Un hijo pródigo


Tandem
Por: Daniel

Un hijo pródigo
Por: Juan

Hace mucho Roberto no amanecía en el cafetín; ya eran las siete cuando el mesero se acercó a limpiar la mesa y él todavía boqueaba como si estuviera conversando.

—¡Cuéntame!
—Bah, para qué.
—Te juro que te pongo atención.
—Es que no es que me pongas atención, es que es aburrido.
—Te juro que no.
—¿Cuándo fue acaso la última vez que nos vimos?
—En el cumpleaños de Juan.
—¿En serio?
—No hablamos porque te emborrachaste y te quedaste dormido.
—Bueno, ¿y para qué quieres que te cuente?
—No quiero perder la costumbre.
—¿Cuál costumbre?
—Esta.
—¿Cuál?
—Esta. Eres como una maquinita para hacer historias. Después voy y escribo y me pagan por lo que dices.
—Me pregunto qué harías sin mí. Entonces. A ver. Estábamos Juliana (creo), Diego y yo en una montaña parecida a los Cinco Picos (¿te acuerdas de donde era Shiryu?, allá mismo en China), y nos poníamos a caminar y a subirla y a escalarla. Pero yo empezaba a quedarme atrás y ellos se impacientaban al ver que yo no lograba escalar. Intentábamos llegar a la cima para ver algo impresionante. Cuando decidimos volver porque yo estaba asustado (la vista era la de muchísimos acantilados por todos lados), llegamos al principio; parecía un lugar turístico en el que había dos opciones: trepar hasta llegar para ver algo impresionante (no recuerdo qué), que era lo que queríamos desde el principio, o quedarse en la zona de los rompecabezas. Pero la entrada tenía ahora la forma de un cuadrilátero de piedra con cuatro caminos diferentes, uno a cada lado, como los puntos cardinales, ¿me entiendes? Uno tenía un puente de cuerdas. Otro era del cual veníamos, que era un camino que se perdía en la montaña. Otro, que fue el que cogimos, era un pequeño descenso por un camino de piedras (el cuarto no aparecía no sé por qué, o creo que era el de salir del lugar). Estábamos desanimados porque pensamos que no íbamos a ver nada más, hasta que llegamos a una zona con más precipicios incluso que la entrada, y una zona, fabricada, con muchos rompecabezas móviles de madera, de colores, incrustados en las piedras y en el suelo. Parecían relojes suizos gigantes pero hechos con madera y algunas piecitas de metal. Yo intentaba resolver uno pero se veían con muchísimas piezas, y los dejaba ahí porque pensaba en que no había más tiempo. Nos sentábamos a hablar con Ricardo, que estaba ahí. Él nos contaba que los rompecabezas tenían formas de pinturas famosas cuando estaban armados. Hablaba de La Piedad, La Última Cena, y otras. Alguien le preguntaba si había armado alguno y él respondía que sí, pero que en ese momento no había armado ninguno porque no tenía plata para meterle al rompecabezas porque cada movimiento de los discos pedía diez o veinte mil pesos. De repente yo llamaba a Andrés, el socio, a preguntarle por lo que estaba pasando con las historias que teníamos que entregar. Hablábamos por celular. En ese momento me encontré en un museo de arte moderno, pero no sé dónde. Andrés finalmente no me explicaba nada.

La mesa daba contra la ventana, y el sol inundaba los ojos de Roberto, que parecía estar susurrando algo. El mesero no quiso acercarse a ver si estaba bien. La costumbre dictaba que después de un rato los borrachos se levantan y se van, caminando en zigzag y estrellándose con todo lo que se encuentran.

—¡Los colores, los colores!
—Eh. En la montaña, todos los colores giraban alrededor de los verdes. Ricardo estaba vestido de blanco. Cada rompecabezas tenía un solo color; había rojos, verdes, azules y amarillos. Todos quedaban sobre plataformas que daban a un precipicio cuyo fondo no se veía. El museo tenía colores amarillos; las paredes eran de mármol y los letreros estaban bañados en pintura dorada.
—Ajá, ¿y qué pasó después?
—Me desperté y me volví a dormir y me vi en una casa muy antigua en una pradera. Estaba toda mi familia materna, y parecíamos de vacaciones. Estábamos en una casona muy antigua, que parecía arquitectura gótica y parecía también un convento. Yo estaba en un corredor viendo cómo hablaban algunas de mis tías y primos. Como no quería estar ahí, me devolvía por ahí mismo y salía de la casona. La noche se veía muy roja y eso en el fondo, que parecía un pueblo en una montaña (que me evocó un poco la salida hacia Poitiers), se veía muy alumbrado por luces naranjas. Era muy raro el color porque era de noche pero todo estaba rojo. Como si el horizonte se incendiara. Como si todo lo visible estuviera destinado a ser cenizas.
­—Espera, ¿qué?
Luego me giraba a ver al occidente y veía en una montaña otra ciudad en llamas. El incendio parecía estar esparciéndose a gran velocidad, y eran llamas que hacían explotar el ladrillo en pequeñísimos estallidos, como crispetas. Al devolverme hacia el convento, notaba que unos árboles junto a la entrada ya estaban en llamas y que había un viento fuertísimo soplando hacia la casa, que en cualquier momento se pondría en llamas. Toda mi familia salía a ver, pero yo solo alcanzaba a ver a mi mamá y a algunas de sus hermanas. En ese momento yo pedía una lata de espuma de afeitar. Era muy cuidadoso pero le hacía algún toque a la lata (que no era atravesarla con una puntilla) y lograba que saliera un chorro gigantesco de espuma que me la quitaba de las manos y salía volando envolviendo de espuma los árboles. La lata y la espuma hicieron formas muy extrañas cuando explotaron. Hasta que el incendio se apagó.
—¿Y ya?
—Ahí los tonos eran todos rojizos; el ladrillo del convento se veía que era amarillo claro, pero por la luz de los incendios a lo lejos se veía naranja. Las texturas de la luz se sentían como óleo, y cuando me paraba a ver el horizonte en el que se veían las dos ciudades, todo parecía pintado con un pincel, como si fuera un Van Gogh pero más sutil, de trazos más finos y delicados y a la vez poderosos. El incendio a lo lejos se veía como ondas circulares de colores rojas y naranjas, y el viento movía las cenizas hirviendo como si fueran hojas de papel, con esos mismos movimientos circulares.

