Foto: con el vapor
Por: Juan
Cromatografía
por: Daniel
Cuando volví a ver al hombre lo sentí mucho más obsesionado de lo que había
estado la primera vez. El pensamiento punzante que había estado rondando mi
cabeza desde que me fui de la imprenta en esa ocasión se hacía más verosímil en
cada gesto del tipo: él había inventado toda esa extravagante patraña para
quedarse unos días más con la imagen, desvelarse a la luz de una lamparita para
intentar descifrar los secretos y enigmas que sólo él veía en esa combinación
de formas y colores.
-¿Cómo es el título de la foto?- me preguntó mirándome por encima de sus
anteojos, moviendo la boca desagradablemente como si llevara horas masticando
un hueso.
- No sé. Atardecer, supongo. – Contesté extrañado. Ni siquiera había
pensado en eso. Quería hacer esa impresión para llegar a la casa de María con
un pequeño detalle que la mandaría derecho a mis brazos. “Mira, María, la foto
que tomamos el otro día, ¿te acuerdas?” Ella diría que sí, se sorprendería al
ver lo bien que quedó, le encantaría que fuera así de grande y me pediría que
la ayudara a pegarla en la pared al frente de su cama, sobre la repisa, para
verla todos los días. Haríamos uno que otro chiste mientras la pegamos y en una
de esas maromas nos daríamos un primer beso y sería cuestión de segundos que
nos lanzáramos a la cama. Le pasaría la mano por los hombros, bajaría por toda
la espalda arañando un poco en la mitad del deslizar de mi mano y luego la
clavaría con suavidad y firmeza a la vez debajo de su pantalón. Sentiría todo
su escalofrío, ella me miraría y murmuraría algo caliente y emotivo, me
quitaría la ropa, yo a ella, los dos a torso desnudo empezaríamos esa danza
acalorada…
- No estaría lista para dentro de poco. Tendría que pasar esta tarde, o
mañana.- Dijo el viejo con cierta indiferencia, obviamente sobreactuada.
-¿Cómo así?, lleva muchos días con ella, ¿Por qué no podría sacarla para
hoy?
- Es una espléndida foto, joven. No entiendo muy bien la forma de algunos
elementos del encuadre, tiene una pequeña mancha negra y una descompensación de
masas que podría generar disgustos. Sin embargo, lo realmente mágico y lo que
hace que sea realmente bella es esa tonalidad púrpura bañada por esos hilos
dorados. Es como alquimia cromática.
No presté atención a sus palabras excitadas ni a sus gestos celebrativos ni
nada. Tenía rabia, una rabia insoportable hacia el tonto anciano que era
incapaz de hacer su estúpido trabajo bien. No quería escuchar su cátedra de
fotografía ni mucho menos, quería la maldita ampliación rápido y ya. ¿Qué tan
complicado podría ser? Yo podría hacerlo solo seguramente. Sí. Cerrar la puerta
con seguro sin que se diera cuenta el viejo, igual medio sordo ya debe estar,
no sería difícil. Agarrarlo por la espalda, por sorpresa, noquearlo y hacer
esas pendejadas que ha estado haciendo con las otras fotos mientras me tiene
esperando ahí como un imbécil. Cuando se despertara el viejo encontraría todo
en su lugar y agradecería que no me hubiera aprovechado de su estado, entonces
no tendría ningún problema legal. No volvería tampoco a esta lugar, además, ¿Quién
lo necesita?, no soy fotógrafo ni me interesan estas pendejadas químicas o de
impresión. Listo. Chao viejo. Hola María. Así de fácil.
-Podría hacer algo, pero le costaría más.
-Sí, lo que sea.- Ya no me importaba. Haría lo que fuera por ese cuerpo de
María. Porque me sudara encima y agarrarle con fuerza las piernas. - ¿Cuánto
más?- pregunté sacando de una vez la billetera para que el viejo se diera
cuenta del afán y de que iba en serio.
- Para que los colores sean los apropiados tengo que cargar la máquina con
tinta nueva. La tinta fresca da esas posibilidades, de saturar y degradar al
antojo de la magia.
-Lo que diga. ¿Cuánto es?
-Tengo que ver en qué van los otros cartuchos. Y necesito que me ayude a
cambiarlos. La máquina es pesada y ya me ve, los años no llegan solos.
Me acomodé en silencio al lado de él para que entendiera que le ayudaría.
Igual no tenía de otra. Abrió la puerta tras el mostrador y encendió la luz de
un pequeño cuarto sin ventanas con un inmundo papel tapiz verde que recubría
todo, hasta el techo. Olía a cementerio de ratas. Como si las ratas hubieran
quedado inconscientes por aspirar el olor de los químicos que estaban
almacenados en el viejo mueble de madera podrida. Y luego de perder el
conocimiento hubieran perdido su pasado y su instinto, dando vueltas y condenadas a morir y a
desintegrarse en ese patíbulo. Quizá lo que mascaba el viejo eran huesos de
ratas. Perdí de vista al anciano, inexplicablemente, el cuarto era pequeño y la
luz lo cubría todo, pero no estaba ni junto al mueble de madera, ni al
lavadero, ni al lado de la prensa enorme, ni había escuchado la puerta. Seguro
estaba con las ratas.
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