Foto: leche derramada
Por: Juan
Entrelazado
Por: Santiago
I.
Al
llegar a Bogotá estaba aturdido. Los sonidos de la ciudad me daban miedo y todo pasaba tan rápido delante
de mis ojos que a veces sólo podía correr hacia una calle vacía y llorar a
gritos recordando la vida que me habían quitado esos hijueputas. Hacía dos días
me había tenido que ir del pueblo en un bus lleno de hombres asustados que
sacaban las manos por las ventanas intentando agarrar a alguno de sus
familiares.
Olía
mucho a pólvora cuando el carro comenzó a moverse por el único camino que salía
del pueblo. No me acuerdo de la cantidad de politiqueros que prometieron que
nos iban a pavimentar la calle. Ninguno cumplió. La noche que nos tuvimos que
ir seguía hecha un barrizal.
Yo
estaba sentado en la última fila del bus, abrazando una maleta llena de ropa
arrugada. No podía mirar por la ventana porque todavía tenía marcada la imagen
de la plaza principal en la cabeza y sentía que me iba a vomitar. La cancha de
micro que había en la mitad estaba apenas un poco iluminada por los postes del
alumbrado público. En el piso había sangre derramada. La tierra estaba roja,
como la arena del llano. Había un montón de muertos regados por ahí. Unos sin
cabeza, otros con cara de dolor y con lágrimas secas debajo de los ojos. No. No
podía volver a mirar eso.
Después
de un tiempo en el bus empezó a hacer mucho calor y me paré para empujar una
claraboya. Quería que entrara un poquito de viento para que se me pasara el
mareo. La mayoría de la gente que iba conmigo se había quedado dormida, los demás
queríamos conciliar el sueño pero no podíamos. Unos estaban llorando y
repitiendo nombres, otros habían sacado estampitas de la Virgen y rezaban con
los ojos cerrados. Ave María, Padre Nuestro. Maldita sea, como si esa
palabrería nos fuera a devolver a nuestras casas. Volví a mi puesto después de abrir
el techo del bus y me senté con la cabeza apoyada en el vidrio. A cada ratico
me tocaba pasarle la mano a la ventana para quitar el vapor que se iba formando.
Me embobé mirando las matas que se iluminaban cuando pasaba el carro.
De
pronto me despertó el frío. Abrí los ojos y me di cuenta que el bus estaba casi
vacío. El motor del carro había dejado de sonar. Todavía estaba perdido cuando
un tipo de camuflado llegó mirándome feo y me dijo que me levantara. Me dio
mucho miedo, pensé que ahí sí me iban a matar. Por un momento me quedé mirando
al tipo a los ojos. “¿Se va a mover o qué?” me preguntó. Yo no sabía qué
contestarle. Sentía que el corazón me latía muy rápido, como la noche pasada.
Creo que el señor se dio cuenta de que yo estaba nervioso porque me dijo: “No
tenga los ojos tan abiertos, hermano. Somos del Batallón de Alta Montaña y tenemos
que hacerle una requisa al bus. Por favor bájese con sus documentos y se los
entrega a mi cabo”. Yo qué iba a saber quién era el cabo. Todo lo que podía
pensar era que no sabía dónde carajos estaba mi cédula.
Igual
me bajé del bus frotándome los brazos para calentarme un poquito. Otro soldad
me recibió. “Cédula”, fue su saludo. “No sé dónde la dejé, soldado”, le dije.
“Ay, no me va a salir este gran marica con cuentos”, contestó. Caminó hacia un
señor que se veía mayor diciéndole que yo era un guerrillero. “No, no, espere,
por favor, espere”, le suplicaba yo mientras lo perseguía. “Yo no soy ningún
guerrillero, todos somos campesinos. Humildes pero honrados, espere”, le dije
cuando logré ponerle la mano en el hombro. El señor mayor me miró de arriba a
abajo con una ceja levantada. “¿Y su cédula?” Me preguntó. “No sé qué la hice,
se lo prometo, yo no soy guerrillero, por favor no me mate”. La cara del tipo
empezó a ponerse borrosa y me di cuenta que estaba llorando. Creo que eso
conmovió al señor porque se acercó más y me dijo que no me preocupara, que yo
era inocente hasta que se demostrara lo contrario y que ellos estaban ahí para
cuidar a los ciudadanos del país. Todo lo dijo como si lo repitiera todo el
verraco día, como si no se creyera el cuento.