Los gruñidos incomodaban mucho a los demás clientes, así que nadie se sentaba cerca. Las babas de Roberto empaparon su mano y siguieron corriendo lentamente hasta el borde de la mesa. Había pasado muchísimo tiempo antes de volver a amanecer en alguna de las mesas de L’univers, una envejecida cafetería del centro que atendía en las madrugadas.

viernes, 14 de diciembre de 2012 Leave a comment

La katana


Mahoma y la montaña
Por: Juan

La katana
Por: Daniel


«Anoche soñé en blanco y negro. Que nos encontrábamos en frente de la tienda del gordo. Afuera, empezamos a jugar a cortar bananos, los bananos de siempre, con la katana. Tú los lanzabas y yo los tajaba en el aire. Pero empezamos a pelear. Porque no queríamos ir al mismo lado, porque yo quería algo y tú también y solo había una,  porque te ensucié, porque me escupiste, no me acuerdo... algo así. Y te dije que siempre serías un cobarde. Incapaz de decir las cosas de frente. Incapaz de ser amigo de alguien. Incapaz de querer a alguien. Incapaz. Me empujabas y yo te decía eso, que eras incapaz de hacer cualquier cosa. Sabiendo como hacer desbordar tu rabia. Te di la katana, te dije que hicieras algo con ella. Entraste y atracaste al gordo, lo cortaste en las rodillas para que no se parara y saliste con una cerveza. Una cervecita en la mano. Con tu sonrisita de truhán. Pobre gordo, gemía en el piso. Yo no podía dejar de mirarlo, tampoco entendía por qué no gritaba o sacaba la pistola que nos mostró la vez de la gresca. Delante del gordo estaba tu sonrisita de truhán, babeabas la cervecita, eructaste encima mío y ahí ya no pude. Te corté la cabeza. Con todas las fuerzas mandé la katana derecho a tu nuca para que pararas de reirte como un desquiciado, pero iba despacio, despacito. Sentía que me iba quedando sin fuerzas, no quería que te escaparas, pero te ibas desvaneciendo poco a poco y supe que te ibas a salvar. Ahí me desperté. Me quedé inmóvil en la cama. Cerré los ojos otra vez e imaginé el final. En dos segundos... ni siquiera...»

Me levanté y Selena no estaba en la cama. No eran más de las siete de la mañana, era domingo. Es domingo. ¿Qué demonios hacía Selena levantada? La encontré en la cocina, mirando por la ventana,  solo en su camisetica de dormir blanca y medias. ¿Qué mierdas hacía ella con medias? Fumaba. Despacio. «¿Dónde estás?» le pregunté. Lanzó una larga bocanada sin mirarme. Lanzó el cigarrillo, que iba apenas por la mitad, a la calle. «En la ventana», dijo. «Esta cocina huele a muerto. Huele inmundo». Es verdad. Esta cocina huele bien, no huele a nada. Pero esa olía a diablos, a fosa común de diablos. ¿Y qué? Porque anoche se me quemó la comida, me dormí sin limpiar, no me importaba. Selena se devolvió al cuarto. ¿Te acuerdas, linda? Pasaste delante mío sin mirarme, sin decir buenos días... nada. Cuando entré al cuarto dijiste «¿No podríamos quitar la katana de la pared? Me da pesadillas esa cosa ahí.» Te lo juro, Mateo, eso me dijo. La katana. Mi katana. Lo único de verdad mío en ese cuarto. ¿Por qué mierdas eres tan cínica, Selena? «¿Qué vas a hacer hoy al fin?» le pregunté. «Voy a la galería.» Si, claro. Ya creían que me iba a creer eso de que hay arreglos por hacer en ‘humedades que salieron esta semana’. La galería de mierda. Los descarados de mierda...

No saben lo que fue. ‘Aproveché’ el asunto de la galería. Me puse a mirar en todos los rincones de la casa esperando encontrar algo. Como un psicótico. Y decía «Mierda, de verdad la amo, ¿o qué carajos es esto?» No encontré nada... Nada. Me sentía loco, enfermo... imparable. Mientras venía para acá me miraban todos como un loco. No sé si por tener los ojos rojos, el tufo, andar con la katana... yo qué sé. Qué me importa. Cuando pasaba por el mirador me dieron ganas de sacar la katana y arrancarle la cabeza, de verdad, al primero que pasara por ahí. Solo pasó un tipo en bicicleta. Horrible. El pobre. Y me puse a pensar que sí, que Selena a lo mejor es mucha mujer para mi. Por feo, desadaptado, por ser yo, ¿qué hago? Yo no escogí todo... y la verdad, qué nos importa. Hubiera preferido que me mandaran al carajo. Los dos. Al tiempo o uno por uno. ¡Me vale madre! Al menos en el carajo habría sabido qué hacer. Escaparme. Matarme. Mandarlos al carajo. Pero no. No me mandaron al carajo, no sé qué hacer...»

Miguel se sienta en un taburete junto a la estufa. Mira por la ventana, llora un poco, se limpia las lágrimas con cuidado, pendiente de no acercar mucho el filo de la katana a su cara. Cierra los ojos, toma aire, recuesta su espalda contra la pared, apoya el codo sobre la estufa, suda. Tiene los ojos inyectados de sangre. Frente a él, Selena y Mateo están desnudos, estirados boca abajo en el piso, atados y amordazados. Lloran. Miguel suspira, se levanta. «¿Y entonces?» Patea a Selena para que se voltee y lo mira. «¿Qué hacemos?» Agarra la katana con las dos manos. «Porque no voy a poder...» Abanica la katana sobre Mateo y la detiene a pocos centímetros de la piel. «…volver a confiar en nadie». Selena llora con más intensidad. «No voy a poder...», Mateo siente cómo la punta de la katana se empieza a abrir paso por la piel de su trasero, «…sentirme atractivo...», Miguel termina de dibujar con la katana una larga cruz alrededor del ano de Mateo y sus aullidos sordos. «…nunca.» Selena llora electrizada viendo la lámina brillante de la katana acercarse a ella. «Y estas cicatrices, entre todos las podemos...» El filo corta suave y lentamente el cuerpo de Selena, dibujando una λ desde su hombro hasta debajo de sus senos «…compartir ».

