Mañana también





Foto: Él
Por: Susana




Mañana también
Por: Juan


Camila venía encontrándose con Miguel (así lo había bautizado) en el bus todos los días desde hacía unas dos semanas. Desde el primer día quedó encantada y no le quitó la mirada de encima hasta que se bajó en donde fuera que se bajara. Siempre era el mismo recorrido, de más o menos una media hora; eso le daba quince minutos extra para leer o para mirar mal a los dueños de alguna mano mal acomodada.

Pasaron unos días y Camila se empezó a impacientar; difícilmente le quitaba la mirada en cada trayecto; detallaba cada gesto, cada movimiento. Él no la veía. Nunca. Hasta que un día, por fin, la notó de reojo. Ella tímidamente bajó la mirada y él sonrió. Luego de unos días con los mismos juegos (Camila era incapaz de sostener la mirada o de hablarle), Miguel decidió sentarse junto a ella y contarle que era fotógrafo en una agencia hacía un par de años. Ella le contó que estaba trabajando como pasante en la oficina legal de un banco, que estaba cerca de graduarse. Aparentaba ser mayor para generarle quién sabe qué impresión.

El idilio fue rápido porque se veían todos los días en el bus y las conversaciones eran cortas. No intercambiaron los números telefónicos sino hasta unos meses después, pues ella estaba cerca de terminar su contrato y pronto tendría que cambiar la ruta del bus para regresar a la universidad. De todas las conversaciones diarias surgió el tema del trabajo de grado de Camila que más adelante le serviría para graduarse con honores tras cinco años de esfuerzos poco más que mediocres.

Hasta la fecha, Miguel había tenido una larga lista de ex novias, todas modelos de oficio, conocidas durante fiestas y sesiones fotográficas de la agencia. La última historia había sido especialmente tormentosa, según le había dicho, porque se habían propuesto vivir juntos en Barcelona. La relación duró dos años muy intensos, en los que Estefanía, una de las caras más reconocidas en el país, pedía expresamente las fotos de Miguel. Era una excusa para poder verlo con frecuencia y hacer el amor con una regularidad insuperable. Camila creía que el sexo entre ellos debía estar por debajo del que ella podía llegar a ofrecerle a Miguel, pero eso nunca se lo dijo. Miguel y Estefanía terminaron dos meses antes de que él empezara a hablar con Camila. Por eso tenía una mueca que mezclaba a medias melancolía y frustración que su interlocutora no lograba descifrar porque nunca había sufrido. Y terminaron porque a Estefanía la empezó a buscar el heredero de una multinacional petrolera estadounidense. Miguel se enteró por la portada de una revista de chismes. Ella intentó hablarle durante un par de semanas para intentar aclarar las circunstancias (no para volver), pero él no quiso saber nada de ella. Desde entonces, Miguel decidió no involucrarse más con modelos, porque casi todas sus historias se desarrollaban igual, salvo con algunas variaciones en el guión.

Cuando se acabaron las charlas de bus, Camila se envalentonó y lo llamó para invitarlo a tomar café; él prefirió cerveza porque sabía bien hacia dónde iba la situación. Esa noche, tal vez unos cuatro meses pasada la primera vez que Camila se fijó en él, Miguel quedó impresionado con el cambio que había tenido. De la joven insegura y callada que necesitaba de un catalizador para entablar una conversación, pasó a ser una fiera que lo miraba de arriba abajo como un gordo ansiando chupar un hueso de pollo. La poseía una perspicacia que no le había encontrado nunca y que ni ella sabía de dónde salía. No tardaron más de tres tragos en estar besuqueándose con violencia en un taxi destinado al estudio de Miguel. Iban al estudio porque todo el coqueteo de la noche había girado en torno al voyerismo del fotógrafo y a las ansias de la estudiante por desnudarse frente a una cámara. Una desordenada hilera de ropa en el piso canceló la sesión. Camila gritaba en francés.

