Foto: Subcampeón
Por: Daniel
Gol
Por: Juan
Lucas, el delantero estrella, se sentó
apretando en su mano derecha la medalla de imitación de plata, con la cabeza
entre las piernas, al borde de la cancha mientras todo el otro equipo celebraba
y el suyo se iba hacia los casilleros a cambiarse. Tenía claro que por ser justo
ese partido no iba a poder volver a jugar y que el fracaso no lo iba a
abandonar pronto. Los ojos estaban rojos, llorosos, e intentaba esconderlos de quien
los pudiera ver. Después de todo, tuvo la oportunidad de cerrar el partido y
ganar, y no la aprovechó.
Todo
el tiempo antes del partido el equipo se regocijaba ante la inminencia de aplastar
al rival gracias al registro impecable que llevaban en la copa hasta ese día; dos
empates en las primeras fechas, seis meses atrás, mientras todavía la
estrategia tomaba forma, y de ahí en adelante una ventaja mínima de dos goles
por partido. El Colegio San Mateo llevaba una de las mejores marcas de los
nacionales interescolares, si no la mejor, y los otros finalistas, los del
Liceo Córdoba, habían clasificado en cada ronda por penales, y desde el
principio se había visto como uno de los equipos más mediocres del año. Aún
así, hoy la victoria mediocre seguía siendo una victoria y los del San Mateo no
tenían nada.
El
director técnico, Ariel, un soltero que tocaba los cuarenta y todavía vivía con
su madre, aunque él decía que para cuidarla en su vejez, no lo previó porque
también creía que todo era una señal divina y que el recorrido hasta la final
había sido un mensaje de Dios. Creyó que por fin su carrera iba a despegar e
iba a dejar de lidiar con padres de familia y directivos, y que sus esquemas tácticos
habían sido finalmente bendecidos por sus rezos. Era la única explicación
lógica a los resultados de su equipo, a pesar de estar preparándolos hace tres
años.
El
silencio aplastaba los ánimos de todos los jugadores y asistentes en el
casillero del San Mateo; como creyeron que solo seguía la profesionalización
del oficio, la derrota era más amarga. Ni siquiera el más extrovertido y
provocador de los jugadores, un joven llamado Gustavo, que hacía de recuperador,
era capaz de levantarse de su silla. Como si una enfermedad relámpago los
hubiera azotado en el momento de recibir las medallas, casi todos tenían la
suya en el cuello pero se encontraban arrojados como costales por el piso del
vestuario, sin moverse. Carlos Ariel estaba recostado en el pasillo de las
duchas, mirando hacia un ligero haz de luz que entraba por una rendija,
entendiendo pacientemente qué había hecho mal. Por primera vez en años pensó en
que la idea de hacerse entrenador de fútbol juvenil, o de fútbol, en general,
había sido un error y que ahora era muy tarde y el fracaso ya le había agarrado
del cuello y lo había puesto contra la pared.
El día de la final no
recordó que dos años atrás, durante su paso por el Instituto Tecnológico, había
sido despedido y humillado por una queja colectiva de los padres que supieron de
la pelea infantil que lo involucró a él y al padrastro de Barrios, el arquero
suplente. Alberto Rojas, un famoso negociante y el tercer esposo de la viuda Espinoza,
asistía a todos los partidos de su hijo adoptivo en un afán de ganarse su
afecto. Adolecía de cierta evidencia pero a Camilo no le molestaba; Camilo era
arquero por el amor al fútbol que su padre le había enseñado desde la cuna,
pero nunca fue bueno y por eso siempre fue suplente. Alberto, a pesar de
saberlo, insistía a gritos desde la gradería que su hijo, el hijo de su esposa,
debía jugar de titular. Camilo nunca fue capaz de mantener los ojos abiertos
cuando veía venir un balón. De todas formas jugó un par de partidos cuando el
titular, Gómez, se lesionó la muñeca en un tiro de esquina durante un
entrenamiento.
En un amistoso, el
equipo del Instituto Tecnológico salió con toda la suplencia salvo Barrios, provocando
que el padrastro quedara de un salto al pie del entrenador, para cuestionarlo y
empujarlo poco antes del pitido inicial. El entrenador intentó no ponerle
atención pidiéndole que volviera a sentarse, pero esa reacción lo único que
hizo fue dejarlo sentado en la grava, humillado y sin saber qué hacer. El árbitro
empezó el partido y padre y entrenador pasaron los primeros diez minutos revolcándose
a los golpes junto a la cancha. El despido fue inmediato, bajo argumentos de
comportamiento inadmisible con los padres de familia, violencia deportiva y falta
de profesionalismo. Además, las madres del colegio empezaron a atemorizarse con
un rumor que ellas mismas liberaron sobre el pasado del entrenador. Las
directivas venían planeando su despido hacía meses y el rumor y el altercado
fueron apenas el quiebre necesario.
El
colegio no podía permitirse una deshonra de ese calibre y mucho menos si se
estaba teniendo la visibilidad mediática que por primera vez el Intercolegiado
Nacional estaba logrando ese año. Quedarían con fama de pendencieros y anti caballerosos,
todo lo contrario al sistema axiológico que se pregonaba desde su fundación más
de medio siglo atrás. La salida del entrenador de fútbol trajo consigo una
transformación sistemática y dictatorial sobre el colegio de la que nadie más
que sus empleados fue testigo. La serie de decisiones que sucedieron después
obligaron a que ningún niño lograra cumplir su sueño de jugar fútbol por
oficio.
Algunos meses después,
en medio de la desesperación, Ariel consiguió providencialmente el puesto de
entrenador del equipo de mayores del San Mateo, que contaba con la presencia de
un delantero en quien se posaban todos los ojos por su velocidad y disparo incontenibles.
A Lucas Valbuena, pocos
meses antes de graduarse, lo pretendían varios clubes de fútbol a nivel
nacional; se decía que ya había firmado una especie de contrato previo con el
Bogotá Club de Fútbol, cuya confirmación dependía exclusivamente de su
desempeño en los últimos tres partidos de la copa. Nadie supo que esa
negociación era acechada por los agentes del eterno rival del Bogotá CF, el Atlético
Rosario, y que ellos mismos se encargaron de lograr la expulsión de Valbuena en
cuartos de final y de pactar con los árbitros una suma secreta para anularle
cualquier intento de gol en la final. Que se hubiera resbalado mientras
intentaba la última gambeta del partido, que parecía gol seguro, fue solamente
una mala pasada del azar.
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