Sed





Foto: Alone in the dark
Por: Daniel






Sed
Por: Daniela

Estoy en el techo del edificio y tengo un cigarrillo en la mano. Sólo le doy vueltas y lo miro mucho, como si cada segundo mi memoria lo olvidara y se volviera nuevo para mí. No puedo fumarlo porque tengo mucha sed, pero no puedo bajar a tomar algo porque cerré la puerta y dejé la llave del otro lado. Lo hice a propósito, porque después de fumar planeo lanzarme al vacío.

Desde aquí arriba el viento me susurra el Cuarto Movimiento de la Primera Sinfonía de Glenn Branca y además puedo ver el lugar de donde recientemente me sacaron a la fuerza. Es verde, una porción color pino en las montañas más cercanas a mi casa, sobre la cordillera que más consiente a Bogotá. Con el tiempo se ha vuelto automático que mi mirada se concentre en ese punto; siempre que me asomo a la ventana o subo aquí, mis ojos se dirigen de inmediato a ese color oscuro en la montaña y lo magnifican, me transportan a cada uno de sus detalles: el olor de la tierra mojada, las botas que siempre se me llenaban de piedritas, el óxido de la construcción que me encerraba, el frío, las margaritas…

Se ve tan cerca y tan fácil de alcanzar; desde aquí siento que puedo bajar al primer piso y empezar a caminar hacia la montaña, mis cálculos me hacen creer ingenuamente que no me tomaría más de dos horas volver a pie, pero me tomaría más, claro, hasta días, seguramente, y sin duda me costaría la vida.

He mirado mucho este cigarrillo. Tal vez con detallarlo logre fumarlo sin prenderlo y sin que me importe tener tanta sed. Pero no me quiero morir con sed. Morir con sed es dejar abiertas demasiadas puertas. La idea de morir con sed me da más pavor que la de morir sin decir adiós. Aunque, bueno, tengo que admitir que no haberme podido despedir de las montañas fue terrible. Quisiera haberlo hecho. Habría empezado por cada charco denso y pegajoso, le habría dicho a la tierra que la amé, que sí me sedujo una y otra vez con sus desastres. Me habría despedido de cada varilla de metal, de cada rincón tóxico y oxidado. Habría tomado cada porción de musgo, cada ser nuevo que vivía en silencio, y les habría confesado mi amor por su serenidad, les habría dicho adiós y que muchas gracias por acompañar a mis margaritas.

Cuando me trajeron a la ciudad también sentí mucha sed. Lo primero que detallé fue el color de los baldosines de un piso viejo, creo que era del baño de un estación de policía. Cada baldosa tenía un color diferente, estaban mal puestas una junto a la otra, con afán. Pensé en el óxido, los hongos y la tierra acumulada entre cada una de ellas, y en lo diferente y aburrido que era su color, tan provocado por lo humano, tan diferente al de mi jaula. Recordé la primera vez que agarré a Lucía y la empujé suavemente contra una pared para robarle besos. La pared contra la que ella estaba era similar al piso percudido que vi en la estación, tal vez tenía margaritas en mosaico, y allí sentí nostalgia de mis caprichos sexuales, que hace tanto descansaban en paz.

En ese mismo baño bebí agua de la llave. Ya sin sed salí, para mi sorpresa, sin problema por una puerta estrecha y vigilada, junto a la que me estaba esperando un hombre negro con una barba muy gris. Me ofreció un cigarrillo y fumamos en el parqueadero. Cuando acabé de fumar tiré la colilla contra el asfalto y rebotó un par de veces antes de detenerse en un pequeño charco de esos que con la grasa y la luz del sol contienen pequeños arco–iris. Sentí sed de nuevo y recordé cómo en mi jaula era fácil encaminar a un estanque artificial el agua de un manantial que había cerca, para beberla durante el día. Ahora en el techo no recuerdo muy bien a qué lado de la jaula estaba el manantial. Es tan difícil volver a situar las cosas y las dimensiones de lo que fue el espacio propio sin caer en la construcción de un laberinto…

El hombre me ofreció otro cigarrillo “para el camino” pero lo rechacé. La sed no me dejaba pensar y me sentía inseguro con él. Lo que ocurrió después lo recuerdo como un sueño: estábamos en el parqueadero y, de repente, ya no estábamos allí, sino en tu cuarto, Lucía, y el hombre me mostraba con cuidado cada rincón de lo que habías habitado. Fue allí cuando volví a pensar en segunda persona. A veces me hablo en segunda persona pero creo que te hablo a ti, Lucía, como le hablaba antes a los montones de hojas secas y rojizas que se acumulaban alrededor de las margaritas.

Estoy parado en el borde del techo y evito parpadear, temo que el más mínimo movimiento me lleve de vuelta a un pensamiento que no se dirige a ti sino a una divinidad sorda.

Ya se me olvidó tu cuarto, ya olvidé qué ocurrió después de que el hombre de la barba me ofreciera por tercera vez un cigarrillo y me dejara a llorar dentro de un bus. Sólo recuerdo la sed tan desesperante que sentí y lo aberrante que me resultaba haber considerado calmarla con lágrimas. A veces siento que mi sed es síntoma de mi alergia a las palabras, a hablar. Otra veces siento que es abstinencia de ti, Lucía. Y otras veces siento que es señal de que me han mentido, una sospecha silenciosa de que hay detalles en el universo que han sido omitidos, que nos han ocultado, como que llueve por fuera de la tierra y que allí crecen margaritas, como que si salto es probable que quede suspendido y que nada me lleve al piso. No es importante, supongo; la verdad es inútil para el espíritu.

Antes de que empiece a llover voy a encender el cigarrillo. Tengo que meditar con él entre los dedos o entre los labios. Y quiero olvidarme del agua ácida y poluta que está a punto de caer sobre mí. Quiero dejar de pensar en el reciente silencio que ha dejado el final de la canción. Quiero, sobre todo, evitar hablar. Quiero distraerme de lo que viene y de lo que ha pasado. Todo se resume fácilmente pero no lo voy a hacer. No voy a pronunciar sonidos que cuenten que te apagué y te oculté bajo mi cultivo de margaritas, no voy a admitirlo para poder sentir que puedo saltar en paz.
Voy a volver a la montaña y voy a halar la puerta oxidada hacia mí.
Voy a pasar el seguro torpemente y me voy a dar la vuelta.
Mejor la propia prisión que la ilusión de libertad.
Mejor encerrarme con mi pecado que pagar por su memoria.
Las tragedias se cumplen así, en soledad, sin solemnidad.

lunes, 17 de octubre de 2011

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Pelotón

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