La relación fue creciendo lentamente y Camila mantenía constantemente un gesto de alegría infantil. Miguel dejó de fotografiar modelos y se dedicó a la publicidad. El amor entre ambos era fuerte, y a Miguel le pagaban más aún. Era el mejor sexo que habían tenido, aunque para el pasado de Camila eso podría haber sido con cualquiera. Al año se fue a vivir a casa de Miguel. Sus papás creían que era su amigo gay, y que era su nuevo compañero de cuarto, porque el dinero que ganaba no le alcanzaba para pagar un arriendo sola. De todas formas, casi toda la familia de Camila vivía en Estados Unidos y el contacto era apenas semanal.

Pasado el primer semestre juntos en casa de Miguel, y al ver que Camila tenía una fuerte fijación con el orden y con sus manías de decoración, pensó que era hora de cambiar de lugar y establecerlo para los dos. Se sentía invadido y no quería que la relación se dañara porque él asumía que su espacio estaba siendo violado. La verdad la sensación había llegado un día que entró a su estudio y encontró repisas nuevas y la biblioteca de Camila en ellas. A ella le gustó todavía más la idea porque podría imponer sus criterios. Miguel empezó a molestarse porque Camila tenía la última palabra en todo sobre el nuevo hogar, que quedaba apenas a unas cuadras del estudio.

Camila era celosa y dominante así él no le diera motivos para sospechar, y esa desconfianza le molestó tanto que empezó a dilatar sus llegadas a la casa. Luego de graduarse de la universidad, Camila había entrado a trabajar tiempo completo en el mismo banco y llegaba todos los días a la misma hora. La cantaleta espantaba a Miguel y hacía que no le pusiera atención; cada vez que ella lo notaba gritaba y manoteaba con mayor insistencia. Para distanciarse un poco y poder extrañarla se inventó un viaje supuestamente patrocinado por la agencia, de un par de semanas, que tenía paso por Chicago. Miguel no sabía que allá vivían los papás de Camila porque nunca lo habían hablado.

En una de las llamadas semanales, la mamá de Camila le contó sorprendida que había visto a Miguel por la calle, manoseándose con una modelo colombiana, y le preguntó si ella sabía que no era gay. La ira la movió a querer ir al estudio para romperle todos los equipos, pero se contuvo.

Al rato Camila apretó los puños y los dientes y escuchó:
—Disculpa, ¿esta silla está ocupada? —dijo un hombre que ella no vio por estar mirando al piso.
—¿Qué? —preguntó.
—Que si me puedo sentar aquí. —sonó de nuevo la voz ahora desconocida.
—Sí, sí. —casi sin abrir la boca.
—Gracias. ¿Cómo te llamas? —habló con gran curiosidad.
—Camila. —levantó la mirada y vio que era Miguel y no supo cómo reaccionar.
—Mucho gusto. Juan. —dijo, dándole la mano.

domingo, 25 de septiembre de 2011 Leave a comment

El cadete



Foto: Anacronismo
Por: Daniel






El cadete
Por: Susana



Durante casi cuarenta años, e incluso después de su jubilación, Don Hernando llegó a la fábrica a las ocho de la mañana conduciendo su Ford Fairlane modelo 63. En promedio, parqueó su carro casi unas doce mil veces en el mismo lugar; a excepción del día en el que la gata escondió las llaves y él se tuvo que ir en taxi, o la mañana en la que su ya vieja esposa le desconectó los cables del carro para que no condujera más.

Cada mañana Don Hernando salía de su casa, recorría la autopista hasta llegar al parqueadero, estacionaba, apagaba el motor de su carro, subía la ventanilla de manivela y por unos cuantos segundos se reprochaba un poco. Pero luego entraba a la fábrica y el ambiente se llenaba de un agradable respeto. Saludaba con un gesto cordial a todos sus empleados y obtenía de vuelta sonrisas y saludos informales que le simpatizaban, aunque él hubiera preferido una respuesta más solemne como la que recibía de los cadetes en los años en los que fue almirante.

Todos los días, mientras subía por las escaleras, Clarita la secretaria le entregaba un café y una carpeta con presupuestos que revisar, cartas por responder y papeles para firmar. Entraba a una oficina que era apenas cómoda –le aterraban las oficinas ostentosas– y se acomodaba en el sillón detrás de un letrero que lo designaba como Gerente General de la fábrica de plásticos que años atrás había recibido en bancarrota.

