Foto: Todo lo que toca la luz
Por: Daniel
Un espectro visible
Por: Juan
“Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo
convencer a los europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque
nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.”
—Augusto Monterroso
—Se podía haber negado desde el principio. —respondió
la mujer tranquilamente—. Pudo no venir.
—Pero es que, ¿cómo trazar el mapa de una ciudad
que no existe? —susurró indignado, pasándose el muñón por la nuca.
Cuando
la mujer se fue, la muleta del hombre se resbaló en el pequeño parche de barro
que había estado evitando durante la conversación, y terminó cayendo sin
consideraciones. Se levantó ayudándose con un tronco caído que había cerca. Mientras
sostenía la muleta con su única mano, el brazo huérfano hacía lo posible por
cambiarla de lugar. La barba gris le había quedado de un tono verdoso
nauseabundo. Años después de perder la mano seguía sin acostumbrarse a las
caídas, que siempre lo dejaban agitado y sin ganas de levantarse. Se caía
porque la muleta era insostenible con el muñón y tenía que arreglárselas con la
otra mano para hacer absolutamente todo. Se sentó en el tronco que le ayudó a
levantarse, se irguió como pudo y empezó a trazar los límites imaginarios de la
ciudad, según lograba recordar.
Le
habían encargado dibujar el mapa de la ciudad que quedaba bajo el mirador, y el
pedido era específicamente para que lo hiciera de la manera más arcaica posible
(no en vano el cartógrafo era manco y contaba con más de nueve décadas cuando
terminó). El plan, que el dibujante nunca conoció porque murió mientras
intentaba firmar los últimos pliegos de papel, consistía en documentar una
ciudad desaparecida para convertirla en producto de la ficción. El futuro de la
urbe sería determinado por una serie de mecanógrafos encargados de crear
párrafos y párrafos extensos sobre la creación de una ciudad, desde el abandono
de un valle soleado, hasta la vida congestionada y negligente de una metrópoli
eterna. Todo estaba calculado desde el principio, como una suerte de torpe
construcción sintáctica de una ciudad, en la que hasta el menor detalle, la más
insignificante de las lámparas de una calle, o un mercado azarosamente desorganizado,
aparecería registrado en una cantidad insoportable de volúmenes dispuestos en
una de las también ficticias bibliotecas de la ciudad.
— Necesitamos que dibuje un mapa de la ciudad.
El
artista estaba sentado en una plaza tomándose una cerveza, y miraba con recelo
a su interlocutor, que no parpadeaba.
—¿Por qué yo? —dijo al fin.
—
Su memoria.
—
¿Mi memoria?
—
Sí.
—
No sé.
—
Le damos lo
que pida.
—
¿Lo que sea?
¿Mujeres también?
—
Sí.
—
¿Cualquier
cosa?
—
Sí. Solo no
pregunte el porqué o para qué del mapa.
—
No sé. No
estoy acostumbrado a trabajar en eso. Además ya no estoy para ponerme a recorrer
la ciudad.
—
Nosotros nos
encargamos de cualquier afección o eventualidad.
—
No tienen nada
que ofrecerme que me convenza. Nada.
—
Tómese el
tiempo que necesite —se giró, y se fue.
Cuando
el viejo aceptó el trabajo era el famoso retratista de las familias más ricas
de la ciudad, que además le pagaban con migajas; tenía 53 años. Pocos días
después de la conversación volvió a sentarse en el parque con una cerveza en su
única mano. El hombre reapareció, intercambió unas palabras con el artista y se
alejó con rapidez. Le había dicho que saliera de la ciudad y que en dos semanas
llegara a la montaña que tenía vista sobre la ciudad, que tenía fama de ser
frecuentada por magos y ocultistas y que también había sido protagonista de una
serie de asesinatos hacía unos años. Era el lugar perfecto para examinar la
ciudad y para que nadie supiera lo que pasaba. También le dijo que no se
emborrachara y que detallara todo lo que pudiera. Al anochecer de ese mismo día
estaba en un coche saliendo para el pueblo más cercano. Aceptó el trabajo por
curiosidad.
Al
volver, a media mañana, caminó con dificultad hasta lo más alto de la montaña,
sin mayores preocupaciones que la fatiga. Por un momento se desubicó, y se
maravilló por el vacío que ocupaba el fantasma de la ciudad; quedó inmóvil y
boquiabierto. Una mujer había estado observando la llegada del cartógrafo y
esperaba que reaccionara. Carraspeó porque sabía que de lo contrario no la
notaría.
