Foto: Bloodstream
Por: Andrea
El dueño del tiempo
Por: Daniel
Cuando el púrpura y el rosado empezaron a cobijar el cielo, cuando el sonido
de algunas aves tímidas se mezcló poco a poco con el leve reventar de las olas,
cuando el viento pasó acariciando la arena, borrando las huellas y silbando
entre las piedras, el Gran Cangrejo supo que era hora de salir del eje del
tiempo.
Cuando apenas la Tierra era un plan del azar, el azar y el poder superior
acordaron, en un pacto tácito y silencioso, que el Gran Cangrejo sería el dueño
del tiempo en la tierra. Alguien debía ser lo divino, lo imperecedero, la
encarnación de los poderes que van más allá de la existencia de cualquier ser y
al mismo tiempo ser completamente imperceptible. Reinar a las especies,
gobernar a la naturaleza, padecer su castigo, en soledad, en silencio.
Al cangrejo se le concedió la facultad de poder surcar fondos marítimos,
acantilados, épocas y epidemias. A cambio, quedó condenado a caminar
eternamente de costado, así, la tierra podría girar sobre su eje, alrededor del
sol. El Gran Cangrejo sería el impulso
vital, la chispa de la evolución, de la causalidad; él sería el comandante del
ejército inmortal de pequeñas criaturas acorazadas que con su marcha
impulsarían vientos y crearían mareas para cumplir los designios del azar y la
creación. Pero para eso el Gran Cangrejo estaba obligado a ser y permanecer
enterrado en el eje del tiempo: una pequeña caverna circular, lejos de la
superficie, del centro de la tierra, contenedora del vacío más puro. Vacío
donde en el algún momento llegaría el sol exhausto para ahí fundirse y
apagarse.
Con la impaciencia que había acumulado a lo largo de miles de años, el
cangrejo usó en perfecta sincronía cada una de sus patas para atravesar el
sendero desde el eje del tiempo hasta el tiempo. Cuando salió se encontró sobre
un pequeño muelle de madera, frente al mar, cobijado por el manto negro de la
noche y sus pequeños agujeros de luz. Sabía de la mutación de la tierra, de la
desaparición de los dinosaurios, la existencia del hombre y su obra. Pero nunca
la había vivido. Una extraña curiosidad había estado creciendo en su interior,
sentía cambios repentinos en el flujo de las cosas, en las manifestaciones
sensoriales del universo y empezó a cuestionar y detestar su tarea. Decidió entonces llamar al líder de cada gran
familia de cangrejos para que unieran sus esfuerzos y pudieran reemplazarlo
mientras él salpicaba su existencia con un poco de mundo. Y así fue. Esa
madrugada decidió salir a conocer el aire.
Cuando sus patas sintieron la madera, su coraza fue envuelta por el viento,
por la noche y por el sonido del mar, envidió la suerte de los de su especie.
Aprovecharía ese momento por fuera del eje del tiempo así eso implicara
sacrificar a los mejores cangrejos de cada especie. Pero poco importaba, su
oficio le imponía el silencio y la paciencia, podría volver a esperar lo
suficiente para que se formaran nuevos líderes en cada gran familia.
Habiendo dado poco más de cien pasos vio sobre la playa algo que llamó su
atención. Aceleró el paso queriendo acercarse a lo único que emanaba movimiento
además del revolotear del mar. Bañados por una luz amarillosa de un viejo farol
negro, la vio a ella, desnuda y mojada, jadeante, caliente, sobre él. La vio
cerrar los ojos con fuerza, abrir sin querer la boca y pronunciar algo
intangible en el lenguaje de los dioses. Lo vio a él tomarla con fuerza,
sujetar sus dos brazos y girarla, hasta que la espalda de ella se dibujara en
la arena y los pies fueran bañados por un pequeño ademán del mar que los
bendecía.
- Dame otro sabor… - dijo ella luego de un gemido.
-Miel… – contestó él sin frenarse.
Maravillado, el Gran Cangrejo fue recorriendo con sus pequeños ojos cada
una de las partes de los cuerpos en lo que él bautizó el acto de vida por
desintegración. Frente a él danzaban el azar y la creación, desafiando las
leyes del universo, reconfigurando el tiempo, y por osmosis deteniéndolo. El
Gran Cangrejo sintió como si un aire frío pasara fugaz dentro de su
exoesqueleto y dejara una mínima fisura. Toda su existencia entraba en duda al
ver como entre el sudor y los gemidos se construía un eje del tiempo del tamaño
del universo entero.
El mar se bañó una vez más la arena de la playa, los pies de la pareja se
sacudieron un poco y el cuerpo de él se acomodó en silencio junto al de ella para poder contemplar el cielo. El
Gran Cangrejo sintió en la pequeña fisura que abrió la ráfaga helada un ardor
irresistible. Miró al cielo como pidiendo ayuda y una explicación pero
enseguida comprendió que en ese cosmos no habría respuesta para él porque él
era quien las contenía. Estaba solo en el tiempo, en la ecdisis que había
comenzado sin que él lo hubiera previsto o comprendido.
El caparazón se resquebrajó, de las patas del Gran Cangrejo cayeron pequeños
pedazos como hojas, y tras dar unos cuantos pasos tímidos el mítico crustáceo
descubrió su cadáver a su lado. Descubrió su cuerpo indefenso, sus extremidades
sin fuerza y su flacidez. Una ola golpeó la orilla y escupió sobre él algunas
gotas heladas que le ardieron en la piel. Así, conoció el aire. Resignado, se
fue alejando de la pareja que descansaba bajo la desnudez de la noche, dio
pasos torpes y llegó a la grieta del sendero sacro sin alzar la mirada. Antes
de adentrarse en la inmensidad del vacío se detuvo, tuvo miedo de que cuando
llegara las cosas hubieran cambiado en la tumba del sol, pensó que ya no sería
respetado por ninguna de sus criaturas, sintió que el sacrificio hecho ya era
inútil y que su condena no tendría revés. Sin darse cuenta alzó la vista al
cielo, se topó con la luz del pequeño farol que caía sobre la playa, frente a
sus ojos desfilaron imágenes del instante que recién había vivido, así como su abdomen se hinchó de sensaciones que había reprimido.Era lo único que había vivido. Sabiéndolo en aquel momento, quiso ser humano.
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