Don Hernando atendía cada detalle con una minuciosidad que rallaba en la terquedad; desde decisiones tan pequeñas como contratar a un mensajero, hasta momentos cruciales como cuando decidió invertir en tecnologías recursivas para la fabricación de envases reutilizables. Gracias a su tenacidad y entrega, y con el sudor de su frente, la fábrica se había recuperado y marchaba a la perfección.

Pero el sudor que derramaba en esos día era muy distinto al que sus glándulas expedían durante los inicios en su carrera de oficial naval. El sudor del cadete era volátil y refrescante, mientras que el del gerente era más denso y frío. Don Hernando extrañaba los tiempos en los que navegaba en un barco del cual no controlaba el rumbo, pero en el que se había embarcado en búsqueda de cierta libertad. Los tiempos de la Escuela Naval fueron los mejores, eso podía asegurarlo.

Pero para el momento en el que se graduó y empezó a ascender en la marina, la volatilidad y frescura del cadete se desvaneció. Don Hernando se casó y formó una familia que se multiplicó en poco tiempo. Sus 5 hijos crecieron felices y por un tiempo observaron la carrera militar de su padre en ascenso.

Un buen día, durante la cena, se tomó una decisión importante. Al padre le habían ofrecido la posibilidad de ascender al máximo cargo existente en la marina, y esto significaría alcanzar la cima de su carrera. La madre y los hijos lo abrazaron y lo felicitaron. Sin embargo, Don Hernando sabía que no todo era felicidad. De aceptar el ascenso, el sueldo del más alto rango no le alcanzaría para sostener las universidades de todos sus hijos, mientras que tener un puesto en una fábrica o empresa sí. En la mesa hubo una votación, y el almirante deicidio renunciar a dar el paso a la cima de su carrera. Se mudó  entonces con su familia a la capital y recibió de manos de un amigo la gerencia de una fábrica de plásticos que iba rumbo a la bancarrota.

La fábrica prosperó pero la vida se le pasó por delante. Los hijos crecieron, estudiaron en las mejores universidades de la ciudad, se fueron de la casa, se casaron y tuvieron hijos. Don Hernando observaba todo con satisfacción y asumía con entereza su decisión, pero cada mañana al apagar el motor y subir la ventana de manivela, una parte de sí se reprochaba el haber abandonado su carrera naval. Con esa mezcla de resentimiento y aceptación, entraba a la fábrica, saludaba cordialmente a sus empleados y sentía el respeto que flotaba en el aire mientras empezaba a subir las escaleras hacia su oficina.
                                                                                     
Sin embargo, el tiempo no venía solo. Con los años, un temblor insoportable se apoderó del cuerpo de Don Hernando y el respeto en la fábrica se transformó en tensionantes murmullos frente a sus dificultades para subir las escaleras, sumados a malestares cuando en repetidas ocasiones derramó la taza de café en el sastre beige de la nueva secretaria. A pesar de esto, él se rehusaba a irse.

La carpeta se fue haciendo menos densa, con menos presupuestos y cartas por firmar, y a Don Hernando le contrataron un Director Comercial, un Director de Operaciones y un Director de Presupuestos, -con ostentosas oficinas- que revisaban y corregían todo su trabajo. Nadie en la fábrica entendía por qué seguía trabajando después de su jubilación, y se preguntaban por qué a pesar de sus temblores, Don Hernando no se quedaba en la casa.

Lo que no se imaginaban era que el temblor de su cuerpo lo acompañaba a su casa también, y que allí era incluso peor. Su mujer y sus hijos se encargaban de preocuparse y fastidiarlo. En la casa ya no lo dejaban comer solo, caminar solo, y hasta lo perseguían al baño. Le habían adjudicado una Directora de Cubiertos, una Directora de Circulación y hasta una Directora de Meadas.

Los hijos y nietos que casi nunca lo visitaban, ahora iban a decirle que se quedara en casa, que no trabajara más y que dejara de conducir. Pero nadie entendía que  cada mañana al montarse en su Fairlane modelo 63 y partir en aquella nave de la que definitivamente no tenía el control, sus temblores lo convertían en un cadete libre. Y eso no se sometería a votación.

