Rebecca
Por: Daniel
Las dos
ciudades
“La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de
un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo
que se ha perdido.”
—Ricardo
Piglia, El último lector
Gioachino tenía por costumbre subir a la azotea
dos veces al día a observar la ciudad desde su edificio abandonado. En las
mañanas cuidaba a sus visitantes esporádicos llenando las pajareras con
semillas de girasol, comía una manzana lentamente, y ojeaba la monstruosa
estructura metálica a lo lejos. En las tardes volvía a subir para ver los
matices del cielo alrededor de la imperante masa de hierro. Siempre se tomaba
el tiempo de esperar a que la noche no lo dejara ver la torre. Gioachino solo
subió hasta la punta una vez, y decidió no volver. Pasaba horas observándola
impávido como buscando comprender la naturaleza de una obra de otro mundo. Y
aunque entendía que lo asombroso de la torre no era su tamaño sino su
construcción, pasaba horas encontrándole errores fortuitos, imperceptibles, que
ni siquiera Gustave pudo prever. La torre pudo ser aún más grandiosa, casi
perfecta (él sabía que la única forma posible de perfección es en un sueño o
una idea), si Gustave hubiera atendido a los consejos de Gioachino.
Gustave
era ingeniero gracias a Gioachino, quien le contagió su convulsiva curiosidad
desde que apenas era un niño. Gioachino nunca construyó nada pero sus cálculos
y sus previsiones eran tan exactos que nadie se atrevía a cuestionar el
funcionamiento de su lógica o los planes que trazaba en un delirio intempestivo.
Muchos lo consideraban una especie de oráculo por la claridad con que veía las
posibilidades de crear; otros, como era obvio, lo creían un loco incivilizado
que no compartía sus avances con nadie. Nunca dejó nada para la ciudad y sus
secretos desaparecieron con quienes lo plagiaron. Gustave era el único que
conocía el verdadero motivo por el cual Gioachino había abandonado su taller en
Lugano. La fama del italiano era un misterio y nadie sabía cómo había comprado
un edificio para él; nadie más que Gustave, desde su más enternecedora
infancia, pasaba por las puertas de hierro, y cuando el inventor salía
procuraba hacerlo disfrazado. Lo poco que se sabe del inventor proviene del
diario del ingeniero, que en sus últimos días pareció arrepentirse de un
crimen. Gustave escribía en un ilegible francés que era revisado y transcrito
por sus asistentes. El diario, sin embargo, reposa hoy en un museo y nunca fue
publicado.
Gioachino
permitía visitas anuales. Para quienes lograron entrar alguna vez en su
edificio pudieron disfrutar de cierta jovialidad y perspicacia sospechosas. El
italiano era muy amable con quienes se presentaban en su lugar de trabajo; no
mostraba nada de lo que hacía, pero podía pasar horas y horas conversando con
sus interlocutores como si se tratara de un familiar o un amigo muy cercano. Una
vez la visita ponía un pie en la calle no volvía a saber de su anfitrión. Nadie
le conoció amigos ni familia y su relación con Gustave fue secreta. La única
vez que Gioachino aceptó darle alguna luz pública a sus inventos fue por medio
de los planos de la torre de Gustave; de ninguna otra forma supo el mundo sobre
su vida y obras. Por esa lucidez aberrante puesta en los planos de Gustave fue que
se inició la construcción. Fueron correcciones mínimas hechas en apenas unos
minutos, que día tras día después de terminada la obra lo obligaban a
contemplar el monstruo.
Gioachino
nunca le levantó la voz a Gustave en parte porque su carácter siempre fue
melifluo, aunque le prohibía acercarse a un rincón de la azotea que permanecía
cubierto con una inmensa manta aterciopelada que tenía grandes fragmentos
decolorados por el sol y un olor pútrido a humedad. Los primeros años se
mantuvo ansioso por intentar descubrir lo que había detrás del telón, hasta que
progresivamente abandonó la idea imposible de descubrir algún misterio de su
maestro.
