Una colilla de cigarro más...


Foto: El quinto jinete
Por: Juan


Una colilla de cigarro más... 
Por: Daniel


         El viejo Ti Noel vio al grupo de caminantes alejarse desde el árbol. Esperó aferrado a una de las ramas más gruesas del silvestre chamizo, con la cola doblada en un perfecto ángulo recto y la mirada enclavada en las pueriles piernas a medio cubrir del par de mulatas que iban de la mano de sus compañeros. Esperó ahí el regreso a su resignada soledad, erguido como un alfil del tiempo bajo un cielo de azul infinito.

Cada tanto llegaba a su pequeña vereda algún tipo de intruso. Bien podían ser viajeros extraviados que buscaban acortar camino por la ruta de la cascada, malandros dados a la fuga azotados por la fatiga o, como esa tarde, un grupo de jóvenes enamorados que le robaban al día un espacio para amarse en silencio. Se había establecido en esa pradera, en medio del litoral que recorría el Caribe al norte de la capital. Un callejón largo, destapado e inclinado que habían pretendido adecuar como vía alterna para llegar al puerto pero que fue completamente olvidado cuando se construyó la carretera que conectaba Puerto Príncipe con Léogâne.
Ahí fue donde cayó, despojado del cielo, siendo un buitre herido por una bala perdida.  Permaneció en tierra cuarenta días hasta que finalmente optó por refugiarse en la sombra verdosa de los pastos altos y en las ramas de los árboles desvalijados por el tiempo. Él había sido un hombre, un desertor de la humanidad luego de la revolución, que escapó escogiendo el silencio del buitre y la ilusión de eternidad que dan las alas. Pero el cielo se fue haciendo pesado, gris, insípido; se había llenado de extrañas y estorbosas menudencias que hacían arder sus ojos y raspaban sus alas cuando planeaba. Fue la bala, luego el impacto con el prado, el tiempo de inconsciencia, el estar desubicado en la vida y en la muerte, lo que lo llevó a cambiar las plumas por el pelaje gris con tintes pardos y las alas por las extremidades hábiles y la larga cola. Encontró agua y frutos que le bastaban para sobrevivir, y además, Ti Noel aprovechaba cada mochila descuidada para sacar algo que le permitiera alimentar el ocio. Robando cigarrillos, gomas de mascar, licoreras y correspondencias evitaba tener que enfrentarse a la aurora y al ocaso lleno de sus propias ideas o necesidades dándole vueltas por la cabeza. Odiaba que sus pensamientos velaran su tranquilidad y la sobrevolaran en círculos como si fuera carroña.

Encendió con un fósforo uno de los cigarros que le había robado a una de las mulatas. Se recostó contra el tronco del árbol, en la sombra y dio una gran bocanada. Pensó que los fósforos hacían parte de esos objetos simples que conservaban algo de magia al encenderse con un leve movimiento. Cayó en cuenta de que ese era precisamente el tipo de pensamientos que prefería evitar, los pensamientos que lo trasladaban mostrándole rostros y haciendo sonar voces que lo agitaban. Se concentró en la siguiente bocanada, larga, profunda, sentida, muda. Se pensó a sí mismo en el pórtico de una vieja casa, descalzo, con sus pantalones cortos, sucios, con la camisa blanca abierta, su pecho y barriga al sol, empuñando un tabaco y sintiendo el olor del azúcar sin saber muy bien si eran las oleadas de viento las que cargaban ese aroma o sus manos que de vez en vez suspiraban cansadas. Ahí estaba, con las piernas estiradas el viejo Ti Noel acomodándose el sombrero esperando a que no pasara el día, prolongando las horas para evitar tener que cortar y cargar la caña. Ahí sentado sentía ganas y pereza de tomarse un buen sorbo de ron, de oler el cuello de una mujer, de asir una lanza.
Desmenuzó la colilla con parsimonia sin despegarle la mirada y la enterró junto al tronco. Ya no hacían el tabaco como antes, dejaba un pequeño tufo metálico, la huella de las máquinas, esos monstruos de la producción en cadena que contaminaban las bocas y las almas de los que tomaban café, le echaban azúcar y lo acompañaban con un cigarro. Somos hijos bastardos del tedio, pensó. Aleteó al aire con su cola por un rato, mordió sus uñas y jugó a clavarlas en las pequeñas canales del tronco, siguió al sol en su despedida por el occidente. Qué pesado era el tiempo a esa hora. Hastiado, tomó la cajetilla de fósforos y, rompiendo sus principios, salió en dirección al camino. Necesitaba a toda costa un cigarro de esos podridos para revitalizarse un poco, a esa hora seguro encontraría un viajero cansado y apurado por la oscuridad al que podría robarle la mochila entera.

Una pequeña ráfaga de viento levantó un poco de arena que se le coló por la garganta haciéndolo atorar. Se había quedado dormido, recostado contra una piedra a un costado del camino. No sabía en qué momento de la noche ni  en qué rincón de la isla estaba. Encendió un fósforo con la esperanza de entender cuál era su lugar en el mundo en ese momento. Uno tras otro se fueron consumiendo los fósforos, y con ellos se iba perdiendo él, desvelado e indefenso en las fauces de la noche. Caminaba despacio, arrastrando las patas, barriendo el suelo, esperando encontrarse con un pequeño y suave regalo del azar lleno de alquitrán, pero solo sentía un frío y áspero sendero casi infinito. Sacó con resignación la última cerilla de la caja, la dejó entre sus dientes mientras caminó con el desdén de un condenado hasta la orilla opuesta del camino. Encendió el mondadientes mágico, admiró la llama amarillenta que se fue azulando y para que no se agotara decidió estrellarla contra cualquier hoja que ahí hubiera hasta encenderla. De un lado del camino brotó un pequeño fuego que fue creciendo con el paso itinerante del viento. Ti Noel estaba de pie, petrificado frente a su obra viva. Viéndola, supo que tarde o temprano llegaría al menos un centinela alarmado, caminando lento por sus incómodas botas, zarandeando una linterna y mascando algo que podría robarle, y por qué no, matarlo.

domingo, 12 de febrero de 2012

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Pelotón

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