Así las cosas, Don Hernando temblorosamente recorrería la autopista hasta llegar al parqueadero, apagaría el motor, subiría la ventana de manivela, y entraría a la fábrica donde lo mirarían con lástima y le corregirían todo su trabajo. Pero en todo caso, allí nadie se atrevería a acompañarlo al baño y esto para él era suficiente.

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Alfonsina




Foto: lejos
Por: Julián





Alfonsina
Por: Daniel


El hombre deja sus botas sobre la arena. Camina descalzo y se quita la camisa. Va vaciando sus bolsillos a cada paso, dejando caer todas sus pertenencias sobre la arena. El hombre llora un poco en silencio. El sol rojizo de la tarde lo recubre por completo mientras se va dirigiendo al mar.
Se quiere suicidar.
Cuando sus pies tocan el agua por primera vez, se detiene. Mira sobre sus dos hombros para redescubrir una playa desolada. Aspira hondo, cierra los ojos, se lanza a fundirse en el mar.
Las olas pasan de golpearlo en la cintura a arroparle la cara. Siente cortadas en sus pies. Ciñe con más fuerza los ojos, se concentra en sentir el frío del agua, el sabor de la sal, a pasar por su cabeza la película de su vida. Su farsa. Su discusión interna es sorprendida por un paso en falso, un leve vacío en el infinito azul. Traicionado por el vértigo, abre los ojos.
Está solo.
Suspendido.
Y tiene miedo.
Mira de nuevo sobre sus hombros. Toda su travesía se reduce a unos pocos metros de los que se ríe la boya de seguridad, abanderada y abandonada, que flota delante suyo, separándolo del sol. Percibe figuras que caminan sobre la playa y se molesta. No quiere que le busquen sentido a todas las huellas que dejó en la arena. Molesto, vuelve la vista al frente. Maldice a la bandera, siente que lo está desafiando. Le desvía la mirada y descubre otra cosa. Un pequeño brillo rojo en el infinito azul. Su curiosidad arranca a nadar. Piensa que igual no se podría suicidar esa tarde. Que es un inepto por no tomar las precauciones necesarias para ser ignorado. Las olas nunca iban a barrer sus documentos, cómo pudo ser tan despreciable  Mientras bracea, piensa en que va a ver qué pedazo de basura llamó su atención. Que luego va a pasar por la bandera para escupirle y se va a devolver a la playa. Piensa que para entonces el sol ya se habrá hundido por completo y no va a tener que verles las caras a los saboteadores.
Pero no.
En medio del azul oscuro, casi anaranjado, hay una mujer.
Él, Pablo, nada como un cometa surcando el cielo hasta llegar a su lado. La abraza, luego la mira. Está oscuro, no la ve. Le toma los brazos y los ata sobre su cuello. Se acuerda de algunas cosas que aprendió mientras le gustaba vivir. Por fin, vuela a nadar, como absorbido por el cielo.  No ve nada, le pesa el cansancio en todos lados, ella le pesa en la espalda, lo hace torpe y lento, traga mucha agua, siente morir su energía, pero la playa está cerca, en algún punto la marea lo va a empujar a la orilla, a escupir a la vida, y de pronto vale la pena, porque la está salvando a ella, a Alfonsina, y eso le hace sentir pirañitas en el estómago.
Hubo un momento en que sentí que había llegado a algún lado que no era el cielo. No pude abrir los ojos, no pude ni siquiera intentarlo, mis fuerzas estaban regadas como arena, y yo simplemente pensaba en que debía esperar a que llevara alguna ráfaga o alguna ola, ya veríamos. Sentí unos dedos morados acariciar mi cara, olí una piel morena inclinarse sobre mi pecho, aspiré el aire frío que me arrojó un alma cansada, fue cuando me susurró al oído “Alfonsina” que parpadeé. Lo demás, lo de siempre, una forzada respiración boca a boca que infla el alma con oxígeno cuando se quiere es helio, unas palmadas desesperadas en las mejillas, una oreja en el pecho, un recuerdo inútil, un dolor que se aviva, uno que otro pálpito del corazón hasta que se paraliza.
- Alfonsina… - escupo un poco de agua y mi cabeza vuelva a caer. – Vamos mujer… - diástole y sístole y un tipo que me está dando cosquillas - … que esto ha sido… - frío, arena, muevo los dedos - … una locura. Una mala broma. De la muerte.
-¿A dónde vamos?-  balbuceo.
- ¿Qué? ¿Qué dices? – exclama sorprendido mientras se inclina otra vez. Oreja en los labios.
- ¿A dónde vamos? – pregunto. Lo quiero ver…

