El jornalero



Foto: Hommage
Por: Daniel








El jornalero
Por: Juan


Llegar hasta acá me tomó unos diez años. Empecé a los quince porque no podía pagarme el colegio y mi hermana se estaba muriendo de hambre. Tenía que cuidarlas a ambas porque mi papá dejó a mi mamá cuando estaba esperándome. Desde entonces, ella trabajó como asistente en una panadería que quedaba en el otro extremo de la ciudad. Cada mañana nos levantábamos antes del sol, ella dejaba listos mis útiles para clase y me daba las mismas indicaciones para irme caminando hasta el colegio. Insistía en que si no le hacía caso hasta en los detalles me podía perder o me podría pasar algo, porque el barrio era peligroso. Tenía razón. La única vez que me perdí terminé acercándome a una tienda de alquiler de videos a la que entré provocado por un aviso de una película de Stallone. Me acuerdo muy bien de ese día; uno recuerda casi todas las primeras veces que lo convierten en lo que es.

La tienda estaba cerrada así que volví en la tarde al salir de clase. Intenté forzar el azar de la misma forma que lo hice yendo desde mi casa pero al ser imposible me tomó una hora de más encontrar el local. Pensé en que tendría más o menos el suficiente tiempo para ojear la tienda, casi un misterio para mí, antes de que se pusiera el sol y mi mamá volviera a la casa para comer. La tienda era pequeña y como todas las de su tipo estaba atestada de afiches de películas. Cuando me puse a detallarlos me di cuenta de que todos los afiches eran de películas de acción. Todos tenían la misma figura exuberantemente masculina como protagonista, todos me producían lo mismo pero yo no sabía qué era. Llegué con inocencia a la sección de adultos, y al notar el descuido de la tendera me escabullí para ver qué escondía el rincón. Sobra decir que todo lo que ocurría ese día era nuevo para mí, y que ver mujeres desnudas me causaba más risa que curiosidad, y que, también, lo que me movió a volver sistemáticamente todas las semanas (en días aparentemente aleatorios para evitar sospechas), era la posibilidad de llevarme a escondidas un casete poblado de hombres. Hacía todo lo que podía por devolverlos en un lapso corto, pero mi ansiedad pudo más y mi depósito fue creciendo. A los dos meses no me dejaron volver a entrar a la tienda; no me dieron una razón clara porque no tenían pruebas pero la tendera y yo sabíamos lo que pasaba.

Empecé a ver pornografía obsesivamente para tratar de entender por qué las mujeres no me generaban más que una vaga sensación de camaradería o repugnancia; no me sentía normal, pero no me afectaba. Lucero siempre estuvo a mi lado, desde que apenas contábamos unos escasos meses de vida. Por ella empecé a ir a la biblioteca municipal, a leer y a alejarme del mundo, y a través de ella conocí todos los rincones femeninos; nos usábamos como territorios a explorar, ella para su futuro con los hombres, yo para entender lo que devendría. A los catorce me di cuenta de que preferiría siempre a los hombres pero que mi cuerpo estaba mal y necesitaba ser corregido. Pero siempre estuvo fuera del alcance en todos los sentidos, y cuando la panadería en la que mi mamá trabajaba quebró, traté de buscar formas desesperadas de conseguir dinero. Entregué periódicos, revendí chatarra, fui mesero en un restaurante que solo preparaba almuerzos.

En ningún trabajo me sentí cómodo (me maltrataban más por silencioso que por amanerado), hasta que en una excursión al centro de reciclaje para vender chatarra encontré un revólver dentro de una vieja caja de metal. Lo tomé, vendí lo que había logrado recolectar, compré algo de mercado para la casa (apenas unas migajas para la comida) y me puse a ensayar con él. Me tomó poco tiempo afinar el ojo, pero ejercitarme para mantener firmeza en el pulso me obligó a esperar meses antes de buscar quien necesitara de mis servicios. En el barrio rondaban las pandillas y estaban recolectando adolescentes. Se me acercaron un día que salí a comprar panela. Un grupo de seis, todos vestidos igual; no recuerdo cuál habló, ni exactamente qué dijo. Pensé que era una forma menos penosa, si bien más peligrosa, de conseguirle comida a mi recién nacida hermana, que tras el abandono de su papá descansaba junto a mi mamá en casa, mientras ella recuperaba fuerzas para buscar otro trabajo.

