V.H.

Foto: Líder
Por: Juan





V.H.
Por: Daniel



Suddenly, I recalled the gas-bloated stomachs of the buried men, then shuddered at the idea I found myself considering I attempted to banish this repulsive notion but it would not let me be”
Tales of the Black Freighter


Del viejo cajón del escritorio de ébano sacó un pequeño cartucho que manchó sus dedos con un polvo seco y oscuro a penas lo tocó. Estuvo buscando ese pequeño contenedor desde el onceavo cumpleaños de su hermano, sabía que si lo escondían era porque algo peligroso debía tener, y ese día, catorce años más tarde, no tenía dudas al respecto.

Su papá había muerto intoxicado una madrugada en el laboratorio luego de que uno de los insecticidas que estaba creando bañara sus labios sin que él se diera cuenta por un error en los empaques. Uno de los mejores químicos del país, un pionero de la industria, muerto como una rata sin carnada. El laboratorio fue donado por su madre en un supuesto acto de desprendimiento, cuando de verdad buscaba acabar con las paredes que guardaban las pruebas irrefutables que la culpaban de haber envenenado el alma de su marido como el insecticida había envenenado su cuerpo.

El escritorio de ébano era patrimonio de la familia, había sido usado por el abuelo mientras planeaba contraatacar la rebelión, por el padre en su alquimia, por la madre para dar apoyo a las embestidas del inspector de sanidad, y ahora por él, para encontrar la esencia de la familia y poder al fin acabar con ella.

Víctor Holz llegó al edificio  de su hermano Álvaro. En la calle salían vapores por el calor del asfalto y formaban sombras en el andén cuando pasaban frente a uno de los roídos postes de luz.  Subió las escaleras con parsimonia, con la desidia con la que el ajedrecista mueve al último peón antes del mate. Giraba entre sus dedos el frasquito que tenía en el bolsillo de su largo gabán; saboreaba su venganza, se relamía de gozo por hacer pagar con la muerte al que le arrebató la dignidad tantos años atrás cuando lo culpó, frente a sus padres y los invitados, de haber quemado el cuadro de la abuela con los fósforos destinados a encender las velas del ponqué de cumpleaños. Esa noche los Holz tuvieron que apagar un cuarto en llamas y asumir la pérdida de gran parte de la biblioteca y de los archivos de la familia. Eso significó para Víctor el despertar durante sus siguientes ocho años internado, de invierno a invierno, en un colegio de militares sádicos, déspotas y pederastas. Subiendo esas escaleras su convicción no trepidaba. Catorce años con el sabor del rejo en la boca, con el dolor del alma en el culo, su dolor por fin sería palpable e ineludible.
Con precisión matemática Víctor había preparado sus palabras, tenía un repertorio de expresiones y ademanes listo para llegar a cualquiera de las situaciones que había visualizado. En todas las variables, habría un lugar donde poner el veneno, una forma de ausentarse pronto sin dejar evidencia. El resultado sería el mismo: Álvaro no tendría tiempo de recorrer su vida en dos segundos, no tendría esos dos segundos antes de morir, simplemente sería la muerte, como la nota triunfal de un acto de justicia.