Sentí de nuevo sus dejos silueteando mis mejillas. Creo que sonreí un poco porque su tono cambió de inmediato. Me preguntó si tenía frío, si tenía algo que recoger por ahí cerca, y si me gustaba el vino caliente. Me tomó tiempo poder caminar. Yo esperaba otra sorpresa, como la de Alfonsina, como la del vino; pero él sólo me preguntaba por mi salud, quería estar seguro de que yo no quería ir a un hospital y de que irnos a tomar ese vino no era una locura. Bendito sea ese tipo de locura. Me contó que estaba cansado de la vida, me prestó una cobija y encendió la chimenea de su casa, me dijo que todo era una señal, que cómo era posible que se encontrara conmigo en medio de su ceremonia de muerte. Sonreía, mientras, yo esperaba otra sorpresa. Cuando me preguntó por mi le dije que me gustaba ir a la playa, que también vivía en la ciudad pero no quería ir a mi casa, prefería pasar la noche acompañada, que recordaba haberme golpeado en la cabeza, no sabía con qué, era un simple paseo de rutina al mar. Cuando me preguntó mi nombre le dije que Alfonsina me sonaba bien, que me gustaba, que me dijera así. Se puso insistente, me dijo que él era Pablo, que yo le había cambiado la vida, o la muerte, y yo celebré con media sonrisa su chiste, logré desviar la conversación. Cuando se acabó la botella habían pasado varias horas, habíamos recorrido su vida, hablamos de actos poéticos en vida, del color del sol y las cosas, del vacío y su eco. Ahora duerme. Me cedió su habitación y se acomodó en el sofá. Y aquí estoy yo, escuchando el mar reventarse en soledad. Mañana, cuando claree, temprano, pienso volver. Al mar. A huirle al sol. Tal vez a allá sí pertenezca. 

