Disfonía


Foto: ¿Dónde está Walcott?
Por: Daniel

Disfonía
Por: Juan

La luz del sol siempre llega aquí primero, por eso duermo aquí, menos cuando llueve. Esos días me hago cerca del árbol, y me arropo con cartones y bolsas de basura. Bien entrada la mañana, cuando ya la gente ha corrido en la madrugada y ha sacado a sus perros a pasear, viene un celador y me echa del parque; son tres los que se turnan y cada mañana viene uno diferente. Cuando duermo en la banca son violentos, y una vez hasta me patearon. Eso no me importa porque es algo a lo que uno se acostumbra cuando tiene que vivir en la calle. A veces, cuando me logro esconder en los alrededores y veo niños jugando en el pasto o en la arena, me acerco a ver qué hacen los que los cuidan. La mayoría de veces son niñeras y empleadas que cuidan a los niños y a los bebés con displicencia porque es una tarea más que les toca hacer cuando trabajan en una casa. Les pagan mal y encima las humillan. Por eso negué todo y me dediqué a caminar por la calle. La banca en la que duermo queda justo frente a la arenera y a los juegos infantiles, por eso siempre me echan en la mañana, porque no puede haber gente sospechosa que pueda llegar a robar o a secuestrar a un niño o algo así. A veces robo, cuando tengo hambre, pero a punta de limosna me mantengo, y como y fumo lo que se me antoje. Lo único que no puedo pagar es un lugar para dormir, pero uno se acostumbra. No le haría daño a los niños porque yo misma tuve uno que nació muerto y juré no volver a hacerlo; los demás que quisieron venir los aborté. Por esa misma época también me alejé de los placeres y me dediqué a tratar de entender cómo se comportan los animales que viven como yo. Los perros comparten el aura de desgracia, la melancolía de no tener dónde parar ni con quién aquietarse. Algunos, sí, nos acompañan —a mí no—, porque les es algo natural eso de buscar compañía. Los gatos son altivos y solo se acercan a quien les dé comida, y luego se van. Están diseñados para abandonar y para ser abandonados; son buenos con el azar porque no se arrojan en él. Por aquí por el parque vienen más que todo palomas, tan insoportables con sus gavillas y su maña de aprovechar cada migaja que les tiran, como ratas. A pesar de vivir en la calle y de aparentar no hacerlo, hay que conservar algo de dignidad. Por eso en las mañanas me acomodo cerca del sol.

Todo empezó cuando se me olvidó el aniversario. Cumplíamos doce años pero él empezó a darme señales desde antes. Yo me encargaba de preparar la cena en fechas especiales; nunca se me olvidaba. Esos días los reservábamos para comer y para hacer el amor sin parar, como cuando éramos jóvenes. Ella empezó a sospechar porque, además de olvidar la comida, tampoco tenía ganas de acostarme con ella; a estas alturas es un fracaso, uno grande, pero uno se levanta. Lo más frustrante es creerme lo que nos dijimos todo el tiempo que estuvimos juntos; o al menos yo nunca mentí. Nunca pudimos tener hijos porque ella era estéril; adoptamos a una niña que murió en un accidente por culpa de la niñera. Juramos estar juntos incluso a pesar de la muerte de Emilia, que apenas tenía cuatro años, apoyar al otro y eso. Y no fui capaz de recuperarme, tampoco, porque un tiempo después de que Emilia se murió empecé a venir al parque a ver a los niños jugar, justo en esta banca, todos los días; me echaron del trabajo y empecé a endeudarme. Él todavía piensa que nuestra relación se dañó porque él fue infiel, pero la verdad es que ninguno de los dos logró recuperarse después de la muerte de la niña. Juramos no volver a adoptar pero vivir juntos se volvió muy difícil y yo empecé a evadirla. Cuando recibimos a la niña yo me retiré de la bolsa; después del accidente, cuando Carlos salía a trabajar, yo venía al parque, a esta banca, donde nos conocimos, a perder el tiempo, a recordar el futuro que quisimos y que se iba apagando. La primera vez que hablamos cada uno llevaba su perro, yo estaba sentado esperando a que Betina, mi labradora, se cansara, y Emilia llegó y se sentó con Yaco, una rata o un perro que parecía una rata que siempre odié. Nos gustamos desde ese momento, y todo fue perfecto, hasta que me confesó todo hace tres meses y ya no sabemos quién se queda con qué.

