Mariana

Mariana
Por: Juan

Mariana se enamora todos los días de personajes diferentes. Se jacta de ser exigente a la hora de fijarse en alguien, pero la verdad es que se traga en silencio cualquier posibilidad de hablar, sean conocidos o no. Así ha sido siempre, incluso desde que era una niña y apenas empezaba a explorar el trato con los demás. Siempre se ha encargado de proyectar una imagen de seguridad que la distancia del mundo, y solo sus amigos más cercanos saben cómo es realmente. Es jovial y amable y trata bien a todos con una formalidad tajante; eso le ha significado ser un prodigio en lo que hace desde muy joven —es publicista, de esas que trabajan en campaña con empresas grandes y se inventan frases ingeniosas que son fáciles de recordar— y le da también para ser particularmente llamativa cuando socializa.

Tiene tres o cuatro amigos muy cercanos, con los que habla casi todos los días, Iván, Felipe y Catalina. A los dos primeros los conoció en su paso por la universidad, y a la tercera la conserva desde el colegio; es la única con la que habla desde hace tanto. Porque siempre pensó que los demás con los que estuvo en clases desde pequeña, los que tal vez mejor conoce y cuyas perversiones se sabe al dedillo, son un montón de descerebrados deshonestos que no vale la pena ni es saludable tener cerca. Todos menos uno con el que tuvo una relación tormentosa en los últimos años de clases y del que no volvió a saber sino hasta que murió de un cáncer de páncreas meses más tarde de graduarse del colegio. La razón se la dan más de cuatro o cinco que ya están lanzándose a la política con las mismas propuestas que lo hacen siempre los que están detrás de la plata fácil.

Mariana tuvo la posibilidad de dedicarse a la publicidad política pero prefiere venderse primero por un computador que por una promesa falsa. Suele creer que el computador al menos da una satisfacción instantánea y pasajera, además de ser útil y de dejarle la consciencia limpia. Esa aparente rectitud y una belleza física insoportable hacen que no tenga que preocuparse por que se hable de ella, sino, al contrario, la obliga a cuidar bien lo que hace. De todas formas, eso nunca le ha quitado la tendencia de enamorarse profundamente cada vez que ve a un hombre (tuvo una época en la que se enamoró más de mujeres, pero eso ya pasó y por el bien de su familia, conservadora y tradicional, espera no se repita, aunque sabe que se trata de algo que la excede) y que hable de él por horas sin parar. Más de una vez ha temido quedarse solterona y tener que comprarse un montón de gatos, como buena hija de Hollywood. Ni siquiera le gustan los gatos, pero se acostumbró muy pronto a anticipar la resignación.

Su historial amoroso es más bien ridículo, casi ficticio. Más allá de los delirios colegiales que tuvo con Andrés (el que murió de cáncer), su imagen de superioridad niega cualquier acercamiento posible con aquellos en quienes se interesa. Por eso se inventa historias sobre sus intereses sexuales; empezó cuando iba a mitad de carrera y acostumbraba sentarse en las mismas bancas todos los días, a fumar y a leer. Leía de reojo, fumaba con un gesto ya amaestrado de falso desinterés, y miraba cuidadosamente quién pasaba. Escribía notas, aunque esa es una práctica que perdió y que eventualmente retoma cuando está sola tomando café o esperando un martini en un bar.

En esas notas (aún conserva algunas que tiene en una caja de recuerdos) los nombres son apenas comodines que sirven para leer las fijaciones de los hombres más atractivos —Mariana todavía recuerda a Marco, un antropólogo que caminaba por esa zona todos los días y al que ella le atribuía una adicción al sexo y un tamaño de pene casi circense, a pesar de sus escasos 1,60 metros—, los más excéntricos —usualmente eran los desapercibidos, los que buscaban no resaltar; Santiago, un gigantesco fanático del manga y los cómics, tenía en su habitación un armario escondido en el que conservaba disfraces de cuero, látigos y paletas con púas, listos al menor indicio de seducción—, o incluso los más ingenuos y tiernos —a los que ella le atribuía poderes sexuales irrisorios (jamás ha pensado en que un hombre sea malo, o incapaz de satisfacer a una mujer, sino que no ha dado en el blanco con eso que le convertirá en una potencia sexual incontenible).