Miguel sale de la cocina, tira la katana sobre la cama destendida, entra al baño, se suena, se asoma a ver cómo Mateo intenta acercarse a Selena moviéndose como un gusano, mira la hora y se va, sin azotar la puerta.

martes, 4 de diciembre de 2012 Leave a comment

Las dos ciudades



Rebecca
Por: Daniel




Las dos ciudades
Por: Juan 

“La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo que se ha perdido.”

—Ricardo Piglia, El último lector


Gioachino tenía por costumbre subir a la azotea dos veces al día a observar la ciudad desde su edificio abandonado. En las mañanas cuidaba a sus visitantes esporádicos llenando las pajareras con semillas de girasol, comía una manzana lentamente, y ojeaba la monstruosa estructura metálica a lo lejos. En las tardes volvía a subir para ver los matices del cielo alrededor de la imperante masa de hierro. Siempre se tomaba el tiempo de esperar a que la noche no lo dejara ver la torre. Gioachino solo subió hasta la punta una vez, y decidió no volver. Pasaba horas observándola impávido como buscando comprender la naturaleza de una obra de otro mundo. Y aunque entendía que lo asombroso de la torre no era su tamaño sino su construcción, pasaba horas encontrándole errores fortuitos, imperceptibles, que ni siquiera Gustave pudo prever. La torre pudo ser aún más grandiosa, casi perfecta (él sabía que la única forma posible de perfección es en un sueño o una idea), si Gustave hubiera atendido a los consejos de Gioachino.
            Gustave era ingeniero gracias a Gioachino, quien le contagió su convulsiva curiosidad desde que apenas era un niño. Gioachino nunca construyó nada pero sus cálculos y sus previsiones eran tan exactos que nadie se atrevía a cuestionar el funcionamiento de su lógica o los planes que trazaba en un delirio intempestivo. Muchos lo consideraban una especie de oráculo por la claridad con que veía las posibilidades de crear; otros, como era obvio, lo creían un loco incivilizado que no compartía sus avances con nadie. Nunca dejó nada para la ciudad y sus secretos desaparecieron con quienes lo plagiaron. Gustave era el único que conocía el verdadero motivo por el cual Gioachino había abandonado su taller en Lugano. La fama del italiano era un misterio y nadie sabía cómo había comprado un edificio para él; nadie más que Gustave, desde su más enternecedora infancia, pasaba por las puertas de hierro, y cuando el inventor salía procuraba hacerlo disfrazado. Lo poco que se sabe del inventor proviene del diario del ingeniero, que en sus últimos días pareció arrepentirse de un crimen. Gustave escribía en un ilegible francés que era revisado y transcrito por sus asistentes. El diario, sin embargo, reposa hoy en un museo y nunca fue publicado.
            Gioachino permitía visitas anuales. Para quienes lograron entrar alguna vez en su edificio pudieron disfrutar de cierta jovialidad y perspicacia sospechosas. El italiano era muy amable con quienes se presentaban en su lugar de trabajo; no mostraba nada de lo que hacía, pero podía pasar horas y horas conversando con sus interlocutores como si se tratara de un familiar o un amigo muy cercano. Una vez la visita ponía un pie en la calle no volvía a saber de su anfitrión. Nadie le conoció amigos ni familia y su relación con Gustave fue secreta. La única vez que Gioachino aceptó darle alguna luz pública a sus inventos fue por medio de los planos de la torre de Gustave; de ninguna otra forma supo el mundo sobre su vida y obras. Por esa lucidez aberrante puesta en los planos de Gustave fue que se inició la construcción. Fueron correcciones mínimas hechas en apenas unos minutos, que día tras día después de terminada la obra lo obligaban a contemplar el monstruo.
            Gioachino nunca le levantó la voz a Gustave en parte porque su carácter siempre fue melifluo, aunque le prohibía acercarse a un rincón de la azotea que permanecía cubierto con una inmensa manta aterciopelada que tenía grandes fragmentos decolorados por el sol y un olor pútrido a humedad. Los primeros años se mantuvo ansioso por intentar descubrir lo que había detrás del telón, hasta que progresivamente abandonó la idea imposible de descubrir algún misterio de su maestro.
Después de la construcción de la torre, mentor y discípulo rompieron relaciones y no volvieron a hablar. Gustave creyó que se trató de una simple capricho senil, pero Gioachino nunca le increpó ni le discutió su triunfo; solo lo ignoró. Se dedicaba a escribir notas y a garabatear viejas ideas cada vez que veía a su antiguo alumno aparecer en la azotea. Gustave pensó que Gioachino había ido perdiendo la razón como una ceguera gradual, lenta e irrevocable.
En invierno de 1916, Gustave decidió ir a ver a su maestro. Una carrera brillante y un capital ilimitados lo habían mantenido alejado de sus enseñanzas y esperaba, con cierta ingenuidad infantil, que Gioachino le permitiera recuperar la senda perdida. Aún conservaba la llave que hacía tantos años le había sido concedida como un don. Al llegar a lo más alto del edificio no encontró a nadie y se extrañó. Solo vio una manzana descompuesta y a medio comer en el suelo. Registró el lugar lentamente hasta que dio nuevamente con el telón entre vinotinto y rosáceo que siempre le había causado una curiosidad mórbida. No reaccionó. Mientras temblaba se detuvo frente al telón, que detallado más de cerca revelaba estar cubriendo una mesa. Entre el frío y el miedo, lentamente se acercó y quitó la cubierta y la puso a un lado.
Encontró sobre la mesa, y cubierta hace años por la manta clandestina, una réplica de París. Pero no era la ciudad que él conocía y en la que vivía; cada calle estaba poseída por un enjambre de microscópicas y prodigiosas bombillas, y en algunos puntos estratégicos se veían varios monumentos, entre esos la torre Eiffel. Apenas a unos centímetros se alzaba iluminada una réplica que aún funcionaba de la noria de Ferris. Vio una miniatura de los jardines colgantes y a unas calles más al norte una simulación de la biblioteca de Alejandría; vio, también, una imponente estatua del coloso de Rodas sobre un río que podía ser el Sena, y cada uno de los objetos estaba animado y respondía a una especie de armonía a la que estaba sometido bajo el movimiento secreto de la ciudad. Las calles imitaban el movimiento de las carretas, los incipientes automóviles, y los transeúntes. El tiempo estaba escalado y también pasaba más rápido. La vida de la ciudad miniatura transcurría igual a la ciudad real. Eiffel vio esa que parecía su ciudad de día y de noche en apenas unos minutos. Entendió que Gioachino había creado la esencia de una ciudad y la conservaba para él porque la realidad le había resultado intrascendente y se había dedicado a transmutar, proyectar y falsificar lo visible. Había logrado encontrar el espectro de los objetos y vivía de los juegos, como un experimento perpetuo con el que creaba su propio cosmos sin afanes grandilocuentes ni megalómanos. Lo movía la curiosidad. Aún muerto, Gioachino le enseñaba que su trabajo con la torre era un afán torpe y enfermizo, arrogante, ridículo.
            Lo que queda son fragmentos del diario de Eiffel traducidos a medias. Nadie supo qué pasó con la replica de la ciudad, pero a Gioachino Marmonti se le hizo un funeral pequeño y discreto en las afueras de París, para que nadie supiera de él. Lo demás son pedazos ilegibles de la escritura de Eiffel:

