Cuento lúdico para niños sin pesadillas
Por: Daniel
Abelardo Piñeros sacó
el tubo de ensayo del horno, lo miró con la sonrisa macabra que había estado
añejando durante toda su inmunda vida y lo tomó, cuidadoso, entre sus manos
llenas de grasa y escombros de alopecia, para guardarlo finalmente, lleno de
emoción y sudor, envuelto en un fino paño rojo del más suave carmesí. Había,
por fin, perfeccionado el virus con el que los feos tendrían su revancha sobre
la humanidad, bellezocrática y traicionera. Abelardo salió de su apestosa
cloaca, un laboratorio secreto construido en el laberíntico circuito del
alcantarillado de la capital del mundo, para encontrarse con el resto de su
organización de feos asquerosos.
Guillermo Tejada, un
negro chaparro con labio leporino a medio operar, ojeras perennes y el afro de
un caracol; recibió el paño con la emoción con la que se recibe en navidad un
regalo mejor que el del vecino. Su diente de oro de fantasía dio un pequeño
destello en la puerta del subterráneo cuartel general, cuartel que antes
pertenecía a los masones pero fue conquistado por los feos luego de un pequeño
pony de troya repleto de licor envenenado, en el que estaban consignados en los
roídos muros de corcho los retratos de los bonitos categorizados como
accesibles e influyentes: sin ser celebridades eran seres afrodisiacos que bien
podían ser los conejillos de las más bellas indias para llevar a cabo el brutal
y vengativo experimento.
Rosalinda Caro,
recibió del negro paticortico el paño, Guillermo había recorrido en su triciclo
las calles principales de la capital del mundo y había entregado el sagrado
testimonio a la encargada de empezar a propagarlo entre sus colegas-poco-o
nada-favorecidos-por-la belleza para que la hora del arbitrario juicio final
llegara por fin a la faz de la tierra y borrara por completo a la postiza y
plástica humanidad. Rosalinda era la encargada de la imagen (si se puede hablar
de algo así con los feos) del grupo insurgente. Mantenía al grupo, de calibre
internacional, informado a través de plataformas virtuales, dándole un hogar a
los corazones no queridos y los fracasos reiterados bajo el estandarte de “los
más equis”, grupo que ha sido objeto de burlas por parte de la humanidad entera
al ver las fotos de sus integrantes y los conflictos existenciales que
manifiestan. Rosalinda llamó a su amiga medio bonita para que ella llamara a la
bonita, así hasta llegar a la realmente bonita. Se reuniría entonces el grupo
de mujeres, a deshoras obviamente, era una emergencia, otra crisis de la gorda
babosa con tetas estrábicas y exceso de fluidos y gases, angustiada porque
nadie la quería y nadie la había tocado desde que la cargaban sus papás, y eso
que a las malas. Otras feas, de las más selectas, habían sido encargadas con la
misma misión, fingir un berrinche memorable, una escena típica y nada
sospechosa que no levantaría ninguna suspicacia entre los tontos bonitos.
Y así ocurrió. En
simultánea, casi, muchas feas a medio querer por sus amigas lloraron sus ojos y
propagaron el virulento descubrimiento del tibio Piñeros en bares, restaurantes
y parques de la capital del mundo.
El virus consistía en una pequeña partícula
malévola incompleta que se conectaba cuánticamente con su complemento,
superando el espacio-tiempo-género-edad, provocando una reacción de inhóspita
fatalidad. En cuestión de horas el virus que había sido regado en la capital
del mundo se había extendido hasta los recodos de la selva y las profundidades
de los sindicatos y sus rocambolescas guaridas. No había en el mundo un rincón
exento de la amenaza encarnizada de la fealdad. Cada vez que alguien se
masturbara su pensamiento activaría la malévola y fatídica partícula incompleta
que buscaría a toda costa, en cuestión de micro milésimas de segundo,
conectarse con su complemento. El complemento lo encontraría en el ser
inspirador del dichoso, o doloroso, pajazo. La conexión metaorgánica
potenciaría las sensaciones deleitosas del acto de autoplacer o autoconsuelo, y
al mismo tiempo generaría una carcajada imparable e incontenible en el ser inspirador,
acabando con su vida con un ataque de risa, o en el mejor de los casos, una
explosión de algún órgano interno, sea estómago, páncreas, hígado o riñón, y
bienaventurados a quienes les explota el cerebro: una muerte que economizaría
el dolor, sin duda.
Todos los seres del
mundo prosiguieron tranquilamente con sus cotidianeidades, matanzas, apuestas,
traiciones, lanzamientos, uno que otro suicidio o enfermedad, y esas cosas que
rellenan las redes sociales y líneas telefónicas permanentemente, “los más
equis” sólo esperaban. A las 9:45 de la noche en la capital del mundo, hora en
la que la mayoría de la población normal está lejos del REM, Gasparcito Prada,
un tuerto manco que nació feo y se volvió inmundo luego de un accidente,
recibió la orden del ñoco Casimiro, el discípulo del negro Guillermo, para
detonar la fase tres, la fase terminal del plan. Gasparcito fundió el generador
principal de la central eléctrica principal de la ciudad. El apagón fue total,
a tal punto que los policías debieron salir con sus linternas a las vías
principales de circulación para pedir a los conductores que esperaran “in situ”
mientras se resolvía la pequeña falla del sistema eléctrico abastecedor de la
ciudad. Nada como el caos de las comunicaciones, la privación de los típicos y
moralmente aceptados sistemas de entretenimiento, para desatar un tsunami de
pajazos tremebundos o arrunches pornograficoides. Los gritos no se hicieron
esperar, las carcajadas menos, el cielo se pobló de dolorosos sonidos de placer
mientras que la ciudad se poblaba de cadáveres, provocados no sólo por el virus
sino por situaciones mal manejadas, como la tristeza de ver a un ser querido
morir, o el darse cuenta de la ausencia propia en los pensamientos de deleite
de un ser querido. Los feos se aglomeraron en los diferentes templos, rezando
cada uno para no hacer parte del pequeño margen de error calculado. Si bien se
trataba de una guerra en la que había que darlo todo por vencer, les torturaba
pensar que no gozarían de la bienaventuranza que brinda la venganza por culpa
de algún loco o desadaptado con problemas de filias descarriadas o amor
idealizado.
El mundo, dominado ahora por los feos, debía
enterrar sus preciosidades y nada como los océanos para hacerse cargo de
cobijar a los antiguos tesoros de la humanidad. Ese día, la tropa universal de los malucos celebró el
haber acabado con una minoría dominante de la humanidad, pero también
entendió, ya un poco tarde, que junto a ella, había enterrado a la buena
paja.Foto: los infortunios de la calvicie
Por: Juan
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