Mariana es lo suficientemente sugestionable para entender hasta qué punto pueden llegar las perversiones dentro del ámbito privado; la suya es leer todas sus anotaciones, como una investigadora delirante, en voz alta; cree que en la palabra está la forma perfecta de romper los límites del placer. Por eso lee sus ficciones en voz alta, durante la noche, mientras se toca. Lo hace semanalmente. Eso lo descubrió —y se los agradece desde entonces cada vez que lo recuerda— con Jessica y Silvia, dos amantes que tuvo en secreto simultáneamente, y de las que nadie supo. Una le enseñó a masturbarse como nadie, y la otra, más romántica y torpe (más hombruna, también), con una fantasía compulsiva por enamorarla, le leía cartas y relatos eróticos mientras hablaban por teléfono. Una estudiaba diseño de modas a unas cuadras de su casa, y la otra era futbolista, y la había conocido en un asado en la finca de su jefe.

Para alimentar sus necesidades, Mariana convierte a toda persona atractiva en un personaje de su ficción; los transforma en insectos ávidos de disección por su voz y sus gemidos. Lo curioso es que cree que en el centro de esa obsesión se esconde un cometido profundamente romántico, un acto de amor rodeado de un lenguaje secreto que nadie más que ella es capaz de descifrar, y que aun a ella le cuesta. Durante mucho tiempo, antes de empezar a escribir, Mariana construyó mapas mentales y llenó de fotos y cartas de autores inexistentes el aparente interés que tenía por uno u otro chico que captaba su atención. El día en que le entregaron su diploma de publicista quitó también de su pared una especie de altar que había construido con mensajes, envolturas de chocolate y todas las indirectas que quiso enviarle a todos los personajes que tiempo después serían tinta en su libreta sexual. A fin de cuentas, todas las exigencias de Mariana se reducen al hecho de que ninguna pareja podrá ser tan entretenida como lo que ella hace de sus desconocidos; por eso se resigna a pensar que el amor es producto del aburrimiento, y a que ella no quiere, finalmente, que ninguna fantasía se cumpla, que ningún hombre le ponga atención, que nadie se acerque más de lo necesario. 




Foto: Así
Por: Daniel



lunes, 7 de noviembre de 2011 Leave a comment

Cuento lúdico para niños sin pesadillas

Cuento lúdico para niños sin pesadillas
Por: Daniel

Abelardo Piñeros sacó el tubo de ensayo del horno, lo miró con la sonrisa macabra que había estado añejando durante toda su inmunda vida y lo tomó, cuidadoso, entre sus manos llenas de grasa y escombros de alopecia, para guardarlo finalmente, lleno de emoción y sudor, envuelto en un fino paño rojo del más suave carmesí. Había, por fin, perfeccionado el virus con el que los feos tendrían su revancha sobre la humanidad, bellezocrática y traicionera. Abelardo salió de su apestosa cloaca, un laboratorio secreto construido en el laberíntico circuito del alcantarillado de la capital del mundo, para encontrarse con el resto de su organización de feos asquerosos.

Guillermo Tejada, un negro chaparro con labio leporino a medio operar, ojeras perennes y el afro de un caracol; recibió el paño con la emoción con la que se recibe en navidad un regalo mejor que el del vecino. Su diente de oro de fantasía dio un pequeño destello en la puerta del subterráneo cuartel general, cuartel que antes pertenecía a los masones pero fue conquistado por los feos luego de un pequeño pony de troya repleto de licor envenenado, en el que estaban consignados en los roídos muros de corcho los retratos de los bonitos categorizados como accesibles e influyentes: sin ser celebridades eran seres afrodisiacos que bien podían ser los conejillos de las más bellas indias para llevar a cabo el brutal y vengativo experimento.