A mi mamá le marcó mucho la segunda decepción y juró no volver a tratar con hombres, y decidió hacer lo posible por que no nos hiciera falta nada y porque yo volviera al colegio; pero en ese lapso de recuperación yo empecé a ganar bien y logré quitarnos el hambre. Yo peligraba y ella lo sabía pero también sabía que no podía salir a trabajar porque el parto la había puesto en peligro de muerte. No le entendimos a los doctores qué fue lo que pasó, pero le pidieron expresamente varios meses de descanso. Mientras ella cuidaba a Carmela, Lucero la cuidaba a ella. Era la vigilante, aunque procuraba no preguntar mucho sobre lo que hacía yo en las noches. A pesar de conocer mi voluntad y mi gusto por los hombres peludos de voz rasposa, Lucero intentaba inútilmente seducirme para evitar que saliera. Estaba desesperada porque presentía que mis días no serían muchos. Pero ninguna protestaba porque podríamos morir de hambre.

El primer encargo que me hicieron fue fácil y mal pago, pero lo ejecuté con tal perfección que recibí nuevos nombres semanalmente. Nadie sabía quién era el asesino y los disparos no se oían porque había aprendido a rodearme de objetos que lograban apagar el ruido. Rara vez usaba el cuchillo porque temía algún arrepentimiento de último minuto. Pasaron años en los que mi habilidad se volvió fantasmagórica y pronto logré hacer que mi familia saliera de ese barrio para ir a uno más decente. Lucero se fue a vivir con mi mamá y con Carmela, y ayudó con su crianza. Lucero era huérfana, y su abuela, vecina de mi mamá, se la había encargado poco antes de morir, cuando aquella apenas era una adolescente. Mi mamá siempre agradeció a Dios que fuera obediente.

Cuando cumplí veinticinco tenía ya una gran cantidad de plata guardada y empecé a concertar citas con una serie de cirujanos para llegar a un punto medio y poder hacer las correcciones que quería. No fueron necesarias las extensiones, porque hace años que mi pelo crecía. Para alguien que no nació con especiales facciones femeninas, me moldearon bastante bien y pasaba fácilmente por una mujer acuerpada, a quien el ejercicio le ha deformado parcialmente el cuerpo. En mi casa nadie sabía de mis planes; pensaban que eran verdaderas afecciones las que me aquejaban (para mí realmente lo eran, pero ellas nunca lo supieron; tal vez Lucero lo intuyó), y cuando llegué maquillado por primera vez, no me volvieron a hablar y amagaron irse de la casa. Aunque sabía que no lo harían, decidí irme yo. Hasta hoy no sé de ellas. El otro día vi un obituario en el periódico con un nombre como el de mi mamá pero no llamé a Lucero ni a Carmela.

Pasé de masturbarme todas las noches pensando en la innumerable lista de películas que vi mientras crecía (acción y porno, sobre todo; nunca fui fanática del romance), a cobrar más del triple de lo que ganaba por muerto. Siempre me he preocupado por ser excelente en lo que hago. Me llaman cada noche, aunque ya puedo darme el lujo de rechazar la mayoría de ofertas.

Hoy tengo una cita a las diez, en uno de los bares más famosos de Bogotá (también me cambié de ciudad), para acompañar a un político cuyas desviaciones nadie conoce pero que siempre me llama porque sabe que conmigo no tiene pierde. Todos los días me pregunto por Carmela, porque ya debe estar rozando los quince y no se me haría raro que estuviera esperando un hijo.

domingo, 2 de octubre de 2011

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Pelotón

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