Muchos tragos es la vida y un solo trago es la muerte
Miguel Hernández
A los vivos se les debe respeto, a los muertos nada más que verdad
Voltaire
Aldemar Arévalo estaba
escondido en la loma, bajo la sombra de unos
eucaliptos, de rodillas y con los codos apoyados sobre un pequeño tronco caído.
Combatía un leve temblor respirando lento, ignoraba las gotas de sudor tibio
que resbalaban por su frente e intentaba separarse del mundo entonando en su
cabeza el pájaro de fuego de Stravinsky. Mientras, apuntaba el cañón del viejo
Máuser 98, herencia de su abuelo, directo y severo a la sien de su padre.
Efraín Arévalo, padre de Aldemar, era un humilde empresario bogotano que
había ido escalando posiciones en el mercado y la sociedad en los últimos
tiempos. Había logrado salvar un cultivo de hierbas frescas y especias de un
invierno despiadado en la región campesina de Quipile, en Cundinamarca. Lo puso
a producir de inmediato, asociándose con los trabajadores vecinos que habían
sido afectados por las lluvias para la siembra y la distribución, y sacando
créditos para financiar la implementación de nuevas tecnologías, de modo tal
que fue ganando poder y reputación en la zona y el gremio. Pudo rescatar así la pequeña finca
desvalijada de la familia, cuarenta fanegadas y una cabaña de dos pisos cuyo
único tesoro era el fusil alemán que el abuelo había recibido como pago por la
venta de una ternera para las fiestas de San Jorge a principios de siglo. Con
ciertos sacrificios logró sacar a su hijo adelante, al enviudar en el
nacimiento de la segunda. Así, Aldemar Arévalo tuvo una educación privilegiada
en un colegio privado de la capital donde se codeaba con los hijos de
importantes empresarios y políticos del estado y al mismo tiempo pudo viajar
por Europa y Estados Unidos con una compañía regional de baile para interpretar
bambucos y joropos. A pesar del amor que le tenía y de que sabía dirigir la
finca y cuidar el cultivo, Aldemar se asentó en la capital donde se graduó como
fotógrafo y montó un pequeño laboratorio de procesos analógicos con un amigo. Aún
sabiendo que era un negocio en agonía, le alcanzaba para sostenerse con cierta
holgura y a sus veintitrés años estaba bien para vivir.
El miércoles de esa semana, Aldemar había recibido una llamada a deshoras
de su padre. Unos hombres de español atropellado y un machete colgando en cada
bolsillo habían ido a la finca a intimidar a Efraín. Le estaban avisando que su
tierra tenía otro dueño por una adjudicación legal por parte de algún agente
del notariado que había firmado edictos a favor de un megaproyecto de
producción agraria. Efraín fue cordial y prudente con el par de cuatreros, se
esmeró por no hacer frases largas ni por revelar un gesto de quebrantamiento
cuando le preguntaron por las actividades recientes del sindicato de campesinos
de la región. Entendió de inmediato la calidad de redacción que tenía el edicto
e intuyó el filo de los machetes, hizo oídos sordos a los gritos y a los
insultos que le lanzaron cuando se negó a hacer una pequeña contribución para
los gastos de transporte y gestión de la nueva administración. En cuanto se
marcharon, a bordo de un desvalijado Chevrolet Trooper blanco, fue que llamó a Aldemar.
La madrugada siguiente ahí estaba el joven fotógrafo, con las mangas
remangadas y las botas pantaneras, recogiendo chécheres y cargando cajas para
desalojar lo antes posible. No pudieron marcharse la noche del jueves por culpa
de una lluvia torrencial, así que acordaron partir a primera hora el viernes y
desayunar en el camino. Aldemar aceptó a regañadientes, con ímpetu intentó
convencer a su papá durante toda la noche de que él podía conducir bajo la
lluvia, que era mejor abandonarlo todo rápido e incendiar tanto la tierra como
la casa para no dejarle nada a esos desgraciados. Efraín pasó la noche en vela
junto a la chimenea bebiendo pequeños sorbos de aguardiente que no lograron
invadirlo de sueño.
La madrugada del viernes, Aldemar salió temprano a la quebrada que quedaba
del otro lado de la pequeña loma mientras su papá terminaba de preparar unos
sobres con dinero y una carta para los empleados de la finca. Aldemar siempre
había querido tomar una foto en un pequeño pozo de la quebrada, emulando a la
Dama del Lago cuando saca del agua a Excalibur, sólo que con el fusil del
abuelo. Tomó su equipo de fotografía y guardó el rifle en su estuche original,
donde había un par de balas en perfecto estado y una foto desteñida del abuelo
comiéndose un pedazo de ternera.
Cuando se dirigía de nuevo a la cabaña, sin que hubieran pasado siquiera
cuarenta y cinco minutos escuchó disparos. Corrió por una trocha para acortar
camino, cuando estuvo del lado de la loma que daba contra la finca vio a lo
lejos a unas personas que corrían por la carretera destapada y una jeep blanco
estacionado frente a la cabaña. Se acomodó torpemente contra un tronco caído,
sacó la cámara con el teleobjetivo y reconoció a Carmen, la cocinera, corriendo
de la mano de su hijo de quince años, junto a Gilberto, el mayordomo. Frente a
la cabaña estaba el Chevrolet Trooper con las puertas abiertas y un tipo
sosteniendo una carabina recostado sobre el motor. A dos metros, otro tipo le
daba machetazos en las piernas a Efraín, que se retorcía sobre al suelo
amordazado y con las manos atadas por el nudo ciego y apretado de una cabuya.
Ya lo habían herido en las piernas y la espalda, tenía un lado de la cara
ensangrentada como si lo hubieran marcado, y a penas si podía gemir del dolor.
De la casa salió un tercer hombre señalando con una mano a Efraín y con la otra
agarrando el mando del machete todavía envainado. Le pego una patada al viejo
cuando estuvo a su lado, el tercer hombre gritó algo que llegó oídos de Aldemar,
que estaba apoyando los codos sobre la madera, sosteniendo firme el fusil.
El estruendo del Máuser 98 cercenó al pájaro de fuego de Stravinsky, surcó
a toda velocidad el aire, el aroma a orégano y romero, trazó una perfecta línea
recta entre el verde intenso del prado de la loma hasta el verde azulado de los
campos bañados por pepitas de eucalipto, hasta que se fundió como una gota de lluvia
cayendo sobre lluvia, en el tímpano de Efraín, arrebatándole el dolor para
siempre.
Aldemar huyó a toda prisa, lanzó el fusil en el pequeño pozo de la quebrada
y se demoró seis horas en llegar a una carretera donde pasara un bus que lo
llevara a Bogotá. Dos semanas después, comprando aguardiente a las tres de la
mañana en una tienda, vio un titular en un periódico que anunciaba que una
cocinera y un mayordomo habían sido encontrados muertos, junto con su hijo, en
una carretera destapada del municipio de Quipile, Cundinamarca.
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