El éxito de la torre, su maqueta, fue invisible. La escala no importa, el tamaño de los objetos visibles no varía su configuración real. Nunca pude entender la mente de Marmonti aunque eso creyera. Su obsesión no era inventar o crear, buscaba articular el mundo escondido en la materia, en lo manipulable. Tenía alma de alquimista y por eso también entendía las leyes que rigen el asombro y lo inabarcable. Pero su alquimia era secreta, un lenguaje incomprendido incluso por él con el que balbuceaba a través de sus creaciones. Las ferias fueron sus maquetas, proyecciones del mundo que él mismo planeó, borradores expansivos de lo que él hacía décadas había creado en los rincones de sus talleres. Quizá por eso le dio a Ferris la idea de la noria, porque en el fondo sabía que la magnitud de la estructura no era nada y sin el esplendor de lo cifrado sería inevitable que la desmontaran. Aún hoy no entiendo por qué la torre sigue ahí, como un gólem imposible de animar.

domingo, 3 de junio de 2012 Leave a comment

Didier, el león de marfil negro


Foto: Garrapiñada y tutuca
Por: Juan


Didier, el león de marfil negro
por: Daniel


– ¿Te gusta le película? – No sé todavía. ¿A vos por qué te gusta tanto? Estás transportado. – Si me dieran a elegir una película que pudiera ver de nuevo, elegiría ésta. – ¿Y por qué? Es una inmundicia nazi, ¿o no te das cuenta?
Manuel Puig - El beso de la mujer araña


La niñita de las dos colitas y las medias de colores salió de la manifestación dando pequeños brincos. Se le acercó a él, al hombre que venía de cerrar su sudadera blanca con sus manos pegajosas y le pidió la porción de garrapiñada de tres pesos. 

-¿Qué están haciendo allí? – preguntó el con su aliento resobado
- Marchar y cantar, por una patria digna.- contestó ella meneando su bufandita rosa y levantando las cejas.
-Tomá – replicó el hombre viéndola a través de sus ojos pesados
-¿No me dejás dos en cinco?- arriesgó ella con una sonrisa 
-Tomá. Me pagas ese peso luego, acordáte, cuando la patria sea digna.- rieron sus dientes desordenados.
-¿Pero qué dice, señor? ¿Acaso le parece gracioso lo que estamos haciendo? ¿Por lo que estamos manifestando?- gruñó la boquita entre los moños
-  Yo no entiendo lo que hacen. Pero la patria no me la cambian caminando y cantando.
-Estamos manifestándonos. – dijo ondeando su bandera
- Eso parece un circo, no una manifestación. ¿Dónde está la garra? ¿El coraje? ¿Dónde está el temor a ser desaparecidos? ¿Despreciados? ¿A la muerte?- increpó con la autoridad que le merecerían sus cuarenta y nueve años.
- Aj, ¿nos está diciendo cobardes, camarada?- desafió ella escondida en su minifalda.
-No, les estoy diciendo mentirosos. No están haciendo nada con eso. Actúan. Se regodean. Llegan a casa a decirle a mami que estuvieron manifestando. Lo que hacen es un quilombo colorido por la calle, parando el tráfico. Obligando al resto de los mortales a bancarse su bailata.
-Por tipos como usted es que estamos como estamos.- refunfuñó ella viendo como al hombre le derrapaban los ojos.
-No, por tipos como tus papás, que su niñita está por fuera del colegio con una bandada de maricones parando el tráfico y rellenándose de garrapiñada para parecer amigos de los pobres.  – Ella lo miró a punto de pegarle con el bolso traído de Marruecos – Mirá, niña, ¿Sabés lo que es tener coraje? ¿Tener las agallas suficientes para ir en contra de todo y poder alzarte con la victoria? ¿Sabés qué es lo mejor que uno puede hacer? El silencio. Si, así, calladita. – Ella le resopló, briosa, la garrapiñada sobre la sudadera- Escucháme, te voy a contar algo. Hace poco, uno o dos fines de semana, hubo un negro, enorme titán, de dientes tan duros que podía partir un pedazo de acero solo con sus colmillos, con los brazos tan fuertes que podía halar por el desierto a toda una tribu enemiga envuelta en una red, con los ojos tan abiertos que el viento le tenía tanto miedo que solo pasaba por sus espaldas, y eso, a metros. Tenía el lomo tan macizo que ahí podían romper madera con un hacha sin hacerle ni una herida, y las piernas tan potentes que bien pudo haber molido a patadas un velociraptor después de alcanzarlo. Resulta que el negro este estaba en una batalla campal. Él comandaba un pequeño ejército de fantoches ingleses contra una armada de rezagados y enormes prototipos arios dispuestos a hacerse con el dominio de Europa para luego lograr una soberanía universal. El negro luchaba y luchaba –ella, ofendida y sorprendida por el tic en los labios del vendedor, sacude sus pestañas con escarcha – pero los arios alemanes lograron sacar ventaja luego de quebrar filas entre los ingleses con una maniobra por el flanco derecho, pero el negro no se rindió, no señorita. El titán de ébano arrastró a sus compañeros, como con la enorme red que te mencioné hace nada pero invisible, ¿si entendés?, los haló y los haló hasta que sus fuerzas volvieron y dieron pelea de nuevo a los rojos de Germania que ya celebraban la instauración de un nuevo reich. En medio de un movimiento fortuito, el caballero este, del clan de los dragones, con la fuerza de los hipogrifos, alentado por un rubor del cielo, corrió y saltó, llevando a cuestas, arrastrando, dejando en el camino, a dos gladiadores germanos que nada pudieron hacer cuando giró su cuerpo en perfecto movimiento de rotación sobre su propio eje, como si tuviera alas, como si hubiera sido el primer ángel, el ángel de la primera sonrisa y el primer grito, estampó con inmaculada potencia y precisión un cabezazo en todo el eje gravitacional de la pelota que no tuvo otra opción sino rendirse ante tanta fuerza hecha belleza y partir, como un proyectil, como un meteorito, como acabando con las esperanzas y la precoz algarabía de los dinosaurios teutones, que cayeron, en cámara lenta, arrodillados a sus pies, como cuando el venado ve por última vez a su depredador, con las fauces hambrientas y bañadas en el carmesí de la victoria natural. No habrá jamás un animal mítico, por más monstruoso que sea, por más tentáculos, alas, espinas o cabezas que tenga, que pueda contener tal acto, tal suspiro del destino de la humanidad. La pelota pasó quemándole la mano izquierda al rubio ese gigante que defendía la portería, antes de cercenar el aire, clavarse en el ángulo y obligar los penaltis, donde luego, él mismo terminaría la sentencia. Eso es coraje, eso son agallas. Así se escribe la Historia, en verso y grabada con sangre, consignada como una constelación en el imborrable lienzo de la ferocidad.