 Rosalinda Caro, recibió del negro paticortico el paño, Guillermo había recorrido en su triciclo las calles principales de la capital del mundo y había entregado el sagrado testimonio a la encargada de empezar a propagarlo entre sus colegas-poco-o nada-favorecidos-por-la belleza para que la hora del arbitrario juicio final llegara por fin a la faz de la tierra y borrara por completo a la postiza y plástica humanidad. Rosalinda era la encargada de la imagen (si se puede hablar de algo así con los feos) del grupo insurgente. Mantenía al grupo, de calibre internacional, informado a través de plataformas virtuales, dándole un hogar a los corazones no queridos y los fracasos reiterados bajo el estandarte de “los más equis”, grupo que ha sido objeto de burlas por parte de la humanidad entera al ver las fotos de sus integrantes y los conflictos existenciales que manifiestan. Rosalinda llamó a su amiga medio bonita para que ella llamara a la bonita, así hasta llegar a la realmente bonita. Se reuniría entonces el grupo de mujeres, a deshoras obviamente, era una emergencia, otra crisis de la gorda babosa con tetas estrábicas y exceso de fluidos y gases, angustiada porque nadie la quería y nadie la había tocado desde que la cargaban sus papás, y eso que a las malas. Otras feas, de las más selectas, habían sido encargadas con la misma misión, fingir un berrinche memorable, una escena típica y nada sospechosa que no levantaría ninguna suspicacia entre los tontos bonitos.

Y así ocurrió. En simultánea, casi, muchas feas a medio querer por sus amigas lloraron sus ojos y propagaron el virulento descubrimiento del tibio Piñeros en bares, restaurantes y parques de la capital del mundo.

 El virus consistía en una pequeña partícula malévola incompleta que se conectaba cuánticamente con su complemento, superando el espacio-tiempo-género-edad, provocando una reacción de inhóspita fatalidad. En cuestión de horas el virus que había sido regado en la capital del mundo se había extendido hasta los recodos de la selva y las profundidades de los sindicatos y sus rocambolescas guaridas. No había en el mundo un rincón exento de la amenaza encarnizada de la fealdad. Cada vez que alguien se masturbara su pensamiento activaría la malévola y fatídica partícula incompleta que buscaría a toda costa, en cuestión de micro milésimas de segundo, conectarse con su complemento. El complemento lo encontraría en el ser inspirador del dichoso, o doloroso, pajazo. La conexión metaorgánica potenciaría las sensaciones deleitosas del acto de autoplacer o autoconsuelo, y al mismo tiempo generaría una carcajada imparable e incontenible en el ser inspirador, acabando con su vida con un ataque de risa, o en el mejor de los casos, una explosión de algún órgano interno, sea estómago, páncreas, hígado o riñón, y bienaventurados a quienes les explota el cerebro: una muerte que economizaría el dolor, sin duda.

