Foto: La ampara
Por: Daniela
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Por: Juan
Cuando
abrí los ojos estaba acostado en el piso, tratando de enfocar algún punto negro
en la que me parecía una infinita pared blanca atenuada por una luz muy débil.
Pasados unos minutos mi cuerpo se elevaba con lentitud diagonal a lo largo de la
pared, que todavía ojeaba. Vi un farol que iluminaba tenuemente el callejón. Vi
también que la luz del farol me iba inundando cada vez con mayor intensidad; de
las tinieblas pasé a la penumbra, y mi abrigo, que en algún momento se
desparramó en el suelo, se incorporó con el resto de mi cuerpo, como al
unísono. Mi mano derecha, que se enderezaba de una posición macabra de la que
parecían rotos mis huesos, se apoyaba en el empedrado de la calle y me
levantaba con calma, con una cierta ceremoniosidad que jamás habría podido
notar de otra forma. La otra mano estaba escondida dentro del abrigo,
conteniendo algo en mi pecho. Solo sentí las punzadas que se alejaban de mi
mano derecha mientras el dolor de unas pisadas se deshacía con lentitud
mientras me levantaba. Me impulsaba con una temerosa calma, agónica casi,
debilitado por dos torrentes de sangre que se incrustaban en mis costillas (una
de ellas en un pulmón), dos hilos rojizos que se colaban por entre mi camisa y
que en un intento por alejarse del suelo se recogían sobre sí mismos para
buscar protección en mí. Progresivamente la sangre entraba a mi cuerpo hasta
hacerse imperceptible en la camisa y ser apenas unas gotas que terminarían revelando
dos huecos del tamaño de tres monedas apiladas. Me recosté mirando la pared,
con la cabeza sobre el brazo derecho, y el izquierdo con la mano en el bolsillo
interno del abrigo, sosteniendo lo que me parece era una nota de Helena. En ese
momento tenía los ojos muy abiertos, como asombrado con algún punto incierto
del muro, como si el estuco blanco con el que había sido recientemente retocado
(eso lo infería) tuviera algún atributo especial que yo quería hallar y no
podía. El asombro tenía oculto un intenso dolor en una rodilla que se iba
desapareciendo a medida que me ponía de pie frente al muro. Un cuchillo me
cerró dos heridas con calma, con choques acompasados y ligeros. A medida que me
separaba de la pared, alguien, no sé bien quién, me susurraba al oído gruñidos
guturales, ininteligibles, como tergiversados por el movimiento de los cuerpos.
Creo que era un hombre y logré sentir cómo evocaba un movimiento parabólico
inverso para guardarme el reloj en el bolsillo derecho del abrigo. Cuando
finalmente despegué el brazo de la pared y me alejé caminando hacia atrás,
intentando no perder el equilibrio, me paré a ver la luz del farol, que tenía
una inclinación inverosímil; se ondeaba hipnóticamente. Las manos del hombre pasaron
por mi espalda bruscamente y se separaron al instante. Escuché unos pasos que
se alejaban hasta silenciarse mientras me giraba para cambiar de dirección;
tenía que volver a casa para reescribir la nota que iba a entregarle a Helena.
La conversación que acababa de tener con Guillermo, un amante de Helena hace
unos años, con quien estuvo cerca de casarse, me hizo arrepentirme de lo que
traía en el bolsillo. Vino y se fue de pronto, evitándose formalidades. Nos
estrechamos las manos con frialdad.
—Me
voy, entonces.
—Es mi
última oferta.
—No.
—Sus
amenazas no valen nada, Guillermo. De todas formas el pañuelo de la nota se
manchó con tinta y tengo que volver, porque está ilegible. Encontrémonos aquí
mañana.
—Porque
el único que sabe sobre usted soy yo.
—¿Por
qué Helena?
—Y
Helena.
—¿Usted
y yo?
—No me
obligue a hacer algo de lo que podríamos arrepentirnos.
—Dudo
que sea más efectivo que este papel.
—Eso no
significa que lo que tengo en mente, lo que sé que funcionó antes, no funcione
ahora.
—Pero
ya no.
—Antes
de eso, antes de que lo conociera, antes incluso de que yo lo conociera a
usted, estaba tranquila, vivía feliz con lo poco que yo podía ofrecerle. Era
modesta.
—Pero
si ella lo dejó por mí y otro escuadrón de pobres diablos de quienes yo no
sabía nada.
—Creo
que no me está escuchando, nadie la conoce como yo.
—No hay
forma de hacerlo, llevo intentándolo años, esto que traigo aquí en mi bolsillo
está destinado a ella y a que no le haga ningún daño a nadie más. Es
suficiente.
—Yo ya
viví eso, y sé a qué me atengo, sé cómo hay que llevarla, y más importante aún,
sé cómo aprovecharme.
—Usted
no es nadie. Hágame caso, lo mejor que puede hacer es alejarse, ella tampoco es
como creemos, o como creía yo desde el principio. Es violenta, es insufrible,
es intratable cuando le da la gana.
—Óigalo
bien, todo.
—No hay
nada que pueda hacer.
—Haría
todo por ganármela de nuevo.
—Helena
lo dejó.
—Federico,
necesito estar con ella, necesito sus manos.
Vi a
Guillermo alejarse luego de mirarme fijamente, arrepentido. Anduvo yendo hacia
la sombra a la vez que yo guardaba y sacaba la nota una y otra vez. Mi cuerpo
caminó de regreso a la fábrica, jugueteando con las llaves del portón
principal, haciéndolas girar lentamente. Tenía los dedos impregnados de tinta.
Guardé
el pañuelo, como habiendo leído algo que no era mío.
No existe fuerza suficiente para soportar sus
abusos, Helena. Ni la más baja de las ratas merece el trato ególatra y
miserable al que usted me ha sometido desde que concertamos el matrimonio. Ni
la más virginal y hermosa de las mujeres que habitan la ciudad puede darse ese
mundo hedónico y falaz del cual usted se ha alimentado a costa mía. El nombre
—su nombre— quedará marcado de aquí en adelante como la más infame de las abyectas
manipuladoras, no se moleste en volver a salir a la calle. Lo único que le
espera es el aislamiento, la humillación pública. No se moleste tampoco en
averiguar lo que pasará ni el turbio destino que reposa ahora en mis manos. No
busque resarcirse y, si todavía tiene la decencia mientras lee mis vísceras en
este pañuelo, corra y escóndase, que no hay sufrimiento físico que mitigue lo
que se avecina.
Algún día suyo,
Federico
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