Por: Juan
Hubo cierto revuelo en la clínica cuando uno de los internos
vio lo que se escondía debajo de las sábanas que tapaban el cuerpo del profesor
Aguirre; el interno se apresuró a regar el chisme con todos los conocidos que
encontró cerca. El informe médico apenas decía que se trataba de un espasmo
rectal, cuyo tratamiento obligaba unos analgésicos, antiinflamatorios y
relajantes musculares. Para los médicos del Hospital Militar se trataba de un
caso relativamente común que se hallaba entre heridos agonizantes, y otros
soldados que por las extremas condiciones de la guerra terminan explorando
todas las vías posibles de placer. Si bien no era el caso más extraño que se había
visto, sí era el más peligroso a tratar, más por las implicaciones de la
historia que por la salud de los pacientes. La historia se regó rápida y
anónimamente, y los ojos de todos los que la conocieron (o conocen) tomaron un
destello de complicidad que jamás se había visto. La historia salió del
hospital y se regó por toda la ciudad, pero solo hasta meses después, como un
rumor nada más, que alcanzó luego a todos los comprometidos en él.
El profesor Aguirre es un policía
retirado que en un intento por reencontrarse con su juventud usó todas las
influencias posibles para obtener una cátedra en una universidad privada, de
las más prestigiosas del país, dictando clases de criminalística y lógica
investigativa, e historia de la guerra. Casi siempre fue un policía de
escritorio, lo cual lo obligó a estar siempre en contacto con poderes
superiores y con aduladores sutiles, canalizando toda la autoridad que deseaba,
y haciéndose con un renombre que muchos de sus semejantes envidiaban por la
facilidad con la que accedía a privilegios y dominios con apenas el uso de la
palabra o algún documento mal entregado. Manejaba la burocracia a la perfección,
y en parte fue también por eso que llegó tan lejos y se implantó en el cuerpo
de policía tan profundamente. Jamás se le reconocieron habilidades especiales
de ningún tipo, salvo una vocación casi total por la holgazanería, que
sustentaba tras el estudio de famosos estrategas militares, y asesinatos y
masacres históricas. El día en que cumplió la mayoría de edad se enlistó en la
policía, y a los dos años tuvo que retirarse, invalidado por una bala en una
pierna que lo dejó cojo de por vida. Por eso se dedicó al trabajo de escritorio
y a la que él llamaba planeación de tácticas de seguridad metropolitanas, que
no eran más que transcripciones mal hechas de movimientos militares anacrónicos
y mal adaptados. No obstante, azarosamente tuvieron éxito las pocas veces que
fueron implementadas por las fuerzas públicas.
Empezó sus cursos en la universidad con
tranquilidad y una arrogancia que casi todos sus alumnos acogieron con fastidio
y burlas ingeniosas. Corría la voz de ser un divorciado a quien la mujer lo
había dejado por un militar más joven que sí la complacía. Él nunca se enteró
del rumor hasta el día en que llegó al Hospital. Era viudo y no tenía hijos.
En el segundo año de clase, cuando ya se
había hecho con una fama de verdugo implacable, los estudiantes empezaron a
tenerle más respeto fundado antes en el temor que en la admiración. Las mujeres
tenían un trato preferencial y los hombres debían mantener silencio porque todo
se reducía a gestos, modulaciones de la voz o simples tareas extra que parecían
inofensivas. Lo que los estudiantes no sabían (y las estudiantes que Aguirre
juzgaba como feas) era que se trataba de lo contrario. Aguirre nunca se propasó
pero sí sentaba las bases ambiguas de una relación en la que fueran ellas las
responsables, después de todo debía cuidar su imagen frente al resto del
profesorado.
Verónica Ríos está en cuarto semestre de
Derecho y estudia por obligación. Se le ve poco por la universidad y los demás
estudiantes no tienen muy claro cómo es que ha llegado adonde está, que si bien
no es particularmente llamativo, está más allá de lo que cualquiera podría
creer. Se mantiene con una sonrisa sutil marcada por un rojo opaco, difícil de
ignorar, en los labios. Una de sus cejas está siempre ligeramente levantada
como si un tic le atrofiase el músculo de la frente. No habla con nadie y siempre
usa un escote ineludible.
