Tandem
Por: Daniel
Un hijo pródigo
Por: Juan
Hace mucho Roberto no amanecía en el cafetín; ya eran las siete
cuando el mesero se acercó a limpiar la mesa y él todavía boqueaba como si
estuviera conversando.
—¡Cuéntame!
—Bah, para qué.
—Te juro que te pongo atención.
—Es que no es que me pongas atención, es que es aburrido.
—Te juro que no.
—¿Cuándo fue acaso la última vez que nos vimos?
—En el cumpleaños de Juan.
—¿En serio?
—No hablamos porque te emborrachaste y te quedaste dormido.
—Bueno, ¿y para qué quieres que te cuente?
—No quiero perder la costumbre.
—¿Cuál costumbre?
—Esta.
—¿Cuál?
—Esta. Eres como una maquinita para hacer historias. Después voy y
escribo y me pagan por lo que dices.
—Me pregunto qué harías sin mí. Entonces. A ver. Estábamos Juliana
(creo), Diego y yo en una montaña parecida a los Cinco Picos (¿te acuerdas de donde
era Shiryu?, allá mismo en China), y nos poníamos a caminar y a subirla y a
escalarla. Pero yo empezaba a quedarme atrás y ellos se impacientaban al ver
que yo no lograba escalar. Intentábamos llegar a la cima para ver algo
impresionante. Cuando decidimos volver porque yo estaba asustado (la vista era
la de muchísimos acantilados por todos lados), llegamos al principio; parecía
un lugar turístico en el que había dos opciones: trepar hasta llegar para ver
algo impresionante (no recuerdo qué), que era lo que queríamos desde el
principio, o quedarse en la zona de los rompecabezas. Pero la entrada tenía
ahora la forma de un cuadrilátero de piedra con cuatro caminos diferentes, uno a
cada lado, como los puntos cardinales, ¿me entiendes? Uno tenía un puente de
cuerdas. Otro era del cual veníamos, que era un camino que se perdía en la
montaña. Otro, que fue el que cogimos, era un pequeño descenso por un camino de
piedras (el cuarto no aparecía no sé por qué, o creo que era el de salir del
lugar). Estábamos desanimados porque pensamos que no íbamos a ver nada más,
hasta que llegamos a una zona con más precipicios incluso que la entrada, y una
zona, fabricada, con muchos rompecabezas móviles de madera, de colores,
incrustados en las piedras y en el suelo. Parecían relojes suizos gigantes pero
hechos con madera y algunas piecitas de metal. Yo intentaba resolver uno pero
se veían con muchísimas piezas, y los dejaba ahí porque pensaba en que no había
más tiempo. Nos sentábamos a hablar con Ricardo, que estaba ahí. Él nos contaba
que los rompecabezas tenían formas de pinturas famosas cuando estaban armados.
Hablaba de La Piedad, La Última Cena, y otras. Alguien le preguntaba si había
armado alguno y él respondía que sí, pero que en ese momento no había armado
ninguno porque no tenía plata para meterle al rompecabezas porque cada
movimiento de los discos pedía diez o veinte mil pesos. De repente yo llamaba a
Andrés, el socio, a preguntarle por lo que estaba pasando con las historias que
teníamos que entregar. Hablábamos por celular. En ese momento me encontré en un
museo de arte moderno, pero no sé dónde. Andrés finalmente no me explicaba
nada.
La mesa daba contra la ventana, y el sol inundaba los ojos de
Roberto, que parecía estar susurrando algo. El mesero no quiso acercarse a ver
si estaba bien. La costumbre dictaba que después de un rato los borrachos se levantan
y se van, caminando en zigzag y estrellándose con todo lo que se encuentran.
—¡Los colores, los colores!
—Eh. En la montaña, todos los colores giraban alrededor de los
verdes. Ricardo estaba vestido de blanco. Cada rompecabezas tenía un solo
color; había rojos, verdes, azules y amarillos. Todos quedaban sobre
plataformas que daban a un precipicio cuyo fondo no se veía. El museo tenía
colores amarillos; las paredes eran de mármol y los letreros estaban bañados en
pintura dorada.
—Ajá, ¿y qué pasó después?
—Me desperté y me volví a dormir y me vi en una casa muy antigua en
una pradera. Estaba toda mi familia materna, y parecíamos de vacaciones.
Estábamos en una casona muy antigua, que parecía arquitectura gótica y parecía
también un convento. Yo estaba en un corredor viendo cómo hablaban algunas de
mis tías y primos. Como no quería estar ahí, me devolvía por ahí mismo y salía
de la casona. La noche se veía muy roja y eso en el fondo, que parecía un
pueblo en una montaña (que me evocó un poco la salida hacia Poitiers), se veía
muy alumbrado por luces naranjas. Era muy raro el color porque era de noche
pero todo estaba rojo. Como si el horizonte se incendiara. Como si todo lo
visible estuviera destinado a ser cenizas.
—Espera, ¿qué?
—Luego me giraba a ver al occidente y veía en una montaña
otra ciudad en llamas. El incendio parecía estar esparciéndose a gran
velocidad, y eran llamas que hacían explotar el ladrillo en pequeñísimos
estallidos, como crispetas. Al devolverme hacia el convento, notaba que unos
árboles junto a la entrada ya estaban en llamas y que había un viento
fuertísimo soplando hacia la casa, que en cualquier momento se pondría en
llamas. Toda mi familia salía a ver, pero yo solo alcanzaba a ver a mi mamá y a
algunas de sus hermanas. En ese momento yo pedía una lata de espuma de afeitar.
Era muy cuidadoso pero le hacía algún toque a la lata (que no era atravesarla
con una puntilla) y lograba que saliera un chorro gigantesco de espuma que me
la quitaba de las manos y salía volando envolviendo de espuma los árboles. La
lata y la espuma hicieron formas muy extrañas cuando explotaron. Hasta que el
incendio se apagó.
—¿Y ya?
—Ahí los tonos eran todos rojizos; el ladrillo del convento se veía
que era amarillo claro, pero por la luz de los incendios a lo lejos se veía naranja.
Las texturas de la luz se sentían como óleo, y cuando me paraba a ver el
horizonte en el que se veían las dos ciudades, todo parecía pintado con un
pincel, como si fuera un Van Gogh pero más sutil, de trazos más finos y
delicados y a la vez poderosos. El incendio a lo lejos se veía como ondas
circulares de colores rojas y naranjas, y el viento movía las cenizas hirviendo
como si fueran hojas de papel, con esos mismos movimientos circulares.
Los gruñidos incomodaban mucho a los demás clientes, así que nadie se
sentaba cerca. Las babas de Roberto empaparon su mano y siguieron corriendo
lentamente hasta el borde de la mesa. Había pasado muchísimo tiempo antes de
volver a amanecer en alguna de las mesas de L’univers, una envejecida cafetería
del centro que atendía en las madrugadas.