Después de la construcción de la
torre, mentor y discípulo rompieron relaciones y no volvieron a hablar. Gustave
creyó que se trató de una simple capricho senil, pero Gioachino nunca le
increpó ni le discutió su triunfo; solo lo ignoró. Se dedicaba a escribir notas
y a garabatear viejas ideas cada vez que veía a su antiguo alumno aparecer en
la azotea. Gustave pensó que Gioachino había ido perdiendo la razón como una
ceguera gradual, lenta e irrevocable.
En invierno de 1916, Gustave decidió
ir a ver a su maestro. Una carrera brillante y un capital ilimitados lo habían
mantenido alejado de sus enseñanzas y esperaba, con cierta ingenuidad infantil,
que Gioachino le permitiera recuperar la senda perdida. Aún conservaba la llave
que hacía tantos años le había sido concedida como un don. Al llegar a lo más
alto del edificio no encontró a nadie y se extrañó. Solo vio una manzana
descompuesta y a medio comer en el suelo. Registró el lugar lentamente hasta
que dio nuevamente con el telón entre vinotinto y rosáceo que siempre le había
causado una curiosidad mórbida. No reaccionó. Mientras temblaba se detuvo
frente al telón, que detallado más de cerca revelaba estar cubriendo una mesa.
Entre el frío y el miedo, lentamente se acercó y quitó la cubierta y la puso a
un lado.
Encontró sobre la mesa, y cubierta
hace años por la manta clandestina, una réplica de París. Pero no era la ciudad
que él conocía y en la que vivía; cada calle estaba poseída por un enjambre de
microscópicas y prodigiosas bombillas, y en algunos puntos estratégicos se veían
varios monumentos, entre esos la torre Eiffel. Apenas a unos centímetros se
alzaba iluminada una réplica que aún funcionaba de la noria de Ferris. Vio una
miniatura de los jardines colgantes y a unas calles más al norte una simulación
de la biblioteca de Alejandría; vio, también, una imponente estatua del coloso
de Rodas sobre un río que podía ser el Sena, y cada uno de los objetos estaba
animado y respondía a una especie de armonía a la que estaba sometido bajo el
movimiento secreto de la ciudad. Las calles imitaban el movimiento de las
carretas, los incipientes automóviles, y los transeúntes. El tiempo estaba
escalado y también pasaba más rápido. La vida de la ciudad miniatura
transcurría igual a la ciudad real. Eiffel vio esa que parecía su ciudad de día
y de noche en apenas unos minutos. Entendió que Gioachino había creado la
esencia de una ciudad y la conservaba para él porque la realidad le había
resultado intrascendente y se había dedicado a transmutar, proyectar y
falsificar lo visible. Había logrado encontrar el espectro de los objetos y
vivía de los juegos, como un experimento perpetuo con el que creaba su propio
cosmos sin afanes grandilocuentes ni megalómanos. Lo movía la curiosidad. Aún
muerto, Gioachino le enseñaba que su trabajo con la torre era un afán torpe y
enfermizo, arrogante, ridículo.
Lo
que queda son fragmentos del diario de Eiffel traducidos a medias. Nadie supo
qué pasó con la replica de la ciudad, pero a Gioachino Marmonti se le hizo un
funeral pequeño y discreto en las afueras de París, para que nadie supiera de
él. Lo demás son pedazos ilegibles de la escritura de Eiffel:
“El éxito de
la torre, su maqueta, fue invisible. La escala no importa, el tamaño de los
objetos visibles no varía su configuración real. Nunca pude entender la mente
de Marmonti aunque eso creyera. Su obsesión no era inventar o crear, buscaba articular
el mundo escondido en la materia, en lo manipulable. Tenía alma de alquimista y
por eso también entendía las leyes que rigen el asombro y lo inabarcable. Pero
su alquimia era secreta, un lenguaje incomprendido incluso por él con el que
balbuceaba a través de sus creaciones. Las ferias fueron sus maquetas,
proyecciones del mundo que él mismo planeó, borradores expansivos de lo que él
hacía décadas había creado en los rincones de sus talleres. Quizá por eso le
dio a Ferris la idea de la noria, porque en el fondo sabía que la magnitud de
la estructura no era nada y sin el esplendor de lo cifrado sería inevitable que
la desmontaran. Aún hoy no entiendo por qué la torre sigue ahí, como un gólem
imposible de animar.”