocaína. Que Dios me perdone.
-Ponte cómodo.- me dijo mientras se zafaba de un largo beso. –Creí que eso sólo lo decían en las películas- atiné a decir buscando de nuevo su boca. –Esto tiene su magia- contestó, sacudiendo otra vez el paquetico. Seguro debe tener su magia. Magia asquerosa que a mí me tocó no entender. Magia negra del polvo blanco. Recorrí las opciones. No saldría tan fácil de esta. Sabía que ella no estaba para convencerla con alguna romanticada discursiva y en ese momento, su cuarto, su casa, no había donde hacer alguna pirueta como esa vez en la discoteca. Me recosté sobre la cama, desabotoné dos botones de la camisa y me quité los zapatos. El cliché completo antes de la alteración ceremoniosa. Con la falta de soluciones llegaba la duda, de seguir así, seguro cuando estuviera por tenerlo todo no se me pararía o me pondría a sudar a cántaros. La paranoia del macho alfa brotando como alergia intempestiva. Qué palabrerío.
En cuanto salió del baño llegó la erección. Una explosión de sangre como un grito de alegría al cielo, un aleluya colosal. Salió cargando la bolsita, con las piernas desnudas, tersas y morenas, que se erguían como la antesala de un culo pequeñito pero bien redondo,  cubierto con lo justo por un cachetero azul oscuro. Encima, una camisetica blanca, ceñida, con un pequeño escote que no disimulaba en nada la excitación de sus pezones sino que, al contrario, invitaba a escalar mordisco a mordisco desde su pecho hasta su cuello, robándole en cada roce, un gemido. Lanzó la bolsita sobre la cama, ella se acomodó sobre mi cadera y, inclinándose un poco, paseó suavemente su lengua por mi boca. Entonces lo tuve todo claro.
Ella terminó de desabotonar mi camisa. Recorrió mi torso de arriba abajo con la yema de los dedos, escalofriándome, excitándome, refrescando con su respiración las primeras gotas de sudor que empezaban a brotar de mi cuerpo. Lanzó la cabeza hacia atrás para acomodarse el pelo y ahí la camisita blanca forró completamente sus senos, delineándolos a la perfección, realzando los pezones erguidos, haciéndolos testigos de un jadeo ansioso que comenzaba a apoderarse de ella. Tomé la bolsita y la escondí bajo mi pantalón. Ella sonrió pícara,  desabrochó hebilla, botón, cremallera, mientras yo jugaba a pellizcar su labio inferior con mis dientes. Sacudió la bolsita frente a mis ojos recordando lo inminente. Todo estaba cerca y esa era la condición. Se la rapé sin que se diera cuenta, y antes de que hiciera cualquier otra cosa le arranqué la camisita con esa pequeña violencia que delata, arrancándole también, sin haberlo pensado, un gritico agudo que me obligó a tener ese momento de silencio interno, apretando los ojos y el abdomen.
-Ponla en mi pecho. – le susurré.
- ¿Qué?- dijo gimiendo con el torso un poco volcado hacia atrás, mientras mecía su entrepierna mojada sobre la mía.
-La coca…- le dije, abriendo la bolsita y entregándosela, - ponla en mi pecho.- Tomé su mano entre la mía y dibujamos una pequeña línea sobre mi clavícula. Se inclinó sobre mí y la aspiró lentamente, con la solemnidad que ella le estaba dando al momento,  con tanta intensidad que yo sentí, en medio del calor y la humedad, como todo en ella se distendía y me esperaba.
 -Ahora yo- mascullé con determinación. Era ahora o nunca. Le arranqué nuevamente la bolsa de la mano,  la giré con fuerza y velocidad haciendo que ella quedara boca abajo, indefensa. Pase mis dedos sobre su hombro izquierdo, dibujé tres líneas imaginarias con los dedos, las repasé con la lengua y le dije –aquí será-. Ella acomodó su cabeza de lado sobre la almohada, yo puse la bolsita sobre su espalda, volví a trazar lentamente las tres líneas imaginarias, con la otra mano escondí el sobrecito de plástico en uno de mis zapatos y luego le corrí el panty hasta que la punta de mi verga tocó el calor de su entrepierna. Lentamente, rocé su hombro con mi nariz y mi boca, respirando el color de su piel y su aroma, erizándole los poros en cada centímetro, apretándola fuerte contra mí, cortándole la respiración, haciéndola gemir, la sentía jadear debajo de mí, la sentía disfrutar ese engaño que no intuía. Así, envalentonado por mi cobarde victoria, a merced de ella, cabalgué el calor, la humedad y la agitación de todo su cuerpo. 


