El reto que Juan le puso a Daniel:
Hacer un relato que fuera una adivinación, o que tuviera su forma.
Título: Pesadillas
Formato: Cómic
El reto que Daniel le puso a Juan:
Un universo a partir de Love me do de The Beatles
Título: Love me do
Formato: Cuento
Tara no habla español pero Alexandra le traduce
canciones de The Beatles al oído. Se conocen porque ambas están en el público
del show de Ed Sullivan para ver a los famosos británicos. Desde ese día, Tara
hace creer a sus padres, una pareja muy conservadora que vive en Kansas, que
tiene un novio chileno con el que piensa casarse. Como la comunicación es
telefónica, la mentira se extiende sin un final visible. Son las únicas dos
personas dentro del estudio que no enloquecen cuando los de Liverpool salen al
escenario; las únicas que no se despegan la mirada durante los aplausos; las
únicas que no cantan gritándole a los músicos.
Después de la
presentación ambas salen del edificio, y se abren espacio entre la multitud
histérica para buscarse con desesperación. Tara mira a Alexandra a los ojos,
sin importar el potente rayo de luz que le cae en los ojos, mientras que esta
se fija en sus manos, pálidas, casi transparentes, temblorosas porque no
entienden lo que pasa. Alexandra entrecierra los ojos y sonríe, y le dice a
Tara que la acompañe. Caminan varias horas hasta llegar a una cafetería. Tara
dice que ella trabaja ahí pero que está de vacaciones. Hablan durante horas
hasta que se despiden; Tara se tranquiliza porque no ve a nadie y le coge la
mano a Alexandra, que se ríe de su timidez. Alexandra le estampa un beso y le
entrega un papel con la dirección del hotel y el número de la habitación donde
duerme. Tara se emociona por la torpeza
de su acento latino, que a ratos dilata los silencios y otras veces los
atropella. Por la propiedad con que habla, por la implacable determinación con
la que mueve cada músculo.
Tara tiene poco más de
21 años y estudia para ser enfermera. No sabe que Alexandra tiene que volver a
Santiago en una semana, y ella tampoco se molesta en contarle. Trabaja, además,
como mesera en una cafetería a dos horas de su casa. Vive con tres personas
más, un divorciado alcohólico que no sale casi de su cuarto, una anciana al
parecer familiar del borracho que tiene más de siete gatos, y otra joven como
ella, pero que nunca está en casa porque es azafata. Es una casa suburbana en
la que Tara vive por recomendación de su madre, amiga de una amiga de la mujer
de los gatos.
Alexandra está en Nueva
York porque le gustan los lugares donde puede sentirse de paso. Está cerca de
los 30, y es la hija menor del dueño de una mina de carbón. Tiene una mala
relación con toda su familia excepto su padre y por eso viaja constantemente. Desde
niña tiene tutores personalizados que le enseñan a tocar violín, a pintar, y a
leer clásicos literarios. Desdeña de ese modelo de educación. La caracteriza
una curiosidad instintiva que la mueve a enterarse de todo el universo de la
minería de su familia, incluso al estar fuera del país. Esa inteligencia
inherente la tiene bajo los ojos de su padre para ser heredera total de la
mina. Ella espera que no.
Pasa un día y Tara llega
al lujoso hotel donde duerme Alexandra. Se anuncia en la recepción y camina con
los brazos pegados al cuerpo. Le sudan las manos. Toca tímidamente a la puerta,
y Alexandra abre rápidamente. Con una sutileza serpentina la hala de los bordes
de la camisa hacia adentro, y la desviste apenas con algunos toques ligeros.
Alexandra sabe que es la primera de Tara y la cuida con exceso, mientras espera
que lo que ve en ella despierte y lo desborde todo.
De Tara le gusta la
bucólica ternura con que la trata, similar a una estatua divina o a un espíritu
místico. El breve tiempo que pasan la hace amarla tranquilamente, sin
restricciones, en el silencio del alba, con una ingenuidad infantil.
Tara lee los poemas de
Alexandra y le pide que se los recite. No los entiende pero se hipnotiza con
las modulaciones vocales, con el ritmo y los chasquidos de ese idioma incógnito
que se asemeja al chispear de una llama o a la violencia de un incendio.
Se ven cada día de la
semana sin interrupción. El último día, Alexandra le pide a Tara que la
encuentre en la estación de metro, le dice que le tiene una sorpresa, y que
compre ropa nueva. Tara le hace caso, se maquilla cuidadosamente y se encamina
puntualmente a la estación. Encuentra a Alexandra llorando, quien le cuenta que
su padre está enfermo y los médicos le dan tres días o menos. Antes de darle un
abrazo se produce un silencio mordaz, casi fatal. Alexandra, igual que la
primera vez, le entrega una nota a Tara. La nota no dice nada. Se van caminando
juntas al hotel y pasan la noche. Cuando Tara despierta, el cuarto está vacío.
Ve que hay una hoja doblada en la mesa de luz. Está la explicación de todo.
Alexandra explica a Tara
su regreso a Chile y la enfermedad de su padre; le escribe que no sabe nada de
volver a verla, siquiera tampoco si es posible. Le habla al papel como si fuera
su interlocutora, rompe la carta varias veces y la reescribe porque siente que
Tara la odia y su letra y su tinta no pueden calmarla; escribe porque intenta mitigar
el golpe, aunque lo sabe de antemano imposible. Alexandra pone el punto final,
dobla el pedazo de papel, lo pone junto a la cabeza de Tara y sale con una
maletita al hombro. Tara lee la carta en la habitación vacía, está sola y no
hay rastro de Alexandra. Tara dobla el papel amarillo, lo desdobla, lo vuelve a
leer, lo arruga, se arrepiente, lo vuelve a leer, se llena de ira, lo rasga.
Abre la ventana y tira los fragmentos, que parecen una nevada teñida por el
sol. Conserva uno nada más, en el que alcanza a leerse un verso de una canción
de The Beatles.