Todos los seres del mundo prosiguieron tranquilamente con sus cotidianeidades, matanzas, apuestas, traiciones, lanzamientos, uno que otro suicidio o enfermedad, y esas cosas que rellenan las redes sociales y líneas telefónicas permanentemente, “los más equis” sólo esperaban. A las 9:45 de la noche en la capital del mundo, hora en la que la mayoría de la población normal está lejos del REM, Gasparcito Prada, un tuerto manco que nació feo y se volvió inmundo luego de un accidente, recibió la orden del ñoco Casimiro, el discípulo del negro Guillermo, para detonar la fase tres, la fase terminal del plan. Gasparcito fundió el generador principal de la central eléctrica principal de la ciudad. El apagón fue total, a tal punto que los policías debieron salir con sus linternas a las vías principales de circulación para pedir a los conductores que esperaran “in situ” mientras se resolvía la pequeña falla del sistema eléctrico abastecedor de la ciudad. Nada como el caos de las comunicaciones, la privación de los típicos y moralmente aceptados sistemas de entretenimiento, para desatar un tsunami de pajazos tremebundos o arrunches pornograficoides. Los gritos no se hicieron esperar, las carcajadas menos, el cielo se pobló de dolorosos sonidos de placer mientras que la ciudad se poblaba de cadáveres, provocados no sólo por el virus sino por situaciones mal manejadas, como la tristeza de ver a un ser querido morir, o el darse cuenta de la ausencia propia en los pensamientos de deleite de un ser querido. Los feos se aglomeraron en los diferentes templos, rezando cada uno para no hacer parte del pequeño margen de error calculado. Si bien se trataba de una guerra en la que había que darlo todo por vencer, les torturaba pensar que no gozarían de la bienaventuranza que brinda la venganza por culpa de algún loco o desadaptado con problemas de filias descarriadas o amor idealizado.
El mundo, dominado ahora por los feos, debía enterrar sus preciosidades y nada como los océanos para hacerse cargo de cobijar a los antiguos tesoros de la humanidad. Ese día, la tropa universal de los malucos celebró el haber acabado con una minoría dominante de la humanidad, pero también entendió, ya un poco tarde, que junto a ella, había enterrado a la buena paja.




Foto: los infortunios de la calvicie
Por: Juan



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Disfonía


Foto: ¿Dónde está Walcott?
Por: Daniel

Disfonía
Por: Juan

La luz del sol siempre llega aquí primero, por eso duermo aquí, menos cuando llueve. Esos días me hago cerca del árbol, y me arropo con cartones y bolsas de basura. Bien entrada la mañana, cuando ya la gente ha corrido en la madrugada y ha sacado a sus perros a pasear, viene un celador y me echa del parque; son tres los que se turnan y cada mañana viene uno diferente. Cuando duermo en la banca son violentos, y una vez hasta me patearon. Eso no me importa porque es algo a lo que uno se acostumbra cuando tiene que vivir en la calle. A veces, cuando me logro esconder en los alrededores y veo niños jugando en el pasto o en la arena, me acerco a ver qué hacen los que los cuidan. La mayoría de veces son niñeras y empleadas que cuidan a los niños y a los bebés con displicencia porque es una tarea más que les toca hacer cuando trabajan en una casa. Les pagan mal y encima las humillan. Por eso negué todo y me dediqué a caminar por la calle. La banca en la que duermo queda justo frente a la arenera y a los juegos infantiles, por eso siempre me echan en la mañana, porque no puede haber gente sospechosa que pueda llegar a robar o a secuestrar a un niño o algo así. A veces robo, cuando tengo hambre, pero a punta de limosna me mantengo, y como y fumo lo que se me antoje. Lo único que no puedo pagar es un lugar para dormir, pero uno se acostumbra. No le haría daño a los niños porque yo misma tuve uno que nació muerto y juré no volver a hacerlo; los demás que quisieron venir los aborté. Por esa misma época también me alejé de los placeres y me dediqué a tratar de entender cómo se comportan los animales que viven como yo. Los perros comparten el aura de desgracia, la melancolía de no tener dónde parar ni con quién aquietarse. Algunos, sí, nos acompañan —a mí no—, porque les es algo natural eso de buscar compañía. Los gatos son altivos y solo se acercan a quien les dé comida, y luego se van. Están diseñados para abandonar y para ser abandonados; son buenos con el azar porque no se arrojan en él. Por aquí por el parque vienen más que todo palomas, tan insoportables con sus gavillas y su maña de aprovechar cada migaja que les tiran, como ratas. A pesar de vivir en la calle y de aparentar no hacerlo, hay que conservar algo de dignidad. Por eso en las mañanas me acomodo cerca del sol.