Foto: bóreas
Por: Juan


viernes, 24 de febrero de 2012 Leave a comment

Trueque en la estepa



Trueque en la estepa
Por: Juan


Hubo cierto revuelo en la clínica cuando uno de los internos vio lo que se escondía debajo de las sábanas que tapaban el cuerpo del profesor Aguirre; el interno se apresuró a regar el chisme con todos los conocidos que encontró cerca. El informe médico apenas decía que se trataba de un espasmo rectal, cuyo tratamiento obligaba unos analgésicos, antiinflamatorios y relajantes musculares. Para los médicos del Hospital Militar se trataba de un caso relativamente común que se hallaba entre heridos agonizantes, y otros soldados que por las extremas condiciones de la guerra terminan explorando todas las vías posibles de placer. Si bien no era el caso más extraño que se había visto, sí era el más peligroso a tratar, más por las implicaciones de la historia que por la salud de los pacientes. La historia se regó rápida y anónimamente, y los ojos de todos los que la conocieron (o conocen) tomaron un destello de complicidad que jamás se había visto. La historia salió del hospital y se regó por toda la ciudad, pero solo hasta meses después, como un rumor nada más, que alcanzó luego a todos los comprometidos en él.
El profesor Aguirre es un policía retirado que en un intento por reencontrarse con su juventud usó todas las influencias posibles para obtener una cátedra en una universidad privada, de las más prestigiosas del país, dictando clases de criminalística y lógica investigativa, e historia de la guerra. Casi siempre fue un policía de escritorio, lo cual lo obligó a estar siempre en contacto con poderes superiores y con aduladores sutiles, canalizando toda la autoridad que deseaba, y haciéndose con un renombre que muchos de sus semejantes envidiaban por la facilidad con la que accedía a privilegios y dominios con apenas el uso de la palabra o algún documento mal entregado. Manejaba la burocracia a la perfección, y en parte fue también por eso que llegó tan lejos y se implantó en el cuerpo de policía tan profundamente. Jamás se le reconocieron habilidades especiales de ningún tipo, salvo una vocación casi total por la holgazanería, que sustentaba tras el estudio de famosos estrategas militares, y asesinatos y masacres históricas. El día en que cumplió la mayoría de edad se enlistó en la policía, y a los dos años tuvo que retirarse, invalidado por una bala en una pierna que lo dejó cojo de por vida. Por eso se dedicó al trabajo de escritorio y a la que él llamaba planeación de tácticas de seguridad metropolitanas, que no eran más que transcripciones mal hechas de movimientos militares anacrónicos y mal adaptados. No obstante, azarosamente tuvieron éxito las pocas veces que fueron implementadas por las fuerzas públicas.
Empezó sus cursos en la universidad con tranquilidad y una arrogancia que casi todos sus alumnos acogieron con fastidio y burlas ingeniosas. Corría la voz de ser un divorciado a quien la mujer lo había dejado por un militar más joven que sí la complacía. Él nunca se enteró del rumor hasta el día en que llegó al Hospital. Era viudo y no tenía hijos.
En el segundo año de clase, cuando ya se había hecho con una fama de verdugo implacable, los estudiantes empezaron a tenerle más respeto fundado antes en el temor que en la admiración. Las mujeres tenían un trato preferencial y los hombres debían mantener silencio porque todo se reducía a gestos, modulaciones de la voz o simples tareas extra que parecían inofensivas. Lo que los estudiantes no sabían (y las estudiantes que Aguirre juzgaba como feas) era que se trataba de lo contrario. Aguirre nunca se propasó pero sí sentaba las bases ambiguas de una relación en la que fueran ellas las responsables, después de todo debía cuidar su imagen frente al resto del profesorado.
Verónica Ríos está en cuarto semestre de Derecho y estudia por obligación. Se le ve poco por la universidad y los demás estudiantes no tienen muy claro cómo es que ha llegado adonde está, que si bien no es particularmente llamativo, está más allá de lo que cualquiera podría creer. Se mantiene con una sonrisa sutil marcada por un rojo opaco, difícil de ignorar, en los labios. Una de sus cejas está siempre ligeramente levantada como si un tic le atrofiase el músculo de la frente. No habla con nadie y siempre usa un escote ineludible.