Llegué a ese punto en el que nada me satisfacía —de eso me convenzo todos los días; lo cierto es que cada vez me fui sintiendo más y más limitado y antes de que fuera evidente decidí retirarme para no pasar un ridículo; esa fue la verdadera razón, por orgullo—, y escogí como fecha pertinente la final del torneo regional, porque un último triunfo me haría salir con tranquilidad —aunque de hecho la escogí así porque sabía que si ganaba tendría que ir a los nacionales y ahí sería humillado, mientras que si perdía en la final regional podría irme a mi casa halagando al nuevo prodigio nacional, que ganará todo en unos años—. Siempre fui agresivo, no tuve la necesidad de anticipar a mi contrincante porque desarrollé desde joven una estrategia en la que solo podía ganar (la bautizaron «Restrepo», por mi apellido, y la incluyeron en varios libros sobre métodos de ajedrez); nunca quise empatar, en eso me parecí más a un tahúr o a alguno de esos personajes de ficción —siempre jugué así porque no sabía hacerlo de otra forma; así me enseñó mi abuelo, que jugaba por diversión, y como casi siempre me funcionó jamás pensé en cambiar de actitud hacia el juego, todo porque las piezas me inspiraron desde niño una voluntad bélica que nada fue capaz de igualar—; fue una cuestión de motivación, cuando uno gana siempre está inclinado a repetir lo que funciona. Decidí que era tiempo de vivir más tranquilo, sin tanta ansiedad por la competición, y dar clases particulares porque se gana bien; los fines de semana los paso aquí en el parque, con pensionados y desempleados —me vine a vivir aquí porque el premio de los regionales y unos ahorros que tenía me alcanzaron para comprar una casa aquí, en este barrio que visitaba periódicamente cuando venía a ver a alguna de mis novias de juventud, y siempre me gustó. También lo hice para huir, para no saber nada más del ajedrez, aunque ahora tenga que vivir de él porque no sé hacer nada más o porque es lo más fácil—, y me siento en esa banca de ahí mientras llegan los demás a verme jugar —realmente no sé qué es lo que espero.

Vengo aquí cada vez que me siento asfixiado en casa. Por ley, la madre está obligada a traer a Aurora todos los fines de semana. Aprovecho para cumplirle todos sus caprichos y para quitarme de encima los bloqueos que se me vienen durante la semana. En algún momento espero terminar la novela, en parte también porque de ello depende todo sobre lo que he construido mi vida. Siempre quise irme a París o a Madrid y allá dedicarme a vivir como siempre quise, y escribir y fumar en los cafés, leyendo y caminando por la calle, sin preocupaciones más allá de las acciones de un personaje o la estructura de un poema. Pero el amor me ganó y por un ligero error y una falta de cálculo decidí tener con la mamá de Aurora el inicio de una buena relación, que se dañó al rato y terminó con ella casándose con otro hombre —un arquitecto, creo— y conmigo viviendo aquí y haciendo acrobacias para pagar las cuentas de nuestra hija, para que no le falte nada. Los niños que vienen al parque no son muy ruidosos, eso me deja mirarlos mientras decido cómo continuar la novela, que pareciera no acabar, que simula un laberinto del que ni siquiera Aurora es capaz de sacarme. Muchas veces he pensado en suicidarme porque esto jamás fue lo que quise, y en parte por eso siento una culpa permanente hacia lo que hago y lo que escribo. He destruido la novela tres veces y la he reescrito cinco, y creo que esta vez tampoco va por buen camino. Pero no me he matado porque sé que soy yo quien sabe cuidar a Aurora, nadie más, y porque estoy esperando a que ella entienda por qué me tendrá que enterrar.



lunes, 7 de noviembre de 2011

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Pelotón

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