La ventanilla indiscreta


Foto: Skins
por: Daniel

La ventanilla indiscreta
por: Juan


El primer agujero apenas merecía ser llamado agujero (parecía una rugosidad muy profunda), más por su mala ubicación y por la azarosa satisfacción que le traía a Antonio, que por el diámetro o la profundidad. Ese agujero no significó nada en sí mismo, tampoco, pero le dio ideas para atravesar la pared y empezar a espiar a los residentes.
Antonio era pintor pero también hacía trabajos pequeños de carpintería y electricidad; instalaba repisas y creaba muebles interiores gratis cuando eran necesarios para la vista interior de la casas, según el color que dejaba en las paredes. Era bueno y no cobraba mucho y por eso siempre estaba ocupado y vivía bien. No tan bien como quería pero tampoco sufría por dinero. Su hermano era maderero y por eso podía regalar los trabajos que preparaba en madera; a cambio, le pintaba todos los trabajos que él necesitara.
Era respetuoso con todos sus clientes (eso le dio el prestigio), y acostumbraba trabajar con una cara carente de gestos, con la que apenas dictaba lo que necesitaba para trabajar. Era prudente y por eso siempre dejaba una marca que nadie notaba en cada uno de sus trabajos, como una firma que nadie entendía y que solo era vista meses después, cuando parecía más una mancha de uso o un efecto de la luz en las paredes.
La vecindad en la que trabajaba hacía meses pintando y retocando estaba totalmente habitada. Era una casona colonial de dos pisos cuyo dueño era un viejo moribundo que solo salía de su cuarto para cobrar el arriendo de puerta en puerta una vez al mes, porque tenía a una enfermera rechoncha que se encargaba de todo lo demás. El viejo tenía una muy buena relación con Antonio porque sabía que el pintor no traspasaba los límites de los contratos verbales que sostenía. O en otras palabras, llegaba, pintaba, cobraba y se iba. La enfermera pasaba el día viendo telenovelas y cocinándole al viejo, y de vez en cuando le conversaba o lo ponía a jugar cartas, más para evitar su aburrimiento que el del anciano. Los domingos no trabajaba.
En el primer piso vivía el cocinero de un hotel de mala muerte, una bailarina profesional con su hijo y un joven a quien nadie le conocía su oficio; el rumor que corría lo ponía como ladrón o como estafador nocturno. En el segundo vivía una pareja joven que pregonaba el amor libre y cuyas orgías escandalizaban y erotizaban a todos, un futbolista retirado que trabajaba con divisiones infantiles, y el dueño de la casa. Las relaciones entre todos eran buenas o simulaban ser buenas porque más allá de las usuales protestas por ruido (protagonizadas por lo general por la pareja y su descontrolada vida sexual) todo se mantenía en silencio.
Por esos días el dueño de la vecindad le había pedido a Antonio que pusiera un sistema de reflectores en las paredes externas de la casa; los residentes se quejaban de algunos ladrones que habían estado rondando la zona (todos los ojos se posaban en Manuel, el joven del primer piso, como el cerebro de los robos, pero nadie decía nada, más por miedo a las represalias que por falta de pruebas). Instaló las luces del primer piso en poco menos de dos días, apenas a unos centímetros de los marcos de cada ventana, con los reflectores orientados a los jardines de la casona. Los del segundo piso le tomaron el resto de la semana porque trabajar desde una escalera le obligaba más cuidado. Eso y que dio con el motivo de esta historia.

Cuando puso la escalera contra la pared y la aseguró sobre las canaletas del desagüe del tejado, volvió a bajar por el taladro. La primera instalación le llevó unos minutos. Luego bajó una vez más, acostumbrándose rápidamente a cada paso para mecanizar el proceso. Movió la escalera a la siguiente ventana, la aseguró y volvió a subir. La segunda ventana quedaba junto a un árbol cuyas ramas se extendían casi hasta la casa. No se fijó en que la base de la escalera no había quedado bien asegurada; cuando hizo la marca y se dispuso a enterrar el taladro, la escalera se tambaleó con el viento y el hueco se abrió a un lado que Antonio no había advertido.
El taladro rompió en un fragmento de pared falsa que nadie había encontrado y que había sido puesta ahí por motivos de seguridad en caso de incendios. En ese lugar de la pared, que en el interior solo tenía cuadros colgados, no contaba más de siete centímetros de grosor. Antonio se impacientó y volvió a calcular para el agujero de las luces. De pronto notó un ligero destello que venía del canal que acababa de hacer. Bajó unos escalones y vio algunas sombras y cuando acercó la oreja escuchó una especie de eco de voces superpuestas a la estática de un televisor. Se quedó un momento intentando escuchar lo que se colaba por el hueco. Pegó la cabeza al muro hasta que notó una voz masculina muy cercana al hueco, sobresaltándose. Intentó agarrarse de las ramas del árbol pero inevitablemente cayó sentado en el pasto, como un bebé que apenas aprende a usar sus piernas.
Para recuperarse de la caída entró a la casa a pedir una silla mientras se tranquilizaba (esa fue la excusa, pero ese tiempo también lo aprovechó para ojear en qué habitación había quedado el hueco). Cuando notó que se trataba de la habitación del futbolista retirado, salió a la carrera como si hubiera visto un fantasma. Montó el resto de luces en breve, guardó sus equipos y se fue. Pasó esa noche revolcándose en su cama con una sonrisa que mezclaba una complicidad inocente con una ansiedad voraz.
Al día siguiente hizo creer a todos que revisaba cada una de las instalaciones, por seguridad, aunque lo que hizo fue abrir nuevos agujeros en lo que creyó (y acertó) eran las paredes falsas de cada habitación de la casona. Los ensanchó a tal punto que podía ver y escuchar sin limitaciones todo lo que pasaba en el interior, sin que nadie notara la abertura. Las luces funcionaron de maravilla y la primera noche vieron siluetas correr por los jardines; eso bastó para que los ladrones no se acercaran por un tiempo.
Antonio extendió los trabajos de pintura y carpintería todo el tiempo que pudo sin levantar sospechas y luego empezó a ir por las noches para espiar a los inquilinos. Empezó a hacer anotaciones en un cuaderno diminuto que cargaba en el bolsillo y en el que apenas se entendía su escritura. A medida que pasaron los días en los que se escabullía para ver por las mirillas, los trazos en el cuaderno se fueron haciendo ilegibles. Se aprovechó de la sordidez nocturna más privada de los hábitos de los inquilinos, y empezó a escribir notas que anotaba pestañeando nerviosamente a la luz de los reflectores del jardín. Les escribía notas, cartas brevísimas, destinadas a un chantaje sutil o a una simpatía directa con cada perversión. Las guardaba en los agujeros (así las mantenía organizadas) para corregirlas o releerlas, como si hablara cada noche con espectros. Nunca las entregó. 

domingo, 12 de febrero de 2012

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Pelotón

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