Su actitud socarrona acabó desde el primer día que tuvo que verle la cara a Aguirre, pero ella solo se dio cuenta mucho después, cuando el rumor del hospital se regó. Llegó tarde y se sentó en la segunda fila, con dos puestos vacíos a cada lado, y empezó a mirar fijamente al cincuentón de dientes amarillos que introducía a Sun Tzu como un tema electivo en el programa de la clase. Aguirre apenas la notó cuando se levantó del asiento al terminar la clase, y se quedó inmóvil. Después de unas semanas, usó la primera entrega escrita para atraer a Verónica; le pidió, tras corregir los trabajos, que se quedara unos minutos sobre el fin de la sesión para discutir un tema que le había llamado la atención. Conocedor de lo obvia que era la estrategia, inmediatamente cambió y le devolvió el trabajo y la despachó. Empezó a observar cada movimiento de la estudiante y se la empezó a cruzar premeditadamente. Verónica notó también esos cruces que forzaban tanto la casualidad y empezó a seguirle el juego. Un día, mientras el profesor tomaba café, le dejó una nota con letra impresa en el bolsillo interior del abrigo mientras pasaba al baño. La nota, encontró Aguirre cuando se levantó de la silla, decía que quería un encuentro privado, y que en la oficina estaría bien. La nota le aceleró el pulso e intentando contener la reacción se derramó en el pantalón algunas gotas oscuras que todavía le quedaban. Horas después se cruzaron (se encontraron) en el pasillo de los ascensores, que estaba desierto. Aguirre le entregó otra nota, manuscrita, que le decía que llegara al día siguiente a su oficina después de las seis de la tarde, que la estaría esperando. También se podía leer la petición de romperla y tirar sus pedazos a la caneca.
Estuvieron hablando hasta el anochecer, y esperaron a que el edificio se desocupara. Verónica se sentó en las piernas de Aguirre y se acercó con violencia hasta quedar apenas a unos centímetros. Le podía oler el aliento a tabaco y mandarina sin gesticular; ya estaba acostumbrada. Aguirre le levantó la falta de un manotazo y fue subiéndole la palma por los muslos con la calma que ya tenía por hábito, como si acariciara a una mascota, con displicencia y un interés depravado. Las manos forcejearon cada vez más rápido y con más violencia; la camisa de Verónica estaba sin botones y el labio de Aguirre se hinchaba morado. El pasillo se iluminó y se escucharon unos ruidos irreconocibles. De un salto, Aguirre abrió un armario que tenía contra la pared y le susurró a Verónica que se metiera y que esperara su señal. Era Esperancita, la señora del servicio, que estaba trapeando el piso. Pasó unos minutos, saludó a Aguirre, que le conversó con naturalidad, y se fue. Al salir del armario, Verónica recibió un papel con la dirección de la casa de Aguirre, quien al oído le dijo que llegara a medianoche.
No pasaron de la sala. Estuvieron la primera hora en el sofá, Verónica mostrándole la experiencia que ya había reunido con otros como él; Aguirre diciéndole cochinadas con una voz sórdida, que no parecía suya. Al detenerse, el profesor le dijo que se sintiera en su casa, que comiera o tomara lo que quisiera, que lo dejara descansar un momento. Se pasaron al cuarto principal, que todavía tenía portarretratos con fotos de su ex esposa. Mientras se besaban con una ternura fingida, Aguirre le pidió a Verónica que lo provocara, que le gritara insultos, que no tuviera ninguna consideración, porque lo excitaba más. Al principio no hizo caso, pero la estudiante poco a poco y subiendo el volumen de los gemidos empezó a pedirle que la clavara por el culo, a gritarle que si era tan macho y tan policía la cogiera contra la pared, que la ahogara con la verga.
Aguirre la arrastró al borde de la cama y la penetró impulsivamente por el ano a pesar de que ella le había dicho que nunca lo había hecho. Él le gritó que siguiera hablándole, a lo que la estudiante, desesperada por la rudeza, aullando de dolor, enterrándole las uñas en el pecho y mirándolo a los ojos con ira, vociferaba que su mujer lo había abandonado por un subordinado, que era un marica poca cosa. El profesor pasó de la excitación a la ira sin notarlo, y le dio una cachetada animal que la dejó conmocionada, petrificando todos los músculos, enjaulándolos a ambos en una posición caricaturesca que lo único que les concedió fue llamar una ambulancia y ocultarse con las sábanas.