Su actitud socarrona acabó desde el
primer día que tuvo que verle la cara a Aguirre, pero ella solo se dio cuenta
mucho después, cuando el rumor del hospital se regó. Llegó tarde y se sentó en
la segunda fila, con dos puestos vacíos a cada lado, y empezó a mirar fijamente
al cincuentón de dientes amarillos que introducía a Sun Tzu como un tema
electivo en el programa de la clase. Aguirre apenas la notó cuando se levantó
del asiento al terminar la clase, y se quedó inmóvil. Después de unas semanas,
usó la primera entrega escrita para atraer a Verónica; le pidió, tras corregir
los trabajos, que se quedara unos minutos sobre el fin de la sesión para
discutir un tema que le había llamado la atención. Conocedor de lo obvia que
era la estrategia, inmediatamente cambió y le devolvió el trabajo y la
despachó. Empezó a observar cada movimiento de la estudiante y se la empezó a
cruzar premeditadamente. Verónica notó también esos cruces que forzaban tanto
la casualidad y empezó a seguirle el juego. Un día, mientras el profesor tomaba
café, le dejó una nota con letra impresa en el bolsillo interior del abrigo
mientras pasaba al baño. La nota, encontró Aguirre cuando se levantó de la
silla, decía que quería un encuentro privado, y que en la oficina estaría bien.
La nota le aceleró el pulso e intentando contener la reacción se derramó en el
pantalón algunas gotas oscuras que todavía le quedaban. Horas después se
cruzaron (se encontraron) en el pasillo de los ascensores, que estaba desierto.
Aguirre le entregó otra nota, manuscrita, que le decía que llegara al día
siguiente a su oficina después de las seis de la tarde, que la estaría
esperando. También se podía leer la petición de romperla y tirar sus pedazos a
la caneca.
Estuvieron hablando hasta el anochecer, y
esperaron a que el edificio se desocupara. Verónica se sentó en las piernas de
Aguirre y se acercó con violencia hasta quedar apenas a unos centímetros. Le podía
oler el aliento a tabaco y mandarina sin gesticular; ya estaba acostumbrada.
Aguirre le levantó la falta de un manotazo y fue subiéndole la palma por los
muslos con la calma que ya tenía por hábito, como si acariciara a una mascota,
con displicencia y un interés depravado. Las manos forcejearon cada vez más
rápido y con más violencia; la camisa de Verónica estaba sin botones y el labio
de Aguirre se hinchaba morado. El pasillo se iluminó y se escucharon unos
ruidos irreconocibles. De un salto, Aguirre abrió un armario que tenía contra
la pared y le susurró a Verónica que se metiera y que esperara su señal. Era
Esperancita, la señora del servicio, que estaba trapeando el piso. Pasó unos
minutos, saludó a Aguirre, que le conversó con naturalidad, y se fue. Al salir
del armario, Verónica recibió un papel con la dirección de la casa de Aguirre,
quien al oído le dijo que llegara a medianoche.
No pasaron de la sala. Estuvieron la
primera hora en el sofá, Verónica mostrándole la experiencia que ya había
reunido con otros como él; Aguirre diciéndole cochinadas con una voz sórdida,
que no parecía suya. Al detenerse, el profesor le dijo que se sintiera en su
casa, que comiera o tomara lo que quisiera, que lo dejara descansar un momento.
Se pasaron al cuarto principal, que todavía tenía portarretratos con fotos de
su ex esposa. Mientras se besaban con una ternura fingida, Aguirre le pidió a
Verónica que lo provocara, que le gritara insultos, que no tuviera ninguna
consideración, porque lo excitaba más. Al principio no hizo caso, pero la
estudiante poco a poco y subiendo el volumen de los gemidos empezó a pedirle
que la clavara por el culo, a gritarle que si era tan macho y tan policía la
cogiera contra la pared, que la ahogara con la verga.
Aguirre la arrastró al borde de la cama y
la penetró impulsivamente por el ano a pesar de que ella le había dicho que
nunca lo había hecho. Él le gritó que siguiera hablándole, a lo que la
estudiante, desesperada por la rudeza, aullando de dolor, enterrándole las uñas
en el pecho y mirándolo a los ojos con ira, vociferaba que su mujer lo había
abandonado por un subordinado, que era un marica poca cosa. El profesor pasó de
la excitación a la ira sin notarlo, y le dio una cachetada animal que la dejó
conmocionada, petrificando todos los músculos, enjaulándolos a ambos en una
posición caricaturesca que lo único que les concedió fue llamar una ambulancia
y ocultarse con las sábanas.
Foto: Test de Rorschach
Por: Daniel
Foto: Test de Rorschach
Por: Daniel
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