Varios
soldados se acercaron. “Mi cabo, aquí hay mucho indocumentado” dijeron
malgeniados. “Sí, sí, yo sé. Va a tocar reportárselo a mi coronel”, les
contestó el señor que tenía al frente. “Espere, cabo”, lo interrumpí. Yo le
puedo explicar qué fue lo que pasó. “Cuente a ver, no sea que nos toque
echarlos a todos en el camión”, me respondió.
II.
Esa
mañana el comandante nos despertó más temprano que de costumbre. El sol apenas
se estaba asomando por la serranía cuando lo oímos gritarnos: “A ver, perros,
despertar, despertar”. Yo sentía los párpados pesados pero decidí hacerle caso
porque sabía que el comandante tenía por costumbre darle patadas a los más
perezosos para sacarlos de sus sueños. Me enderecé y me pasé las manos por la
cara. Sentía las marcas de mi estera en las mejillas. Muchos de los muchachos
tenían sus sleeping bags y sus aislantes pero yo era de la región y desde niño
me había acostumbrado a dormir sobre el tejido de mimbre. Me acuerdo de mi
abuelita cosiéndolo en su mecedora mientras yo jugaba en el prado al frente de
nuestro rancho. Si la situación no hubiera sido tan difícil, yo jamás habría
terminado en estas. Pero la plata es buena y yo tengo a una familia que
mantener.
Me
paré y caminé unos pasos hacia un tronco que tenía cerca. Mientras estaba
meando oí a los demás hombres levantarse. Luego de unos minutos todos estábamos
reunidos alrededor del comandante. “Vea, muchachos. Hoy tenemos que ir a
hacerle una visitica a unos colaboradores de la guerrilla que les han estado
filtrando comida, medicamentos y quién sabe si hasta información”, nos dijo. A
mí esos trabajos no me gustaban porque siempre tocaba meterse con gente que uno
conocía de niño. Igual al comandante no se le podía decir que no o me iba matando.
Caminamos
por seis horas entre una selva espesa y empinada. Lo único que se oía entre el
bullicio de los bichos y los árboles crujiendo eran nuestros pasos. Al bajar de
la serranía llegamos a los campos llanos en los que corría de pelado jugando a la
guerra. Paramos a comer algo y seguimos nuestra marcha. Los muchachos estaban
haciendo chistes y hablando de viejas cuando llegamos al pueblito. Lo reconocí
inmediatamente. Me puse nervioso y decidí cubrirme la cabeza con un
pasamontañas para que no supieran quién era. Entramos en silencio y fuimos
pasando por cada casa con una lista que nos había dado un amigo que teníamos
entre los campesinos.
Reunimos
a los que encontramos en la plaza del pueblo y el comandante se paró frente a ellos.
“Aquí la gente tiene que entender que el que le ayude a los malparidos de la
guerrilla es un enemigo del pueblo”, dijo mientras caminaba de un lado al otro.
“Vamos a ver si ahora sí aprenden”, sentenció. Entonces un compañero cogió a un
pobre infeliz del pelo y lo tiró al piso. Sacó el machete y le cortó la cabeza.
Algunas mujeres comenzaron a gritar y a llorar desesperadas pero el comandante
hizo un tiro al aire y se quedaron sollozando abrazadas. Entonces nos dijo que
termináramos la tarea.
Oí
los disparos a mi alrededor. Miré a mi víctima: Un viejo amigo. Se me aguaron
los ojos. Halé el gatillo.
III.
“Cuando
se fueron dijeron que iban a volver a la mañana siguiente y que si encontraban
a alguien de la lista en el pueblo, lo descuartizaban. Por eso veníamos en el
bus”, terminé de decirle al cabo. Los militares confirmaron la historia por
radioteléfono y nos dejaron seguir hacia Bogotá. Dos horas después me bajé en
el terminal de transportes. Tenía hambre. Revisé en mi maleta pero no encontré
nada de comer. Logré montarme en un colectivo que me dejó en el centro de la
ciudad, según me dijo un señor que me ofreció una manzana al notarme pálido. “Dios
lo bendiga”, me dijo cuando se bajó de la buseta.
Caminé
varias horas pidiéndole ayuda a la gente pero nadie me puso cuidado. Cuando
anocheció seguía solo, perdido y hambriento. Decidí buscar un parque y sacar
una estera que me había regalado un compañero del colegio cuando era niño. “La
hizo mi abuelita”, me dijo al entregármela sonriendo. La estiré en el pasto y
me acosté sobre ella. Era mejor que estar tirado en la plaza de mi pueblo.
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