Foto: Test de Rorschach
Por: Daniel







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Adiós, hasta el silencio




Foto: mugre
Por: Juan

Adiós, hasta el silencio
Por: Daniel 

Muchos tragos es la vida y un solo trago es la muerte
Miguel Hernández

A los vivos se les debe respeto, a los muertos nada más que verdad
Voltaire  

                Aldemar Arévalo estaba  escondido en la loma, bajo la sombra de unos eucaliptos, de rodillas y con los codos apoyados sobre un pequeño tronco caído. Combatía un leve temblor respirando lento, ignoraba las gotas de sudor tibio que resbalaban por su frente e intentaba separarse del mundo entonando en su cabeza el pájaro de fuego de Stravinsky. Mientras, apuntaba el cañón del viejo Máuser 98, herencia de su abuelo, directo y severo a la sien de su padre.

Efraín Arévalo, padre de Aldemar, era un humilde empresario bogotano que había ido escalando posiciones en el mercado y la sociedad en los últimos tiempos. Había logrado salvar un cultivo de hierbas frescas y especias de un invierno despiadado en la región campesina de Quipile, en Cundinamarca. Lo puso a producir de inmediato, asociándose con los trabajadores vecinos que habían sido afectados por las lluvias para la siembra y la distribución, y sacando créditos para financiar la implementación de nuevas tecnologías, de modo tal que fue ganando poder y reputación en la zona y el gremio.  Pudo rescatar así la pequeña finca desvalijada de la familia, cuarenta fanegadas y una cabaña de dos pisos cuyo único tesoro era el fusil alemán que el abuelo había recibido como pago por la venta de una ternera para las fiestas de San Jorge a principios de siglo. Con ciertos sacrificios logró sacar a su hijo adelante, al enviudar en el nacimiento de la segunda. Así, Aldemar Arévalo tuvo una educación privilegiada en un colegio privado de la capital donde se codeaba con los hijos de importantes empresarios y políticos del estado y al mismo tiempo pudo viajar por Europa y Estados Unidos con una compañía regional de baile para interpretar bambucos y joropos. A pesar del amor que le tenía y de que sabía dirigir la finca y cuidar el cultivo, Aldemar se asentó en la capital donde se graduó como fotógrafo y montó un pequeño laboratorio de procesos analógicos con un amigo. Aún sabiendo que era un negocio en agonía, le alcanzaba para sostenerse con cierta holgura y a sus veintitrés años estaba bien para vivir.

El miércoles de esa semana, Aldemar había recibido una llamada a deshoras de su padre. Unos hombres de español atropellado y un machete colgando en cada bolsillo habían ido a la finca a intimidar a Efraín. Le estaban avisando que su tierra tenía otro dueño por una adjudicación legal por parte de algún agente del notariado que había firmado edictos a favor de un megaproyecto de producción agraria. Efraín fue cordial y prudente con el par de cuatreros, se esmeró por no hacer frases largas ni por revelar un gesto de quebrantamiento cuando le preguntaron por las actividades recientes del sindicato de campesinos de la región. Entendió de inmediato la calidad de redacción que tenía el edicto e intuyó el filo de los machetes, hizo oídos sordos a los gritos y a los insultos que le lanzaron cuando se negó a hacer una pequeña contribución para los gastos de transporte y gestión de la nueva administración. En cuanto se marcharon, a bordo de un desvalijado Chevrolet Trooper blanco, fue que llamó a Aldemar.
La madrugada siguiente ahí estaba el joven fotógrafo, con las mangas remangadas y las botas pantaneras, recogiendo chécheres y cargando cajas para desalojar lo antes posible. No pudieron marcharse la noche del jueves por culpa de una lluvia torrencial, así que acordaron partir a primera hora el viernes y desayunar en el camino. Aldemar aceptó a regañadientes, con ímpetu intentó convencer a su papá durante toda la noche de que él podía conducir bajo la lluvia, que era mejor abandonarlo todo rápido e incendiar tanto la tierra como la casa para no dejarle nada a esos desgraciados. Efraín pasó la noche en vela junto a la chimenea bebiendo pequeños sorbos de aguardiente que no lograron invadirlo de sueño.
La madrugada del viernes, Aldemar salió temprano a la quebrada que quedaba del otro lado de la pequeña loma mientras su papá terminaba de preparar unos sobres con dinero y una carta para los empleados de la finca. Aldemar siempre había querido tomar una foto en un pequeño pozo de la quebrada, emulando a la Dama del Lago cuando saca del agua a Excalibur, sólo que con el fusil del abuelo. Tomó su equipo de fotografía y guardó el rifle en su estuche original, donde había un par de balas en perfecto estado y una foto desteñida del abuelo comiéndose un pedazo de ternera.