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crujidos




Foto: El Cairo
Por: Juan





crujidos
Por: Julián

“Vas a dañar el libro si le sigues poniendo ese vaso encima,” dijo ella por tercera o cuarta vez.
“Bueno, ya, ¿cómo lo voy dañar?”
“Pues le vas a regar el trago.”
“¿Cómo se lo voy a regar?, a mi nunca se me riega nada. Además, bueno, ¿Qué pasa si se riega?”
“Pues que te tiras el libro, y qué pena devolverlo así vuelto nada.”
“Pero si ya casi no queda nada. Si riego lo que queda aquí se mojarán cuando mucho dos o tres hojas, y los dos sabemos que el dueño de este libro ni siquiera va a llegar hasta aquí.”
“¿Por qué no? ¿Por qué siempre tienes que pensar que la gente es idiota?”
“Yo no pienso eso,” dijo él mientras se acababa el trago y volvía a poner el vaso sobre el libro.
“Sí lo piensas.”
“Bueno, entonces sí lo pienso. Pero es porque la gente me demuestra que es idiota. No es que me lo imagine. Yo le doy la oportunidad a las personas de demostrarme que no son idiotas, y por lo general fallan. Eso no es mi culpa.”
“¿Y por qué las personas tendrían que demostrarte algo a ti?”
“Todas las personas tienen algo que demostrarle a las demás. Sea lo que sea. En eso se basan las relaciones. Lo que pasa es que la gente no lo sabe, ni se da cuenta cuando lo hace. Yo, por ejemplo, tengo que demostrarte que soy una persona medianamente interesante para que te sientes aquí conmigo a aguantarte este calor. Si yo no fuera de tu interés no habría ninguna razón para que estuvieras aquí escuchándome. Y eso te lo he demostrado sin darme cuenta. No es como si yo me hubiera propuesto hacerte pensar que soy encantador. Mira, por ejemplo, a Hemingway”, mueve el vaso y levanta el libro mostrándole la portada, volviendo a dejarlo luego como estaba. “Hemingway era un hijueputa. Era un tipo malaclasudo, que en general trataba mal a la gente, por lo que era de esas personas de las que se dice que ‘no tienen que demostrarle nada a nadie’, y en efecto no tenía que hacerlo, porque lo hacía sin darse cuenta. ¿Sabías que de niño la mamá lo vestía de niña? ¿Y que llegó a odiarla tanto que se refería a ella como that bitch?”
“Algo había oído, sí.”
“A pesar de que la mamá lo vestía como niña, de sus cada vez más frecuentes depresiones, y que tenía encima a Edgar Hoover y a no-sé-cuantos agentes del FBI, le demostró a todo el mundo que era un escritor brillante. Pero él no tenía la necesidad de demostrar que lo era. Simplemente escribía. ¿Sí me explico?”
“Tú no eres Hemingway.”
“No. Yo sé que no soy Hemingway, y tampoco me interesa serlo. Pero ese no es el punto. Lo que quiero decirte es que uno vive demostrándole cosas a los demás sin darse cuenta. Por eso es que las personas me demuestran cosas todo el tiempo, así no quieran. Unos me demuestran que son idiotas, otros no...”
“Ay, no, párala ya. Está haciendo demasiado calor como para escucharte justificar tu ego.” Dijo ella abanicándose con la mano.
“Yo no estoy justificando nada. Además, fuiste tú quien empezó a preguntarme cosas. Yo sólo estaba diciendo que no creía que si se regaba lo que quedaba en el vaso fuera a haber mayor problema. Ahora, lo que yo verdaderamente me pregunto es ¿por qué siempre tienes que actuar como la defensora del pueblo? Ya hay una persona en el gobierno que se encarga de eso, ¿sabías?
“No seas ridículo. No es que sea la defensora del pueblo, simplemente me molesta tu forma de juzgar a la gente. Tú andas juzgando todo el tiempo, para ti todo el mundo es un idiota.”
“Porque me lo demuestran. Pero espera, o sea que tú te conviertes en la defensora del pueblo, no porque te interese defender a la gente, sino porque de alguna forma quieres demostrarme que mi forma de juzgar a las personas está mal.”
“Claro.”
“¿Sí ves, entonces, que todos tenemos cosas que demostrarle a los demás?” Dijo, pegándole a la mesa.
“Sí, y también tenemos cosas que demostrarnos a nosotros mismos. Por ejemplo, todo ese discursillo tuyo de monarca ilustrado que le enseña al pueblo, sobre demostrarle cosas a los otros era más que obvio. Lo que yo quería era demostrarme a mí misma que te podía poner a hablar y hacerte creer que eras el gran sabio. Entonces en últimas, sí, tú tenías razón, pero eso es como tener razón en decir que estamos vivos.”
“No empecemos a hablar sobre los vivos,” dijo acomodándose en la silla. “¿Cómo sabes tú que estamos vivos?”
“Se nos puso metafísico esto.”
“No, en serio.”
“En realidad todo es un problema de percepción. Yo no sé si estamos vivos, o lo que sea, eso lo dije para seguirme demostrando que todavía puedo joderte como antes. Lo que sí es seguro es que estamos, de alguna forma, pero el cómo estamos depende de la percepción de las cosas que tenga cada uno. Depende de cómo se mire. Si intentas leer este libro a través del vaso que le tienes encima vas a ver las letras de otra manera, que igual te permite entender lo que dice, pero de otra manera… Lo cual también es una obviedad.”
La mesera se acerca con la cuenta.
Your check, sir.”
“¿Tú pediste la cuenta?”
“No.”
“Yo tampoco.”
“De todas maneras ya nos vamos.”
“¿Ya nos vamos?”
“¿No?”
“Yo todavía no me quiero ir.”
“Tengo mucho calor,” dijo ella volviendo a abanicarse con la mano.
“Si quieres ve yendo, yo llego en un rato.”
“Bueno. Por favor, no vayas a dañar el libro,” dijo mientras se levantaba y le ponía la mano en el hombro.
“Yo nunca daño nada.” Levantó el vaso, y haciéndole señas a la mesera pidió otro trago. “Anís del Toro, please.”  

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