—¿Y esto? —preguntó ahogado el viejo.
—Este es el punto inicial —dijo—; confiamos en que
reconstruya al menos una parte de la ciudad. Del resto nos encargamos nosotros.
—Pero es imposible que lo recuerde todo.
—No se apure. Seguro que sí.
Pasó un
buen rato antes de que el cartógrafo se repusiera de la caída (y de la
inexistencia de su ciudad) y pensara en trabajar. Lo primero que hizo fue
recordar las dimensiones geométricas, las escalas, las posibles proporciones
del perímetro de la ciudad y las singulares y ausentes células externas que
jamás existieron, haciendo de la ciudad un óvalo casi perfecto. Horas después
trazó una serie de figuras en unos papeles sostenidos por el muñón contra el
tronco en el que se había sentado. Había dominado el equilibrio sin muleta
únicamente cuando necesitaba dibujar. Hizo todos los bocetos posibles para no
tener que volver a esa montaña; el sol se ponía y aunque no era supersticioso y
la ciudad ya no estaba, prefería bajar pronto. La ciudad como tal no era
extensa, pero el ejercicio de recordarla oscilaba entre el absurdo y el
ridículo; el cartógrafo temía que una imagen inventada se colara en la tarea
que sabía ahora sería única y perpetua. Eventualmente se detenía para pintar
nuevamente retratos que alguna vez habían sido destinados a jueces y
mercaderes, para no enloquecer.
En el
centro del valle donde dos semanas atrás había visto su ciudad por última vez,
encontró un pozo y una pequeña cabaña con una cama, un escritorio y un depósito
pequeño con comida, una estufa y todo lo necesario para vivir cómodamente. Se
sentó en el escritorio y alternó una manzana rojísima con el lápiz con el que
empezó a bocetar sus primeros recuerdos. Pronto cayó en cuenta de que era
imposible hacer el mapa de una ciudad sin congelar su imagen primero, así que
se fue a dormir y confió en cristalizarla al despertar. En pocos días clasificó
e hizo sin errores todos los edificios; separó los de más de una planta de las
casas familiares, y puso los monumentos y las iglesias bajo la misma categoría.
La variedad no era mayor pero cada construcción tenía una serie de detalles que
obligaban especial atención. La cantidad de pliegos que le llevó terminar con
las edificaciones llenó la cabaña. Salió para tomar aire y ver el valle. Al
volver ya no había nada.
Luego
pasó a dibujar las calles y a asignarle a cada una los edificios que había visto
antes. Eso le tomó varios meses. En lo que más se demoró fue en la alineación
de las piedras de los caminos, en la aparente irregularidad con que habían sido
diseñados para dar espacio a las carretas. Las calles lo estancaron años,
aunque al fin logró darles un orden y entender que la disposición de las
piedras, supuestamente azarosa, estaba cuidadosamente diseñada para hacer de la
red de calles una perfecta espiral atravesada transversalmente por dos
acueductos y un río que marcaba el centro de la ciudad, como un espejo. El pelo
del cartógrafo palideció. También fue perdiendo la vista gradualmente. Los
retratos que hacía estaban en una escala entre el amarillo y el azul, porque incluso
los recuerdos se habían gastado y habían perdido la mayoría de matices. Dentro
de la construcción de la ciudad mantuvo los animales sin hogar y las carretas;
eran más fáciles de enumerar que la población que caminaba de día. Por eso la
ciudad se leía desierta.
Se
demoró cuarenta años en terminar. Logró representarlo casi todo en el papel; la
que alguna vez fue ciudad se convirtió en rayas y puntos, y el vacío de los
pliegos fue el equivalente de la luz y el agua que en algún momento inundaron
las vías. Cuando acabó el último diagrama sobre el funcionamiento de las
ventanas de la alcaldía, y explicitó con una equis y unas notas al margen el
lugar en el que reposaban los restos del fundador de la ciudad, murió de
fatiga. Nunca supo adónde fue a parar su trabajo. Murió antes de saber que sus
pliegos estaban escondidos, siendo transcritos por un ejército de mecanógrafos
que modelaban la imagen a la palabra. Murió antes de saber que sus planos y
descripciones iban a funcionar como el arca de una cantidad indefinible de
variables para la creación de nuevas ciudades; que lo que su memoria fabricó
con o sin desvíos (eso solo lo supo él) sería el modelo con el que se daría
vida a nuevas ciudades ocultas.
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