-Señor, la verdad, a mi me vale poco el mundo. Vine a manifestar porque mi novio me pidió que lo acompañara. Vine acá, por garrapiñada. Punto.

Él tiene los ojos vidriosos y la sonrisa enorme, ella se marcha tras agradecerle, dejando su bandera apoyada contra el poste del semáforo. Él tuvo esa tarde, pocas horas después de la marcha, un accidente cerebro vascular. Extraño. Solo se levantó con ganas de hablar y se fue poniendo de malas pulgas. 

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Reto de Febrero

El reto que Juan le puso a Daniel: 


Hacer un relato que fuera una adivinación, o que tuviera su forma.


Título: Pesadillas
Formato: Cómic



El reto que Daniel le puso a Juan:

Un universo a partir de Love me do de The Beatles

Título: Love me do
Formato: Cuento

Tara no habla español pero Alexandra le traduce canciones de The Beatles al oído. Se conocen porque ambas están en el público del show de Ed Sullivan para ver a los famosos británicos. Desde ese día, Tara hace creer a sus padres, una pareja muy conservadora que vive en Kansas, que tiene un novio chileno con el que piensa casarse. Como la comunicación es telefónica, la mentira se extiende sin un final visible. Son las únicas dos personas dentro del estudio que no enloquecen cuando los de Liverpool salen al escenario; las únicas que no se despegan la mirada durante los aplausos; las únicas que no cantan gritándole a los músicos.
Después de la presentación ambas salen del edificio, y se abren espacio entre la multitud histérica para buscarse con desesperación. Tara mira a Alexandra a los ojos, sin importar el potente rayo de luz que le cae en los ojos, mientras que esta se fija en sus manos, pálidas, casi transparentes, temblorosas porque no entienden lo que pasa. Alexandra entrecierra los ojos y sonríe, y le dice a Tara que la acompañe. Caminan varias horas hasta llegar a una cafetería. Tara dice que ella trabaja ahí pero que está de vacaciones. Hablan durante horas hasta que se despiden; Tara se tranquiliza porque no ve a nadie y le coge la mano a Alexandra, que se ríe de su timidez. Alexandra le estampa un beso y le entrega un papel con la dirección del hotel y el número de la habitación donde duerme.  Tara se emociona por la torpeza de su acento latino, que a ratos dilata los silencios y otras veces los atropella. Por la propiedad con que habla, por la implacable determinación con la que mueve cada músculo.
Tara tiene poco más de 21 años y estudia para ser enfermera. No sabe que Alexandra tiene que volver a Santiago en una semana, y ella tampoco se molesta en contarle. Trabaja, además, como mesera en una cafetería a dos horas de su casa. Vive con tres personas más, un divorciado alcohólico que no sale casi de su cuarto, una anciana al parecer familiar del borracho que tiene más de siete gatos, y otra joven como ella, pero que nunca está en casa porque es azafata. Es una casa suburbana en la que Tara vive por recomendación de su madre, amiga de una amiga de la mujer de los gatos.
Alexandra está en Nueva York porque le gustan los lugares donde puede sentirse de paso. Está cerca de los 30, y es la hija menor del dueño de una mina de carbón. Tiene una mala relación con toda su familia excepto su padre y por eso viaja constantemente. Desde niña tiene tutores personalizados que le enseñan a tocar violín, a pintar, y a leer clásicos literarios. Desdeña de ese modelo de educación. La caracteriza una curiosidad instintiva que la mueve a enterarse de todo el universo de la minería de su familia, incluso al estar fuera del país. Esa inteligencia inherente la tiene bajo los ojos de su padre para ser heredera total de la mina. Ella espera que no.
Pasa un día y Tara llega al lujoso hotel donde duerme Alexandra. Se anuncia en la recepción y camina con los brazos pegados al cuerpo. Le sudan las manos. Toca tímidamente a la puerta, y Alexandra abre rápidamente. Con una sutileza serpentina la hala de los bordes de la camisa hacia adentro, y la desviste apenas con algunos toques ligeros. Alexandra sabe que es la primera de Tara y la cuida con exceso, mientras espera que lo que ve en ella despierte y lo desborde todo.
De Tara le gusta la bucólica ternura con que la trata, similar a una estatua divina o a un espíritu místico. El breve tiempo que pasan la hace amarla tranquilamente, sin restricciones, en el silencio del alba, con una ingenuidad infantil.
Tara lee los poemas de Alexandra y le pide que se los recite. No los entiende pero se hipnotiza con las modulaciones vocales, con el ritmo y los chasquidos de ese idioma incógnito que se asemeja al chispear de una llama o a la violencia de un incendio.
Se ven cada día de la semana sin interrupción. El último día, Alexandra le pide a Tara que la encuentre en la estación de metro, le dice que le tiene una sorpresa, y que compre ropa nueva. Tara le hace caso, se maquilla cuidadosamente y se encamina puntualmente a la estación. Encuentra a Alexandra llorando, quien le cuenta que su padre está enfermo y los médicos le dan tres días o menos. Antes de darle un abrazo se produce un silencio mordaz, casi fatal. Alexandra, igual que la primera vez, le entrega una nota a Tara. La nota no dice nada. Se van caminando juntas al hotel y pasan la noche. Cuando Tara despierta, el cuarto está vacío. Ve que hay una hoja doblada en la mesa de luz. Está la explicación de todo.
Alexandra explica a Tara su regreso a Chile y la enfermedad de su padre; le escribe que no sabe nada de volver a verla, siquiera tampoco si es posible. Le habla al papel como si fuera su interlocutora, rompe la carta varias veces y la reescribe porque siente que Tara la odia y su letra y su tinta no pueden calmarla; escribe porque intenta mitigar el golpe, aunque lo sabe de antemano imposible. Alexandra pone el punto final, dobla el pedazo de papel, lo pone junto a la cabeza de Tara y sale con una maletita al hombro. Tara lee la carta en la habitación vacía, está sola y no hay rastro de Alexandra. Tara dobla el papel amarillo, lo desdobla, lo vuelve a leer, lo arruga, se arrepiente, lo vuelve a leer, se llena de ira, lo rasga. Abre la ventana y tira los fragmentos, que parecen una nevada teñida por el sol. Conserva uno nada más, en el que alcanza a leerse un verso de una canción de The Beatles.