Todo empezó cuando se me olvidó el aniversario. Cumplíamos doce años pero él empezó a darme señales desde antes. Yo me encargaba de preparar la cena en fechas especiales; nunca se me olvidaba. Esos días los reservábamos para comer y para hacer el amor sin parar, como cuando éramos jóvenes. Ella empezó a sospechar porque, además de olvidar la comida, tampoco tenía ganas de acostarme con ella; a estas alturas es un fracaso, uno grande, pero uno se levanta. Lo más frustrante es creerme lo que nos dijimos todo el tiempo que estuvimos juntos; o al menos yo nunca mentí. Nunca pudimos tener hijos porque ella era estéril; adoptamos a una niña que murió en un accidente por culpa de la niñera. Juramos estar juntos incluso a pesar de la muerte de Emilia, que apenas tenía cuatro años, apoyar al otro y eso. Y no fui capaz de recuperarme, tampoco, porque un tiempo después de que Emilia se murió empecé a venir al parque a ver a los niños jugar, justo en esta banca, todos los días; me echaron del trabajo y empecé a endeudarme. Él todavía piensa que nuestra relación se dañó porque él fue infiel, pero la verdad es que ninguno de los dos logró recuperarse después de la muerte de la niña. Juramos no volver a adoptar pero vivir juntos se volvió muy difícil y yo empecé a evadirla. Cuando recibimos a la niña yo me retiré de la bolsa; después del accidente, cuando Carlos salía a trabajar, yo venía al parque, a esta banca, donde nos conocimos, a perder el tiempo, a recordar el futuro que quisimos y que se iba apagando. La primera vez que hablamos cada uno llevaba su perro, yo estaba sentado esperando a que Betina, mi labradora, se cansara, y Emilia llegó y se sentó con Yaco, una rata o un perro que parecía una rata que siempre odié. Nos gustamos desde ese momento, y todo fue perfecto, hasta que me confesó todo hace tres meses y ya no sabemos quién se queda con qué.

Llegué a ese punto en el que nada me satisfacía —de eso me convenzo todos los días; lo cierto es que cada vez me fui sintiendo más y más limitado y antes de que fuera evidente decidí retirarme para no pasar un ridículo; esa fue la verdadera razón, por orgullo—, y escogí como fecha pertinente la final del torneo regional, porque un último triunfo me haría salir con tranquilidad —aunque de hecho la escogí así porque sabía que si ganaba tendría que ir a los nacionales y ahí sería humillado, mientras que si perdía en la final regional podría irme a mi casa halagando al nuevo prodigio nacional, que ganará todo en unos años—. Siempre fui agresivo, no tuve la necesidad de anticipar a mi contrincante porque desarrollé desde joven una estrategia en la que solo podía ganar (la bautizaron «Restrepo», por mi apellido, y la incluyeron en varios libros sobre métodos de ajedrez); nunca quise empatar, en eso me parecí más a un tahúr o a alguno de esos personajes de ficción —siempre jugué así porque no sabía hacerlo de otra forma; así me enseñó mi abuelo, que jugaba por diversión, y como casi siempre me funcionó jamás pensé en cambiar de actitud hacia el juego, todo porque las piezas me inspiraron desde niño una voluntad bélica que nada fue capaz de igualar—; fue una cuestión de motivación, cuando uno gana siempre está inclinado a repetir lo que funciona. Decidí que era tiempo de vivir más tranquilo, sin tanta ansiedad por la competición, y dar clases particulares porque se gana bien; los fines de semana los paso aquí en el parque, con pensionados y desempleados —me vine a vivir aquí porque el premio de los regionales y unos ahorros que tenía me alcanzaron para comprar una casa aquí, en este barrio que visitaba periódicamente cuando venía a ver a alguna de mis novias de juventud, y siempre me gustó. También lo hice para huir, para no saber nada más del ajedrez, aunque ahora tenga que vivir de él porque no sé hacer nada más o porque es lo más fácil—, y me siento en esa banca de ahí mientras llegan los demás a verme jugar —realmente no sé qué es lo que espero.

