Mariana

Mariana
Por: Juan

Mariana se enamora todos los días de personajes diferentes. Se jacta de ser exigente a la hora de fijarse en alguien, pero la verdad es que se traga en silencio cualquier posibilidad de hablar, sean conocidos o no. Así ha sido siempre, incluso desde que era una niña y apenas empezaba a explorar el trato con los demás. Siempre se ha encargado de proyectar una imagen de seguridad que la distancia del mundo, y solo sus amigos más cercanos saben cómo es realmente. Es jovial y amable y trata bien a todos con una formalidad tajante; eso le ha significado ser un prodigio en lo que hace desde muy joven —es publicista, de esas que trabajan en campaña con empresas grandes y se inventan frases ingeniosas que son fáciles de recordar— y le da también para ser particularmente llamativa cuando socializa.

Tiene tres o cuatro amigos muy cercanos, con los que habla casi todos los días, Iván, Felipe y Catalina. A los dos primeros los conoció en su paso por la universidad, y a la tercera la conserva desde el colegio; es la única con la que habla desde hace tanto. Porque siempre pensó que los demás con los que estuvo en clases desde pequeña, los que tal vez mejor conoce y cuyas perversiones se sabe al dedillo, son un montón de descerebrados deshonestos que no vale la pena ni es saludable tener cerca. Todos menos uno con el que tuvo una relación tormentosa en los últimos años de clases y del que no volvió a saber sino hasta que murió de un cáncer de páncreas meses más tarde de graduarse del colegio. La razón se la dan más de cuatro o cinco que ya están lanzándose a la política con las mismas propuestas que lo hacen siempre los que están detrás de la plata fácil.

Mariana tuvo la posibilidad de dedicarse a la publicidad política pero prefiere venderse primero por un computador que por una promesa falsa. Suele creer que el computador al menos da una satisfacción instantánea y pasajera, además de ser útil y de dejarle la consciencia limpia. Esa aparente rectitud y una belleza física insoportable hacen que no tenga que preocuparse por que se hable de ella, sino, al contrario, la obliga a cuidar bien lo que hace. De todas formas, eso nunca le ha quitado la tendencia de enamorarse profundamente cada vez que ve a un hombre (tuvo una época en la que se enamoró más de mujeres, pero eso ya pasó y por el bien de su familia, conservadora y tradicional, espera no se repita, aunque sabe que se trata de algo que la excede) y que hable de él por horas sin parar. Más de una vez ha temido quedarse solterona y tener que comprarse un montón de gatos, como buena hija de Hollywood. Ni siquiera le gustan los gatos, pero se acostumbró muy pronto a anticipar la resignación.

Su historial amoroso es más bien ridículo, casi ficticio. Más allá de los delirios colegiales que tuvo con Andrés (el que murió de cáncer), su imagen de superioridad niega cualquier acercamiento posible con aquellos en quienes se interesa. Por eso se inventa historias sobre sus intereses sexuales; empezó cuando iba a mitad de carrera y acostumbraba sentarse en las mismas bancas todos los días, a fumar y a leer. Leía de reojo, fumaba con un gesto ya amaestrado de falso desinterés, y miraba cuidadosamente quién pasaba. Escribía notas, aunque esa es una práctica que perdió y que eventualmente retoma cuando está sola tomando café o esperando un martini en un bar.

En esas notas (aún conserva algunas que tiene en una caja de recuerdos) los nombres son apenas comodines que sirven para leer las fijaciones de los hombres más atractivos —Mariana todavía recuerda a Marco, un antropólogo que caminaba por esa zona todos los días y al que ella le atribuía una adicción al sexo y un tamaño de pene casi circense, a pesar de sus escasos 1,60 metros—, los más excéntricos —usualmente eran los desapercibidos, los que buscaban no resaltar; Santiago, un gigantesco fanático del manga y los cómics, tenía en su habitación un armario escondido en el que conservaba disfraces de cuero, látigos y paletas con púas, listos al menor indicio de seducción—, o incluso los más ingenuos y tiernos —a los que ella le atribuía poderes sexuales irrisorios (jamás ha pensado en que un hombre sea malo, o incapaz de satisfacer a una mujer, sino que no ha dado en el blanco con eso que le convertirá en una potencia sexual incontenible).

Mariana es lo suficientemente sugestionable para entender hasta qué punto pueden llegar las perversiones dentro del ámbito privado; la suya es leer todas sus anotaciones, como una investigadora delirante, en voz alta; cree que en la palabra está la forma perfecta de romper los límites del placer. Por eso lee sus ficciones en voz alta, durante la noche, mientras se toca. Lo hace semanalmente. Eso lo descubrió —y se los agradece desde entonces cada vez que lo recuerda— con Jessica y Silvia, dos amantes que tuvo en secreto simultáneamente, y de las que nadie supo. Una le enseñó a masturbarse como nadie, y la otra, más romántica y torpe (más hombruna, también), con una fantasía compulsiva por enamorarla, le leía cartas y relatos eróticos mientras hablaban por teléfono. Una estudiaba diseño de modas a unas cuadras de su casa, y la otra era futbolista, y la había conocido en un asado en la finca de su jefe.

Para alimentar sus necesidades, Mariana convierte a toda persona atractiva en un personaje de su ficción; los transforma en insectos ávidos de disección por su voz y sus gemidos. Lo curioso es que cree que en el centro de esa obsesión se esconde un cometido profundamente romántico, un acto de amor rodeado de un lenguaje secreto que nadie más que ella es capaz de descifrar, y que aun a ella le cuesta. Durante mucho tiempo, antes de empezar a escribir, Mariana construyó mapas mentales y llenó de fotos y cartas de autores inexistentes el aparente interés que tenía por uno u otro chico que captaba su atención. El día en que le entregaron su diploma de publicista quitó también de su pared una especie de altar que había construido con mensajes, envolturas de chocolate y todas las indirectas que quiso enviarle a todos los personajes que tiempo después serían tinta en su libreta sexual. A fin de cuentas, todas las exigencias de Mariana se reducen al hecho de que ninguna pareja podrá ser tan entretenida como lo que ella hace de sus desconocidos; por eso se resigna a pensar que el amor es producto del aburrimiento, y a que ella no quiere, finalmente, que ninguna fantasía se cumpla, que ningún hombre le ponga atención, que nadie se acerque más de lo necesario. 




Foto: Así
Por: Daniel



lunes, 7 de noviembre de 2011

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