Foto: La liga de los magos
por: Juan
De vez en cuando, un viajero
por: Daniel
El barco llegaba con un cargamento de ron que tenía cerca de cuatro meses
de retraso. Algún hijo prófugo lo vio desde la colina y empezó a correr,
gritando, avisando a todos los demás de su terrible descubrimiento. El pequeño
sentía una llama inmensa avivarse en su interior, como si hubiera sido testigo
de una llegada divina y estuviera por encima de los demás tontos y lerdos
habitantes del pueblo por el mero hecho de haber encontrado ese tesoro en el
horizonte mientras perdía el tiempo. La llegada del barco extraviado había
encendido un vértigo extraño entre los pocos habitantes que quedaban, además de
las ansias que les provocaba enterarse de la razón de la demora, temían
encontrarse con que la parte de su familia que se había lanzado a la mar cuando
zarpó el Lagunante no había logrado regresar con vida. La muerte es el primer
augurio cuando empieza una espera injustificada, eso rogaba la tradición del
pueblo, un pensamiento anclado en las entrañas más sensibles de las últimas
desveladas madres que quedaban.
Al pueblo había llegado un par de meses atrás un almirante desconocido,
solo, en un barco atiborrado de botellas con otra marca de ron. El marinero
alegaba que su mercancía había sido sacada de una de las casas costeras de la
aduana real, un producto exclusivo de altísima calidad que los piratas
empezaron a robar al no encontrar nunca el lugar de origen de la caña
azucarera, que, según el relato del viejo lobo de mar, era sembrada en una
tierra donde aún la corrupción humana no había puesto pie y eso le daba al
trago un sabor único. “Como acostarse con una hermosa niñita virgen” le decía,
bajando el tono y con cierta complicidad,
a los hombres desdentados y peludos que se sentaban a su alrededor en la
taberna cada tarde a beberse la noche mientras sus mujeres educaban a los
pequeños delincuentes en potencia, iletrados nietos del mar, entre lágrimas. A
pesar de que habían bebido día y noche desde que ese extraño cargamento
llegara, no daba indicios de poder acabarse algún día. Era como si todo lo que
se sacaba para el día se multiplicara al interior de las cajas y quedara
siempre lo suficiente para seguir embaucando al cerebro por la noche. Todos los
hombres en tierra, todos los estériles hombres de tierra, ahogaban con el ron
el pensar que sus hijas y mujeres jóvenes hubieran sido víctimas de algún
ataque de la naturaleza desquiciada, bien fuera del mar o del hombre y sus
patrañas. El ron los había llevado de pasar del luto al olvido, por eso la
fantasmagórica aparición abría en sus corazones un temor inmenso al sentir que
se encontrarían frente a algo completamente desconocido, o peor aún, algo
frente a lo que no soportarían la culpa.
El Lagunante había zarpado en busca de un supuesto cargamento de ron para
las fiestas de fin de año, pero realmente su objetivo secreto era ir en busca
de hombres. Las fiestas caían como anillo al dedo al plan femenino de
salvación, un excelente pretexto para
repoblar el pueblo, un proyecto a futuro que acabaría con la mediocridad y la
falta de ambición con la que habían sido criados los niños de esa generación
por sus borrachos padres sin esperanza.
Llegó al puerto con el atardecer, ancló ante la mirada atónita de la
población que lo miraba desde la cima de la colina y tras una espera sus
tripulantes empezaron a bajar. La noche ya recubría el cielo, los curiosos y
asustados personajes del ron se acercaban lentamente a la costa, del barco
salían una a una las marineras, de lejos parecían pequeñas estelas de fuego que
destellaban en el puerto, lideradas por su capitana, de albo vestido, paso
elegante y rostro cubierto. El barco, que había llegado con problemas aunque
nadie en tierra se percató de ello, se fundió con el mar, con el cielo y en ese
derretimiento extraño empezó a llenar el aire de una bruma espesa y fría que no
tardó en carcomer la poca cordura que quedaba en los hombres. Ante ese
escalofrío, alguno tuvo la brillante idea de abrir la caja mágica del ron,
sacar botellas y repartirlas indiscriminadamente sin importar el rango de edad.
Los quince minutos que demoraron las ánimas del puerto en llegar donde sus viejos
compañeros de la colina, fueron suficientes para encontrarlos hechos carroña.