Vengo aquí cada vez que me siento asfixiado en casa. Por ley, la madre está obligada a traer a Aurora todos los fines de semana. Aprovecho para cumplirle todos sus caprichos y para quitarme de encima los bloqueos que se me vienen durante la semana. En algún momento espero terminar la novela, en parte también porque de ello depende todo sobre lo que he construido mi vida. Siempre quise irme a París o a Madrid y allá dedicarme a vivir como siempre quise, y escribir y fumar en los cafés, leyendo y caminando por la calle, sin preocupaciones más allá de las acciones de un personaje o la estructura de un poema. Pero el amor me ganó y por un ligero error y una falta de cálculo decidí tener con la mamá de Aurora el inicio de una buena relación, que se dañó al rato y terminó con ella casándose con otro hombre —un arquitecto, creo— y conmigo viviendo aquí y haciendo acrobacias para pagar las cuentas de nuestra hija, para que no le falte nada. Los niños que vienen al parque no son muy ruidosos, eso me deja mirarlos mientras decido cómo continuar la novela, que pareciera no acabar, que simula un laberinto del que ni siquiera Aurora es capaz de sacarme. Muchas veces he pensado en suicidarme porque esto jamás fue lo que quise, y en parte por eso siento una culpa permanente hacia lo que hago y lo que escribo. He destruido la novela tres veces y la he reescrito cinco, y creo que esta vez tampoco va por buen camino. Pero no me he matado porque sé que soy yo quien sabe cuidar a Aurora, nadie más, y porque estoy esperando a que ella entienda por qué me tendrá que enterrar.



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Cromatografía




Foto: con el vapor
Por: Juan




Cromatografía
por: Daniel



Cuando volví a ver al hombre lo sentí mucho más obsesionado de lo que había estado la primera vez. El pensamiento punzante que había estado rondando mi cabeza desde que me fui de la imprenta en esa ocasión se hacía más verosímil en cada gesto del tipo: él había inventado toda esa extravagante patraña para quedarse unos días más con la imagen, desvelarse a la luz de una lamparita para intentar descifrar los secretos y enigmas que sólo él veía en esa combinación de formas y colores.
-¿Cómo es el título de la foto?- me preguntó mirándome por encima de sus anteojos, moviendo la boca desagradablemente como si llevara horas masticando un hueso.
- No sé. Atardecer, supongo. – Contesté extrañado. Ni siquiera había pensado en eso. Quería hacer esa impresión para llegar a la casa de María con un pequeño detalle que la mandaría derecho a mis brazos. “Mira, María, la foto que tomamos el otro día, ¿te acuerdas?” Ella diría que sí, se sorprendería al ver lo bien que quedó, le encantaría que fuera así de grande y me pediría que la ayudara a pegarla en la pared al frente de su cama, sobre la repisa, para verla todos los días. Haríamos uno que otro chiste mientras la pegamos y en una de esas maromas nos daríamos un primer beso y sería cuestión de segundos que nos lanzáramos a la cama. Le pasaría la mano por los hombros, bajaría por toda la espalda arañando un poco en la mitad del deslizar de mi mano y luego la clavaría con suavidad y firmeza a la vez debajo de su pantalón. Sentiría todo su escalofrío, ella me miraría y murmuraría algo caliente y emotivo, me quitaría la ropa, yo a ella, los dos a torso desnudo empezaríamos esa danza acalorada…   

- No estaría lista para dentro de poco. Tendría que pasar esta tarde, o mañana.- Dijo el viejo con cierta indiferencia, obviamente sobreactuada.
-¿Cómo así?, lleva muchos días con ella, ¿Por qué no podría sacarla para hoy?
- Es una espléndida foto, joven. No entiendo muy bien la forma de algunos elementos del encuadre, tiene una pequeña mancha negra y una descompensación de masas que podría generar disgustos. Sin embargo, lo realmente mágico y lo que hace que sea realmente bella es esa tonalidad púrpura bañada por esos hilos dorados. Es como alquimia cromática.