Cuando se dirigía de nuevo a la cabaña, sin que hubieran pasado siquiera cuarenta y cinco minutos escuchó disparos. Corrió por una trocha para acortar camino, cuando estuvo del lado de la loma que daba contra la finca vio a lo lejos a unas personas que corrían por la carretera destapada y una jeep blanco estacionado frente a la cabaña. Se acomodó torpemente contra un tronco caído, sacó la cámara con el teleobjetivo y reconoció a Carmen, la cocinera, corriendo de la mano de su hijo de quince años, junto a Gilberto, el mayordomo. Frente a la cabaña estaba el Chevrolet Trooper con las puertas abiertas y un tipo sosteniendo una carabina recostado sobre el motor. A dos metros, otro tipo le daba machetazos en las piernas a Efraín, que se retorcía sobre al suelo amordazado y con las manos atadas por el nudo ciego y apretado de una cabuya.
Ya lo habían herido en las piernas y la espalda, tenía un lado de la cara ensangrentada como si lo hubieran marcado, y a penas si podía gemir del dolor. De la casa salió un tercer hombre señalando con una mano a Efraín y con la otra agarrando el mando del machete todavía envainado. Le pego una patada al viejo cuando estuvo a su lado, el tercer hombre gritó algo que llegó oídos de Aldemar, que estaba apoyando los codos sobre la madera, sosteniendo firme el fusil.
El estruendo del Máuser 98 cercenó al pájaro de fuego de Stravinsky, surcó a toda velocidad el aire, el aroma a orégano y romero, trazó una perfecta línea recta entre el verde intenso del prado de la loma hasta el verde azulado de los campos bañados por pepitas de eucalipto, hasta que se fundió como una gota de lluvia cayendo sobre lluvia, en el tímpano de Efraín, arrebatándole el dolor para siempre.

Aldemar huyó a toda prisa, lanzó el fusil en el pequeño pozo de la quebrada y se demoró seis horas en llegar a una carretera donde pasara un bus que lo llevara a Bogotá. Dos semanas después, comprando aguardiente a las tres de la mañana en una tienda, vio un titular en un periódico que anunciaba que una cocinera y un mayordomo habían sido encontrados muertos, junto con su hijo, en una carretera destapada del municipio de Quipile, Cundinamarca.

