Foto: Tres parábolas
por: Juan
Silvar
por: Paola
Era el vigesimonoveno día de otoño, un hombre esperaba a una mujer en el único café de la calle Silvar.
La conocía hacía varios meses, los suficientes como para saber que le gustaba escuchar jazz mientras cocinaba, que siempre dormía desnuda y que le gustaba esconder limones debajo de la cama para alejar los malos espíritus de sus sueños.
El hombre miró su reloj, eran las tres y cincuenta y dos de la tarde, había quedado de encontrarse allí con ella a las tres y treinta. Pasó a mirar su bebida y dirigió enseguida su mirada la derecha, hacia la izquierda. Al no ver ningún rastro de su amante, reposó sus ojos sobre los grafitis pintados en los muros al otro lado de la calle, en frente del café. Los observaba uno por uno, pensó que seguro la ciudad había donado las paredes de la calle Silvar para el arte, o tal vez, los grafiteros habían decidido un día que las casas y los muros en frente del café serían más apreciables con colores múltiples, representaciones de lugares alejados e ideas revolucionarias.
De pronto se quedó mirando uno de los grafitis con perplejidad. Era un grafiti de una niña empapada por el agua de las fuentes en las que había estado jugando. Cualquiera al pasar por esa calle y mirar la pared, hubiera visto este grafiti y pensado que era una niña cualquiera, pero no para este hombre. La misma niña sonreía tranquilamente en las fotos dejadas a olvidar entre las páginas de los álbumes fotográficos que relataban la infancia de la propietaria de las fotos, de la mujer que le había prometido la noche anterior, no llegar tarde a la cita de las tres y treinta, en el café de la calle Silvar, el vigesimonoveno día de otoño. El hombre pensó en atravesar la calle y tocar la pared, solo para saber si lo que veía era real, y lo hubiera hecho si no fuera porque no quería que cuando la mujer llegara, lo viera en frente del café, acariciando las paredes de la calle. Se dijo entonces que el grafiti era más apreciable desde donde se encontraba sentado y así, cerró los ojos y se puso a reconstruir en su cabeza, con las historias que había escuchado y las fotos que había visto, el pasado o lo que conocía del pasado de Claudia.
Imaginó que la pequeña del grafiti se escapaba de las fuentes de agua y aún empapada se iba a recorrer las otras escenas de su vida. Entraba y salía de salas que aveces se encontraban vacías, y otras veces estaban llenas de recuerdos. A medida que andaba por los corredores y pasadizos de la pared, la niña se iba envejeciendo. A cada paso parecía crecer de un año y poco a poco el agua se secaba sobre su pelo manchándolo de un rojo vivo así como también se evaporaba de su piel volviéndola de un claro demás pálido, haciéndole subir una metamorfoseándola de niña en mujer.
Entre todo este resplandor de su memoria e imaginación, el hombre creyó ver que la mujer se despegaba de la pared, cruzaba la calle, se sentaba a su lado y le tomaba la mano. Sintió unos dedos entrelazarse con los suyos y un beso tibio en la mejilla, se sintió succionado de vuelta a la realidad, abrió los ojos y encontró a la mujer sonriendo a su lado, le sonrió de vuelta y la besó.
"¿Simón, vamos a mi apartamento?"le preguntó ella.
El hombre no tuvo que responder ni ella necesitaba respuesta, se miraron con complicidad, dejó lo suficiente para pagar su bebida y dejar propina, se levantaron, él le pasó la mano por el hombro y caminaron del café hasta el apartamento de la mujer. Claudia hablaba de cosas, algunas interesantes, otras no tan importantes. Simón la escuchaba. Al entrar al apartamento, muy rápidamente el vestido blanco, el pantalón café y todas las demás prendas quedaron alejadas de sus dueños y los dos cuerpos se abrazaron para convertirse en una masa de piel y gemidos que dio paso a una aceleración del tiempo, por lo cual en un instante la tarde tomó formas de noche y el sol estalló en millones de pequeños fragmentos que se esparcieron por el cielo negro de la ciudad.
Cuando se cansaron de entrelazarse, Claudia se puso a cocinar y Simón puso música. Comieron, se ducharon, vieron una película, hicieron el amor. Ella se disculpó por haber llegado tan tarde, él la besó y se durmieron.
En sus sueños esa noche, Simón vio a la mujer levantarse de la cama, ponerse su vestido y salir descalza a la calle. Quería seguirla, se puso un pantalón, cerró la puerta y le corrió detrás, la alcanzó una cuadra después. Le pasó el brazo por la cintura y caminaron once cuadras hasta el café, él le habló de cosas, ella lo escuchó. Al llegar al café, Simón se sentó en una silla y ella se sentó junto a él. Lo besó y le rozó las manos.
"No te resfríes" le dijo ella.
Se levantó, cruzó la calle y penetró el álbum de recuerdos que son las paredes de la calle Silvar.
Simón se levantó de la silla atravesó la calle y acarició el muro en el lugar en el que su amante se introdujo en el cemento segundos atrás. No había rastro de ella, solo había un grafiti de una niña delgada empapada de pies a cabeza que parecía mirar un horizonte impalpable. Simón retrocedió, se paró en la mitad de la calle, miró los grafitis, uno por uno, y se dijo que si Claudia se había vuelto recuerdo el solo podía convertirse en el álbum que contenía la recuerdo de Claudia. Simón se dejó derretir por el frío y se convirtió en la calle Silvar.
