Foto: Anacronismo
Por: Daniel
El cadete
Por: Susana
Durante casi cuarenta años, e incluso después de
su jubilación, Don Hernando llegó a la fábrica a las ocho de la mañana conduciendo
su Ford Fairlane modelo 63. En promedio, parqueó su carro casi unas doce mil
veces en el mismo lugar; a excepción del día en el que la gata escondió las
llaves y él se tuvo que ir en taxi, o la mañana en la que su ya vieja esposa le
desconectó los cables del carro para que no condujera más.
Cada mañana Don Hernando salía de su casa,
recorría la autopista hasta llegar al parqueadero, estacionaba, apagaba el
motor de su carro, subía la ventanilla de manivela y por unos cuantos segundos se
reprochaba un poco. Pero luego entraba a la fábrica y el ambiente se llenaba de
un agradable respeto. Saludaba con un gesto cordial a todos sus empleados y obtenía
de vuelta sonrisas y saludos informales que le simpatizaban, aunque él hubiera preferido
una respuesta más solemne como la que recibía de los cadetes en los años en los
que fue almirante.
Todos los días, mientras subía por las escaleras,
Clarita la secretaria le entregaba un café y una carpeta con presupuestos que
revisar, cartas por responder y papeles para firmar. Entraba a una oficina que
era apenas cómoda –le aterraban las oficinas ostentosas– y se acomodaba en el
sillón detrás de un letrero que lo designaba como Gerente General de la fábrica
de plásticos que años atrás había recibido en bancarrota.
Don Hernando atendía cada detalle con una
minuciosidad que rallaba en la terquedad; desde decisiones tan pequeñas como
contratar a un mensajero, hasta momentos cruciales como cuando decidió invertir
en tecnologías recursivas para la fabricación de envases reutilizables. Gracias
a su tenacidad y entrega, y con el sudor de su frente, la fábrica se había
recuperado y marchaba a la perfección.
Pero el sudor que derramaba en esos día era muy
distinto al que sus glándulas expedían durante los inicios en su carrera de
oficial naval. El sudor del cadete era volátil y refrescante, mientras que el
del gerente era más denso y frío. Don Hernando extrañaba los tiempos en los que
navegaba en un barco del cual no controlaba el rumbo, pero en el que se había
embarcado en búsqueda de cierta libertad. Los tiempos de la Escuela Naval
fueron los mejores, eso podía asegurarlo.
Pero para el momento en el que se graduó y empezó
a ascender en la marina, la volatilidad y frescura del cadete se desvaneció. Don
Hernando se casó y formó una familia que se multiplicó en poco tiempo. Sus 5
hijos crecieron felices y por un tiempo observaron la carrera militar de su
padre en ascenso.
Un buen día, durante la cena, se tomó una
decisión importante. Al padre le habían ofrecido la posibilidad de ascender al
máximo cargo existente en la marina, y esto significaría alcanzar la cima de su
carrera. La madre y los hijos lo abrazaron y lo felicitaron. Sin embargo, Don
Hernando sabía que no todo era felicidad. De aceptar el ascenso, el sueldo del
más alto rango no le alcanzaría para sostener las universidades de todos sus
hijos, mientras que tener un puesto en una fábrica o empresa sí. En la mesa
hubo una votación, y el almirante deicidio renunciar a dar el paso a la cima de
su carrera. Se mudó entonces con su
familia a la capital y recibió de manos de un amigo la gerencia de una fábrica de
plásticos que iba rumbo a la bancarrota.
La fábrica prosperó pero la vida se le pasó por
delante. Los hijos crecieron, estudiaron en las mejores universidades de la
ciudad, se fueron de la casa, se casaron y tuvieron hijos. Don Hernando observaba
todo con satisfacción y asumía con entereza su decisión, pero cada mañana al
apagar el motor y subir la ventana de manivela, una parte de sí se reprochaba
el haber abandonado su carrera naval. Con esa mezcla de resentimiento y
aceptación, entraba a la fábrica, saludaba cordialmente a sus empleados y
sentía el respeto que flotaba en el aire mientras empezaba a subir las
escaleras hacia su oficina.
Sin embargo, el tiempo no venía solo. Con los
años, un temblor insoportable se apoderó del cuerpo de Don Hernando y el
respeto en la fábrica se transformó en tensionantes murmullos frente a sus
dificultades para subir las escaleras, sumados a malestares cuando en repetidas
ocasiones derramó la taza de café en el sastre beige de la nueva secretaria. A
pesar de esto, él se rehusaba a irse.
La carpeta se fue haciendo menos densa, con menos
presupuestos y cartas por firmar, y a Don Hernando le contrataron un Director
Comercial, un Director de Operaciones y un Director de Presupuestos, -con
ostentosas oficinas- que revisaban y corregían todo su trabajo. Nadie en la
fábrica entendía por qué seguía trabajando después de su jubilación, y se
preguntaban por qué a pesar de sus temblores, Don Hernando no se quedaba en la
casa.
Lo que no se imaginaban era que el temblor de su
cuerpo lo acompañaba a su casa también, y que allí era incluso peor. Su mujer y
sus hijos se encargaban de preocuparse y fastidiarlo. En la casa ya no lo
dejaban comer solo, caminar solo, y hasta lo perseguían al baño. Le habían
adjudicado una Directora de Cubiertos, una Directora de Circulación y hasta una
Directora de Meadas.
Los hijos y nietos que casi nunca lo visitaban,
ahora iban a decirle que se quedara en casa, que no trabajara más y que dejara
de conducir. Pero nadie entendía que
cada mañana al montarse en su Fairlane modelo 63 y partir en aquella
nave de la que definitivamente no tenía el control, sus temblores lo convertían
en un cadete libre. Y eso no se sometería a votación.
Así las cosas, Don Hernando temblorosamente recorrería
la autopista hasta llegar al parqueadero, apagaría el motor, subiría la ventana
de manivela, y entraría a la fábrica donde lo mirarían con lástima y le
corregirían todo su trabajo. Pero en todo caso, allí nadie se atrevería a
acompañarlo al baño y esto para él era suficiente.
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