martes, 21 de febrero de 2012 Leave a comment

Gol


Foto: Subcampeón
Por: Daniel

Gol
Por: Juan


Lucas, el delantero estrella, se sentó apretando en su mano derecha la medalla de imitación de plata, con la cabeza entre las piernas, al borde de la cancha mientras todo el otro equipo celebraba y el suyo se iba hacia los casilleros a cambiarse. Tenía claro que por ser justo ese partido no iba a poder volver a jugar y que el fracaso no lo iba a abandonar pronto. Los ojos estaban rojos, llorosos, e intentaba esconderlos de quien los pudiera ver. Después de todo, tuvo la oportunidad de cerrar el partido y ganar, y no la aprovechó.
            Todo el tiempo antes del partido el equipo se regocijaba ante la inminencia de aplastar al rival gracias al registro impecable que llevaban en la copa hasta ese día; dos empates en las primeras fechas, seis meses atrás, mientras todavía la estrategia tomaba forma, y de ahí en adelante una ventaja mínima de dos goles por partido. El Colegio San Mateo llevaba una de las mejores marcas de los nacionales interescolares, si no la mejor, y los otros finalistas, los del Liceo Córdoba, habían clasificado en cada ronda por penales, y desde el principio se había visto como uno de los equipos más mediocres del año. Aún así, hoy la victoria mediocre seguía siendo una victoria y los del San Mateo no tenían nada.
            El director técnico, Ariel, un soltero que tocaba los cuarenta y todavía vivía con su madre, aunque él decía que para cuidarla en su vejez, no lo previó porque también creía que todo era una señal divina y que el recorrido hasta la final había sido un mensaje de Dios. Creyó que por fin su carrera iba a despegar e iba a dejar de lidiar con padres de familia y directivos, y que sus esquemas tácticos habían sido finalmente bendecidos por sus rezos. Era la única explicación lógica a los resultados de su equipo, a pesar de estar preparándolos hace tres años.
            El silencio aplastaba los ánimos de todos los jugadores y asistentes en el casillero del San Mateo; como creyeron que solo seguía la profesionalización del oficio, la derrota era más amarga. Ni siquiera el más extrovertido y provocador de los jugadores, un joven llamado Gustavo, que hacía de recuperador, era capaz de levantarse de su silla. Como si una enfermedad relámpago los hubiera azotado en el momento de recibir las medallas, casi todos tenían la suya en el cuello pero se encontraban arrojados como costales por el piso del vestuario, sin moverse. Carlos Ariel estaba recostado en el pasillo de las duchas, mirando hacia un ligero haz de luz que entraba por una rendija, entendiendo pacientemente qué había hecho mal. Por primera vez en años pensó en que la idea de hacerse entrenador de fútbol juvenil, o de fútbol, en general, había sido un error y que ahora era muy tarde y el fracaso ya le había agarrado del cuello y lo había puesto contra la pared.
El día de la final no recordó que dos años atrás, durante su paso por el Instituto Tecnológico, había sido despedido y humillado por una queja colectiva de los padres que supieron de la pelea infantil que lo involucró a él y al padrastro de Barrios, el arquero suplente. Alberto Rojas, un famoso negociante y el tercer esposo de la viuda Espinoza, asistía a todos los partidos de su hijo adoptivo en un afán de ganarse su afecto. Adolecía de cierta evidencia pero a Camilo no le molestaba; Camilo era arquero por el amor al fútbol que su padre le había enseñado desde la cuna, pero nunca fue bueno y por eso siempre fue suplente. Alberto, a pesar de saberlo, insistía a gritos desde la gradería que su hijo, el hijo de su esposa, debía jugar de titular. Camilo nunca fue capaz de mantener los ojos abiertos cuando veía venir un balón. De todas formas jugó un par de partidos cuando el titular, Gómez, se lesionó la muñeca en un tiro de esquina durante un entrenamiento.
En un amistoso, el equipo del Instituto Tecnológico salió con toda la suplencia salvo Barrios, provocando que el padrastro quedara de un salto al pie del entrenador, para cuestionarlo y empujarlo poco antes del pitido inicial. El entrenador intentó no ponerle atención pidiéndole que volviera a sentarse, pero esa reacción lo único que hizo fue dejarlo sentado en la grava, humillado y sin saber qué hacer. El árbitro empezó el partido y padre y entrenador pasaron los primeros diez minutos revolcándose a los golpes junto a la cancha. El despido fue inmediato, bajo argumentos de comportamiento inadmisible con los padres de familia, violencia deportiva y falta de profesionalismo. Además, las madres del colegio empezaron a atemorizarse con un rumor que ellas mismas liberaron sobre el pasado del entrenador. Las directivas venían planeando su despido hacía meses y el rumor y el altercado fueron apenas el quiebre necesario.
            El colegio no podía permitirse una deshonra de ese calibre y mucho menos si se estaba teniendo la visibilidad mediática que por primera vez el Intercolegiado Nacional estaba logrando ese año. Quedarían con fama de pendencieros y anti caballerosos, todo lo contrario al sistema axiológico que se pregonaba desde su fundación más de medio siglo atrás. La salida del entrenador de fútbol trajo consigo una transformación sistemática y dictatorial sobre el colegio de la que nadie más que sus empleados fue testigo. La serie de decisiones que sucedieron después obligaron a que ningún niño lograra cumplir su sueño de jugar fútbol por oficio.
Algunos meses después, en medio de la desesperación, Ariel consiguió providencialmente el puesto de entrenador del equipo de mayores del San Mateo, que contaba con la presencia de un delantero en quien se posaban todos los ojos por su velocidad y disparo incontenibles.
A Lucas Valbuena, pocos meses antes de graduarse, lo pretendían varios clubes de fútbol a nivel nacional; se decía que ya había firmado una especie de contrato previo con el Bogotá Club de Fútbol, cuya confirmación dependía exclusivamente de su desempeño en los últimos tres partidos de la copa. Nadie supo que esa negociación era acechada por los agentes del eterno rival del Bogotá CF, el Atlético Rosario, y que ellos mismos se encargaron de lograr la expulsión de Valbuena en cuartos de final y de pactar con los árbitros una suma secreta para anularle cualquier intento de gol en la final. Que se hubiera resbalado mientras intentaba la última gambeta del partido, que parecía gol seguro, fue solamente una mala pasada del azar.

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