Alfonsina




Foto: lejos
Por: Julián





Alfonsina
Por: Daniel


El hombre deja sus botas sobre la arena. Camina descalzo y se quita la camisa. Va vaciando sus bolsillos a cada paso, dejando caer todas sus pertenencias sobre la arena. El hombre llora un poco en silencio. El sol rojizo de la tarde lo recubre por completo mientras se va dirigiendo al mar.
Se quiere suicidar.
Cuando sus pies tocan el agua por primera vez, se detiene. Mira sobre sus dos hombros para redescubrir una playa desolada. Aspira hondo, cierra los ojos, se lanza a fundirse en el mar.
Las olas pasan de golpearlo en la cintura a arroparle la cara. Siente cortadas en sus pies. Ciñe con más fuerza los ojos, se concentra en sentir el frío del agua, el sabor de la sal, a pasar por su cabeza la película de su vida. Su farsa. Su discusión interna es sorprendida por un paso en falso, un leve vacío en el infinito azul. Traicionado por el vértigo, abre los ojos.
Está solo.
Suspendido.
Y tiene miedo.
Mira de nuevo sobre sus hombros. Toda su travesía se reduce a unos pocos metros de los que se ríe la boya de seguridad, abanderada y abandonada, que flota delante suyo, separándolo del sol. Percibe figuras que caminan sobre la playa y se molesta. No quiere que le busquen sentido a todas las huellas que dejó en la arena. Molesto, vuelve la vista al frente. Maldice a la bandera, siente que lo está desafiando. Le desvía la mirada y descubre otra cosa. Un pequeño brillo rojo en el infinito azul. Su curiosidad arranca a nadar. Piensa que igual no se podría suicidar esa tarde. Que es un inepto por no tomar las precauciones necesarias para ser ignorado. Las olas nunca iban a barrer sus documentos, cómo pudo ser tan despreciable  Mientras bracea, piensa en que va a ver qué pedazo de basura llamó su atención. Que luego va a pasar por la bandera para escupirle y se va a devolver a la playa. Piensa que para entonces el sol ya se habrá hundido por completo y no va a tener que verles las caras a los saboteadores.
Pero no.
En medio del azul oscuro, casi anaranjado, hay una mujer.
Él, Pablo, nada como un cometa surcando el cielo hasta llegar a su lado. La abraza, luego la mira. Está oscuro, no la ve. Le toma los brazos y los ata sobre su cuello. Se acuerda de algunas cosas que aprendió mientras le gustaba vivir. Por fin, vuela a nadar, como absorbido por el cielo.  No ve nada, le pesa el cansancio en todos lados, ella le pesa en la espalda, lo hace torpe y lento, traga mucha agua, siente morir su energía, pero la playa está cerca, en algún punto la marea lo va a empujar a la orilla, a escupir a la vida, y de pronto vale la pena, porque la está salvando a ella, a Alfonsina, y eso le hace sentir pirañitas en el estómago.
Hubo un momento en que sentí que había llegado a algún lado que no era el cielo. No pude abrir los ojos, no pude ni siquiera intentarlo, mis fuerzas estaban regadas como arena, y yo simplemente pensaba en que debía esperar a que llevara alguna ráfaga o alguna ola, ya veríamos. Sentí unos dedos morados acariciar mi cara, olí una piel morena inclinarse sobre mi pecho, aspiré el aire frío que me arrojó un alma cansada, fue cuando me susurró al oído “Alfonsina” que parpadeé. Lo demás, lo de siempre, una forzada respiración boca a boca que infla el alma con oxígeno cuando se quiere es helio, unas palmadas desesperadas en las mejillas, una oreja en el pecho, un recuerdo inútil, un dolor que se aviva, uno que otro pálpito del corazón hasta que se paraliza.
- Alfonsina… - escupo un poco de agua y mi cabeza vuelva a caer. – Vamos mujer… - diástole y sístole y un tipo que me está dando cosquillas - … que esto ha sido… - frío, arena, muevo los dedos - … una locura. Una mala broma. De la muerte.
-¿A dónde vamos?-  balbuceo.
- ¿Qué? ¿Qué dices? – exclama sorprendido mientras se inclina otra vez. Oreja en los labios.
- ¿A dónde vamos? – pregunto. Lo quiero ver…

Sentí de nuevo sus dejos silueteando mis mejillas. Creo que sonreí un poco porque su tono cambió de inmediato. Me preguntó si tenía frío, si tenía algo que recoger por ahí cerca, y si me gustaba el vino caliente. Me tomó tiempo poder caminar. Yo esperaba otra sorpresa, como la de Alfonsina, como la del vino; pero él sólo me preguntaba por mi salud, quería estar seguro de que yo no quería ir a un hospital y de que irnos a tomar ese vino no era una locura. Bendito sea ese tipo de locura. Me contó que estaba cansado de la vida, me prestó una cobija y encendió la chimenea de su casa, me dijo que todo era una señal, que cómo era posible que se encontrara conmigo en medio de su ceremonia de muerte. Sonreía, mientras, yo esperaba otra sorpresa. Cuando me preguntó por mi le dije que me gustaba ir a la playa, que también vivía en la ciudad pero no quería ir a mi casa, prefería pasar la noche acompañada, que recordaba haberme golpeado en la cabeza, no sabía con qué, era un simple paseo de rutina al mar. Cuando me preguntó mi nombre le dije que Alfonsina me sonaba bien, que me gustaba, que me dijera así. Se puso insistente, me dijo que él era Pablo, que yo le había cambiado la vida, o la muerte, y yo celebré con media sonrisa su chiste, logré desviar la conversación. Cuando se acabó la botella habían pasado varias horas, habíamos recorrido su vida, hablamos de actos poéticos en vida, del color del sol y las cosas, del vacío y su eco. Ahora duerme. Me cedió su habitación y se acomodó en el sofá. Y aquí estoy yo, escuchando el mar reventarse en soledad. Mañana, cuando claree, temprano, pienso volver. Al mar. A huirle al sol. Tal vez a allá sí pertenezca. 

domingo, 25 de septiembre de 2011

Publicar un comentario

Pelotón

Todo material presentado en este blog, textual o fotográfico, pertenece a Postales de Guerra. Con la tecnología de Blogger.