jueves, 1 de marzo de 2012 Leave a comment

Fábula del perico y el lagarto

Fábula del perico y el lagarto
Por: Daniel

-Puedes hacerme todo lo que quieras después de una…-. Eso había dicho ella, sacudiendo una bolsita de plástico llena de coca, cuando estábamos entrando al cuarto. Tardé un poco en entender la magnitud de lo que estaba diciendo. Todo. Lo había ofrecido todo. Pero antes tenía que entregarme, a pesar mío, a seguir sus condiciones, a hacer su ritual.
Hace rato la había visto, conocía sus gestos e intuía sus momentos de ansiedad. Sacaba con un gesto sutil y automatizado la bolsita de su bolsillo, palpaba con el índice y el anular que estuviera bien cerrada y que el polvito blanco estuviera donde lo había dejado e iba llamando a sus comensales con un leve guiño mientras hacía su recorrido hacia el lugar seleccionado. No duraba más de treinta segundos ahí. Dejaba a su clan rezagado y salía, sonriente, pasándose la mano suavemente por la nariz y la boca, con los ojos bien abiertos. Últimamente, esos ojos bien abiertos, me buscaban a mí, y sólo yo hacía que se cerraran. Sólo a mi me buscaban sus ojos, sus manos, su boca. Ella, que tenía una belleza para hechizar a cualquiera, me había escogido a mí. Empezaba a tenerlo todo.
-Claro-. Eso contesté. Con cierta inercia prudente para salir del paso. Algo dijo ella, que ese paquetico era especial, costoso y difícil de conseguir. Lo había estando guardando para mí, porque ella hacía rato sabía que quería que todo pasara conmigo. -Me encantas- dijo una vez, - pero con esto…- siguió, agitando el paquetico –… bomba. Lo que sea. Como sea. Amor de estratósfera.
Hasta entonces, yo había logrado evadir bien el asunto. Le dije un par de veces que estaba muy tomado para aspirar cualquier cosa y que no quería enfermarme. Otra, había picado una pastilla para el dolor de cabeza y me la puse en la lengua, fui tan histriónico que no hubo sospecha alguna. Sin duda,  la mejor fue mientras bailábamos.  Pegado a ella, la iba delineando con mis manos, con firmeza y en algunos arrebatos la halaba con fuerza hacia mí. En medio del toqueteo, metí los dedos en el bolsillo y le saqué la bolsita. Sin mirarla siquiera me le desaparecí dos minutos, cronometrados. Cuando volví, le clavé un beso antes de que dijera nada. Seguramente ahí firmé mi condena de esta noche.