No presté atención a sus palabras excitadas ni a sus gestos celebrativos ni nada. Tenía rabia, una rabia insoportable hacia el tonto anciano que era incapaz de hacer su estúpido trabajo bien. No quería escuchar su cátedra de fotografía ni mucho menos, quería la maldita ampliación rápido y ya. ¿Qué tan complicado podría ser? Yo podría hacerlo solo seguramente. Sí. Cerrar la puerta con seguro sin que se diera cuenta el viejo, igual medio sordo ya debe estar, no sería difícil. Agarrarlo por la espalda, por sorpresa, noquearlo y hacer esas pendejadas que ha estado haciendo con las otras fotos mientras me tiene esperando ahí como un imbécil. Cuando se despertara el viejo encontraría todo en su lugar y agradecería que no me hubiera aprovechado de su estado, entonces no tendría ningún problema legal. No volvería tampoco a esta lugar, además, ¿Quién lo necesita?, no soy fotógrafo ni me interesan estas pendejadas químicas o de impresión. Listo. Chao viejo. Hola María. Así de fácil.

-Podría hacer algo, pero le costaría más.
-Sí, lo que sea.- Ya no me importaba. Haría lo que fuera por ese cuerpo de María. Porque me sudara encima y agarrarle con fuerza las piernas. - ¿Cuánto más?- pregunté sacando de una vez la billetera para que el viejo se diera cuenta del afán y de que iba en serio.
- Para que los colores sean los apropiados tengo que cargar la máquina con tinta nueva. La tinta fresca da esas posibilidades, de saturar y degradar al antojo de la magia.
-Lo que diga. ¿Cuánto es?
-Tengo que ver en qué van los otros cartuchos. Y necesito que me ayude a cambiarlos. La máquina es pesada y ya me ve, los años no llegan solos.

Me acomodé en silencio al lado de él para que entendiera que le ayudaría. Igual no tenía de otra. Abrió la puerta tras el mostrador y encendió la luz de un pequeño cuarto sin ventanas con un inmundo papel tapiz verde que recubría todo, hasta el techo. Olía a cementerio de ratas. Como si las ratas hubieran quedado inconscientes por aspirar el olor de los químicos que estaban almacenados en el viejo mueble de madera podrida. Y luego de perder el conocimiento hubieran perdido su pasado y su instinto,  dando vueltas y condenadas a morir y a desintegrarse en ese patíbulo. Quizá lo que mascaba el viejo eran huesos de ratas. Perdí de vista al anciano, inexplicablemente, el cuarto era pequeño y la luz lo cubría todo, pero no estaba ni junto al mueble de madera, ni al lavadero, ni al lado de la prensa enorme, ni había escuchado la puerta. Seguro estaba con las ratas.


Lo último que vi fue una gran hoja de papel fotográfico. Casi del tamaño de la pared en frente de la cama de María. Vi que se estaba dibujando en él la silueta de un árbol y de un acantilado, bajo un cielo que se llenaba cada vez más de púrpura y anaranjado. Por levantar así la cabeza perdí toda la fuerza. Como si mi sangre fuera drenada constantemente y mi cuerpo no tuviera de donde sacar energía. Mentira. Lo último que vi fue el tubito que salía de mi cuello hasta la cubeta de la foto, si lo había sentido pero no sabía que era. Llevando mi sangre con su rojo intenso en el caudal de la despedida. Fue lo último que vi antes de empezar a perder las cosas de foco. Antes de que el octogenario maniaco hiciera crujir con su maldita prensa todos mis huesos, hasta destrozarlos y hacerlos añicos. Claro, minúsculos pedazos de calcio y tuétano, del tamaño de un infeliz mondadientes.

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