La conocía hacía varios meses, los suficientes como para saber que le gustaba escuchar jazz mientras cocinaba, que siempre dormía desnuda y que le gustaba esconder limones debajo de la cama para alejar los malos espíritus de sus sueños.
El hombre miró su reloj, eran las tres y cincuenta y dos de la tarde, había quedado de encontrarse allí con ella a las tres y treinta. Pasó a mirar su bebida y dirigió enseguida su mirada la derecha, hacia la izquierda. Al no ver ningún rastro de su amante, reposó sus ojos sobre los grafitis pintados en los muros al otro lado de la calle, en frente del café. Los observaba uno por uno, pensó que seguro la ciudad había donado las paredes de la calle Silvar para el arte, o tal vez, los grafiteros habían decidido un día que las casas y los muros en frente del café serían más apreciables con colores múltiples, representaciones de lugares alejados e ideas revolucionarias.
De pronto se quedó mirando uno de los grafitis con perplejidad. Era un grafiti de una niña empapada por el agua de las fuentes en las que había estado jugando. Cualquiera al pasar por esa calle y mirar la pared, hubiera visto este grafiti y pensado que era una niña cualquiera, pero no para este hombre. La misma niña sonreía tranquilamente en las fotos dejadas a olvidar entre las páginas de los álbumes fotográficos que relataban la infancia de la propietaria de las fotos, de la mujer que le había prometido la noche anterior, no llegar tarde a la cita de las tres y treinta, en el café de la calle Silvar, el vigesimonoveno día de otoño. El hombre pensó en atravesar la calle y tocar la pared, solo para saber si lo que veía era real, y lo hubiera hecho si no fuera porque no quería que cuando la mujer llegara, lo viera en frente del café, acariciando las paredes de la calle. Se dijo entonces que el grafiti era más apreciable desde donde se encontraba sentado y así, cerró los ojos y se puso a reconstruir en su cabeza, con las historias que había escuchado y las fotos que había visto, el pasado o lo que conocía del pasado de Claudia.
Imaginó que la pequeña del grafiti se escapaba de las fuentes de agua y aún empapada se iba a recorrer las otras escenas de su vida. Entraba y salía de salas que aveces se encontraban vacías, y otras veces estaban llenas de recuerdos. A medida que andaba por los corredores y pasadizos de la pared, la niña se iba envejeciendo. A cada paso parecía crecer de un año y poco a poco el agua se secaba sobre su pelo manchándolo de un rojo vivo así como también se evaporaba de su piel volviéndola de un claro demás pálido, haciéndole subir una metamorfoseándola de niña en mujer.
Entre todo este resplandor de su memoria e imaginación, el hombre creyó ver que la mujer se despegaba de la pared, cruzaba la calle, se sentaba a su lado y le tomaba la mano. Sintió unos dedos entrelazarse con los suyos y un beso tibio en la mejilla, se sintió succionado de vuelta a la realidad, abrió los ojos y encontró a la mujer sonriendo a su lado, le sonrió de vuelta y la besó.
"¿Simón, vamos a mi apartamento?"le preguntó ella.
El hombre no tuvo que responder ni ella necesitaba respuesta, se miraron con complicidad, dejó lo suficiente para pagar su bebida y dejar propina, se levantaron, él le pasó la mano por el hombro y caminaron del café hasta el apartamento de la mujer. Claudia hablaba de cosas, algunas interesantes, otras no tan importantes. Simón la escuchaba. Al entrar al apartamento, muy rápidamente el vestido blanco, el pantalón café y todas las demás prendas quedaron alejadas de sus dueños y los dos cuerpos se abrazaron para convertirse en una masa de piel y gemidos que dio paso a una aceleración del tiempo, por lo cual en un instante la tarde tomó formas de noche y el sol estalló en millones de pequeños fragmentos que se esparcieron por el cielo negro de la ciudad.
Cuando se cansaron de entrelazarse, Claudia se puso a cocinar y Simón puso música. Comieron, se ducharon, vieron una película, hicieron el amor. Ella se disculpó por haber llegado tan tarde, él la besó y se durmieron.
En sus sueños esa noche, Simón vio a la mujer levantarse de la cama, ponerse su vestido y salir descalza a la calle. Quería seguirla, se puso un pantalón, cerró la puerta y le corrió detrás, la alcanzó una cuadra después. Le pasó el brazo por la cintura y caminaron once cuadras hasta el café, él le habló de cosas, ella lo escuchó. Al llegar al café, Simón se sentó en una silla y ella se sentó junto a él. Lo besó y le rozó las manos.
"No te resfríes" le dijo ella.
Se levantó, cruzó la calle y penetró el álbum de recuerdos que son las paredes de la calle Silvar.
Simón se levantó de la silla atravesó la calle y acarició el muro en el lugar en el que su amante se introdujo en el cemento segundos atrás. No había rastro de ella, solo había un grafiti de una niña delgada empapada de pies a cabeza que parecía mirar un horizonte impalpable. Simón retrocedió, se paró en la mitad de la calle, miró los grafitis, uno por uno, y se dijo que si Claudia se había vuelto recuerdo el solo podía convertirse en el álbum que contenía la recuerdo de Claudia. Simón se dejó derretir por el frío y se convirtió en la calle Silvar.
Publicar un comentario