La verdad le huía. Había tenido una experiencia dolorosa la primera vez que probé la cocaína. Había sentido esa inhalada como un suicidio, como un ejército de hormigas sulfúricas trotando por mis entrañas. Me dijeron que no era nada, miedo de principiante. Pero la angustia se mantuvo, cada vez más intensa, en el otro par de ocasiones que intenté hacerlo. Yo no nací para la cocaína. Que Dios me perdone.
-Ponte cómodo.- me dijo mientras se zafaba de un largo beso. –Creí que eso sólo lo decían en las películas- atiné a decir buscando de nuevo su boca. –Esto tiene su magia- contestó, sacudiendo otra vez el paquetico. Seguro debe tener su magia. Magia asquerosa que a mí me tocó no entender. Magia negra del polvo blanco. Recorrí las opciones. No saldría tan fácil de esta. Sabía que ella no estaba para convencerla con alguna romanticada discursiva y en ese momento, su cuarto, su casa, no había donde hacer alguna pirueta como esa vez en la discoteca. Me recosté sobre la cama, desabotoné dos botones de la camisa y me quité los zapatos. El cliché completo antes de la alteración ceremoniosa. Con la falta de soluciones llegaba la duda, de seguir así, seguro cuando estuviera por tenerlo todo no se me pararía o me pondría a sudar a cántaros. La paranoia del macho alfa brotando como alergia intempestiva. Qué palabrerío.
En cuanto salió del baño llegó la erección. Una explosión de sangre como un grito de alegría al cielo, un aleluya colosal. Salió cargando la bolsita, con las piernas desnudas, tersas y morenas, que se erguían como la antesala de un culo pequeñito pero bien redondo,  cubierto con lo justo por un cachetero azul oscuro. Encima, una camisetica blanca, ceñida, con un pequeño escote que no disimulaba en nada la excitación de sus pezones sino que, al contrario, invitaba a escalar mordisco a mordisco desde su pecho hasta su cuello, robándole en cada roce, un gemido. Lanzó la bolsita sobre la cama, ella se acomodó sobre mi cadera y, inclinándose un poco, paseó suavemente su lengua por mi boca. Entonces lo tuve todo claro.
Ella terminó de desabotonar mi camisa. Recorrió mi torso de arriba abajo con la yema de los dedos, escalofriándome, excitándome, refrescando con su respiración las primeras gotas de sudor que empezaban a brotar de mi cuerpo. Lanzó la cabeza hacia atrás para acomodarse el pelo y ahí la camisita blanca forró completamente sus senos, delineándolos a la perfección, realzando los pezones erguidos, haciéndolos testigos de un jadeo ansioso que comenzaba a apoderarse de ella. Tomé la bolsita y la escondí bajo mi pantalón. Ella sonrió pícara,  desabrochó hebilla, botón, cremallera, mientras yo jugaba a pellizcar su labio inferior con mis dientes. Sacudió la bolsita frente a mis ojos recordando lo inminente. Todo estaba cerca y esa era la condición. Se la rapé sin que se diera cuenta, y antes de que hiciera cualquier otra cosa le arranqué la camisita con esa pequeña violencia que delata, arrancándole también, sin haberlo pensado, un gritico agudo que me obligó a tener ese momento de silencio interno, apretando los ojos y el abdomen.
-Ponla en mi pecho. – le susurré.
- ¿Qué?- dijo gimiendo con el torso un poco volcado hacia atrás, mientras mecía su entrepierna mojada sobre la mía.
-La coca…- le dije, abriendo la bolsita y entregándosela, - ponla en mi pecho.- Tomé su mano entre la mía y dibujamos una pequeña línea sobre mi clavícula. Se inclinó sobre mí y la aspiró lentamente, con la solemnidad que ella le estaba dando al momento,  con tanta intensidad que yo sentí, en medio del calor y la humedad, como todo en ella se distendía y me esperaba.
 -Ahora yo- mascullé con determinación. Era ahora o nunca. Le arranqué nuevamente la bolsa de la mano,  la giré con fuerza y velocidad haciendo que ella quedara boca abajo, indefensa. Pase mis dedos sobre su hombro izquierdo, dibujé tres líneas imaginarias con los dedos, las repasé con la lengua y le dije –aquí será-. Ella acomodó su cabeza de lado sobre la almohada, yo puse la bolsita sobre su espalda, volví a trazar lentamente las tres líneas imaginarias, con la otra mano escondí el sobrecito de plástico en uno de mis zapatos y luego le corrí el panty hasta que la punta de mi verga tocó el calor de su entrepierna. Lentamente, rocé su hombro con mi nariz y mi boca, respirando el color de su piel y su aroma, erizándole los poros en cada centímetro, apretándola fuerte contra mí, cortándole la respiración, haciéndola gemir, la sentía jadear debajo de mí, la sentía disfrutar ese engaño que no intuía. Así, envalentonado por mi cobarde victoria, a merced de ella, cabalgué el calor, la humedad y la agitación de todo su cuerpo. 


Foto: bóreas
Por: Juan


viernes, 24 de febrero de 2012 Leave a comment

Trueque en la estepa



Trueque en la estepa
Por: Juan


Hubo cierto revuelo en la clínica cuando uno de los internos vio lo que se escondía debajo de las sábanas que tapaban el cuerpo del profesor Aguirre; el interno se apresuró a regar el chisme con todos los conocidos que encontró cerca. El informe médico apenas decía que se trataba de un espasmo rectal, cuyo tratamiento obligaba unos analgésicos, antiinflamatorios y relajantes musculares. Para los médicos del Hospital Militar se trataba de un caso relativamente común que se hallaba entre heridos agonizantes, y otros soldados que por las extremas condiciones de la guerra terminan explorando todas las vías posibles de placer. Si bien no era el caso más extraño que se había visto, sí era el más peligroso a tratar, más por las implicaciones de la historia que por la salud de los pacientes. La historia se regó rápida y anónimamente, y los ojos de todos los que la conocieron (o conocen) tomaron un destello de complicidad que jamás se había visto. La historia salió del hospital y se regó por toda la ciudad, pero solo hasta meses después, como un rumor nada más, que alcanzó luego a todos los comprometidos en él.
El profesor Aguirre es un policía retirado que en un intento por reencontrarse con su juventud usó todas las influencias posibles para obtener una cátedra en una universidad privada, de las más prestigiosas del país, dictando clases de criminalística y lógica investigativa, e historia de la guerra. Casi siempre fue un policía de escritorio, lo cual lo obligó a estar siempre en contacto con poderes superiores y con aduladores sutiles, canalizando toda la autoridad que deseaba, y haciéndose con un renombre que muchos de sus semejantes envidiaban por la facilidad con la que accedía a privilegios y dominios con apenas el uso de la palabra o algún documento mal entregado. Manejaba la burocracia a la perfección, y en parte fue también por eso que llegó tan lejos y se implantó en el cuerpo de policía tan profundamente. Jamás se le reconocieron habilidades especiales de ningún tipo, salvo una vocación casi total por la holgazanería, que sustentaba tras el estudio de famosos estrategas militares, y asesinatos y masacres históricas. El día en que cumplió la mayoría de edad se enlistó en la policía, y a los dos años tuvo que retirarse, invalidado por una bala en una pierna que lo dejó cojo de por vida. Por eso se dedicó al trabajo de escritorio y a la que él llamaba planeación de tácticas de seguridad metropolitanas, que no eran más que transcripciones mal hechas de movimientos militares anacrónicos y mal adaptados. No obstante, azarosamente tuvieron éxito las pocas veces que fueron implementadas por las fuerzas públicas.
Empezó sus cursos en la universidad con tranquilidad y una arrogancia que casi todos sus alumnos acogieron con fastidio y burlas ingeniosas. Corría la voz de ser un divorciado a quien la mujer lo había dejado por un militar más joven que sí la complacía. Él nunca se enteró del rumor hasta el día en que llegó al Hospital. Era viudo y no tenía hijos.
En el segundo año de clase, cuando ya se había hecho con una fama de verdugo implacable, los estudiantes empezaron a tenerle más respeto fundado antes en el temor que en la admiración. Las mujeres tenían un trato preferencial y los hombres debían mantener silencio porque todo se reducía a gestos, modulaciones de la voz o simples tareas extra que parecían inofensivas. Lo que los estudiantes no sabían (y las estudiantes que Aguirre juzgaba como feas) era que se trataba de lo contrario. Aguirre nunca se propasó pero sí sentaba las bases ambiguas de una relación en la que fueran ellas las responsables, después de todo debía cuidar su imagen frente al resto del profesorado.
Verónica Ríos está en cuarto semestre de Derecho y estudia por obligación. Se le ve poco por la universidad y los demás estudiantes no tienen muy claro cómo es que ha llegado adonde está, que si bien no es particularmente llamativo, está más allá de lo que cualquiera podría creer. Se mantiene con una sonrisa sutil marcada por un rojo opaco, difícil de ignorar, en los labios. Una de sus cejas está siempre ligeramente levantada como si un tic le atrofiase el músculo de la frente. No habla con nadie y siempre usa un escote ineludible.
Su actitud socarrona acabó desde el primer día que tuvo que verle la cara a Aguirre, pero ella solo se dio cuenta mucho después, cuando el rumor del hospital se regó. Llegó tarde y se sentó en la segunda fila, con dos puestos vacíos a cada lado, y empezó a mirar fijamente al cincuentón de dientes amarillos que introducía a Sun Tzu como un tema electivo en el programa de la clase. Aguirre apenas la notó cuando se levantó del asiento al terminar la clase, y se quedó inmóvil. Después de unas semanas, usó la primera entrega escrita para atraer a Verónica; le pidió, tras corregir los trabajos, que se quedara unos minutos sobre el fin de la sesión para discutir un tema que le había llamado la atención. Conocedor de lo obvia que era la estrategia, inmediatamente cambió y le devolvió el trabajo y la despachó. Empezó a observar cada movimiento de la estudiante y se la empezó a cruzar premeditadamente. Verónica notó también esos cruces que forzaban tanto la casualidad y empezó a seguirle el juego. Un día, mientras el profesor tomaba café, le dejó una nota con letra impresa en el bolsillo interior del abrigo mientras pasaba al baño. La nota, encontró Aguirre cuando se levantó de la silla, decía que quería un encuentro privado, y que en la oficina estaría bien. La nota le aceleró el pulso e intentando contener la reacción se derramó en el pantalón algunas gotas oscuras que todavía le quedaban. Horas después se cruzaron (se encontraron) en el pasillo de los ascensores, que estaba desierto. Aguirre le entregó otra nota, manuscrita, que le decía que llegara al día siguiente a su oficina después de las seis de la tarde, que la estaría esperando. También se podía leer la petición de romperla y tirar sus pedazos a la caneca.
Estuvieron hablando hasta el anochecer, y esperaron a que el edificio se desocupara. Verónica se sentó en las piernas de Aguirre y se acercó con violencia hasta quedar apenas a unos centímetros. Le podía oler el aliento a tabaco y mandarina sin gesticular; ya estaba acostumbrada. Aguirre le levantó la falta de un manotazo y fue subiéndole la palma por los muslos con la calma que ya tenía por hábito, como si acariciara a una mascota, con displicencia y un interés depravado. Las manos forcejearon cada vez más rápido y con más violencia; la camisa de Verónica estaba sin botones y el labio de Aguirre se hinchaba morado. El pasillo se iluminó y se escucharon unos ruidos irreconocibles. De un salto, Aguirre abrió un armario que tenía contra la pared y le susurró a Verónica que se metiera y que esperara su señal. Era Esperancita, la señora del servicio, que estaba trapeando el piso. Pasó unos minutos, saludó a Aguirre, que le conversó con naturalidad, y se fue. Al salir del armario, Verónica recibió un papel con la dirección de la casa de Aguirre, quien al oído le dijo que llegara a medianoche.
No pasaron de la sala. Estuvieron la primera hora en el sofá, Verónica mostrándole la experiencia que ya había reunido con otros como él; Aguirre diciéndole cochinadas con una voz sórdida, que no parecía suya. Al detenerse, el profesor le dijo que se sintiera en su casa, que comiera o tomara lo que quisiera, que lo dejara descansar un momento. Se pasaron al cuarto principal, que todavía tenía portarretratos con fotos de su ex esposa. Mientras se besaban con una ternura fingida, Aguirre le pidió a Verónica que lo provocara, que le gritara insultos, que no tuviera ninguna consideración, porque lo excitaba más. Al principio no hizo caso, pero la estudiante poco a poco y subiendo el volumen de los gemidos empezó a pedirle que la clavara por el culo, a gritarle que si era tan macho y tan policía la cogiera contra la pared, que la ahogara con la verga.
Aguirre la arrastró al borde de la cama y la penetró impulsivamente por el ano a pesar de que ella le había dicho que nunca lo había hecho. Él le gritó que siguiera hablándole, a lo que la estudiante, desesperada por la rudeza, aullando de dolor, enterrándole las uñas en el pecho y mirándolo a los ojos con ira, vociferaba que su mujer lo había abandonado por un subordinado, que era un marica poca cosa. El profesor pasó de la excitación a la ira sin notarlo, y le dio una cachetada animal que la dejó conmocionada, petrificando todos los músculos, enjaulándolos a ambos en una posición caricaturesca que lo único que les concedió fue llamar una ambulancia y ocultarse con las sábanas.






Foto: Test de Rorschach
Por: Daniel







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