-¡Víctor! Lindo abrigo – dijo desde la puerta una voz joven ya algo entonada por el alcohol. –Como que eso de traducir ladrillos judiciales paga bien.- continuó sosteniendo un cigarrillo entre los labios.
- ¡Álvaro! Cómo te trata la buena vida…
- Uno tiene la vida que le toca… y la muerte no se sabe – contestó el menor  haciendo un ademán que lo invitaba a seguir y forzando una risita. Víctor recorrió con la mirada a los demás invitados. No había ningún rostro conocido lo que haría más fácil su partida. Asumió que podría refugiarse en la cocina y hablar con Magda, la eterna criada de los Holz. Con una mano los saludó a todos, pasó por entre los comensales sin apuro, soberbio e implacable, alentado por la fuerza que le daba su misión hasta perderse detrás de la puerta de la cocina. Cuando confirmó que estaba solo, sacó de su bolsillo el polvo, lo miró con entusiasmo y apretó su puño celebrando su victoria por anticipado.
- Joven Víctor, pláceme verlo
Víctor bajó la mirada y vio a Magda envuelta en su delantal de cuadros rojos.
- Ya no tiene que hablar así, Magda. Y ya no soy tan joven, pero gracias. ¿Cómo está?
- Como ve…  - dijo seca, abriendo las palmas al aire - ¿quiere algo de tomar?
La vieja se dirigió a un mesón con botellas, Víctor la siguió con la mirada y entonces todo estuvo muy claro. Un escalofrío endemoniado se apoderó de su cuerpo, una sonrisa leve se dibujó en su cara mientras que con su mano izquierda acariciaba el frasquito en su bolsillo. Junto a las copas de vino estaba el ponqué. Una mezcla de masa blanca con crema de chantilly, recubierta por salsa de mora. En el medio se erguía, enorme y brillante, una vela con la forma de Batman. Víctor sabía que su hermano, el artistoide de la vida fácil y los complejos de Peter Pan, sacaría la vela y le chuparía la parte untada por la crema, luego haría algún chiste, su último chiste. Tomó a la figurilla entre sus dedos, detalló la sonrisa a medio hacer en el superhéroe, apropiada para encarnar su dicha y justa para coronar su acto, la sonrisa  con la que se burlaría del pasado y del destino: su venganza sería artística, poética y descarda.

- No quiero licor Magda… más bien tráigame algo para el dolor de cabeza, por favor.
-Si señor – contestó ella sin mirarlo y salió.

Apenas estuvo solo, Víctor Horz sacó unos guantes de cirugía de un bolsillo de su pantalón. Destapó el frasco. Con cuidado, pero sin perder un segundo, esparció el polvo negro por las botas del superhéroe. Esperó a que se secara y adhiriera por completo. Confirmó que no quedara rastro alguno ni en el piso ni en el mesón. Celebró que el negro del polvo se hubiera confundido con el de las botas; sólo alguien que mirara fijamente se daría cuenta de la alteración que había en el hombre murciélago, pero nadie, nadie, se iba a acercar a mirarlo.
Una hora después Víctor caminaba lentamente hacia una tienda para comprar cigarros y pedir de una vez que le enviaran el diario de la mañana siguiente a su dirección. En casa de su hermano, la figura de Batman seguiría ardiendo, erguida, enorme, sonriente y brillante, entre la cobertura roja de la mora, algunos cadáveres y el delantal a cuadritos.



Alrededor de quince personas asistieron al funeral de Álvaro Horz. Víctor reconoció a algunos viejos amigos de la familia y atendió con cautela y diplomacia a los dos policías que asistieron a la ceremonia: había una importante herencia familiar en juego y ellos debían llevar a cabo una protocolaria investigación dada la aparatosa forma en que se dieron las cosas. Pero eso no preocupaba a Víctor en lo más mínimo, tanto así que antes de la oración final, pidió despedirse definitivamente de su hermano. Los demás se conmovieron y lo rodearon en silencio. Él se acercó al cadáver, estaba ahí parado con la sola intención de llevar la humillación más allá de las fronteras de la muerte. Víctor se apoyó sobre los elegantes bordes del baúl de ébano, se inclinó sobre la cara lánguida de su hermano y soltó una risita al ver que tenía la boca a medio abrir.
- ¿Imploras aire aún? Mírate, a la larga estabas tan solo como yo, hermano. Ahora, encerrado, envenenado, al fin, quieto y calladito. Cobarde, maldito cobarde. – sentenció. Decidió acercarse un poco más, quiso darle el último susurro como un escupitazo en la cara, era la última puntada a su memorable actuación.
-Adiós –

Apenas acabó de decir esto, en menos de un parpadeo, sus poros se erizaron y su cuerpo se petrificó poseído por el desconcierto. Un ligero aire caliente se coló por la nariz de Víctor mientras el resto le rebotó suavemente en los ojos. Debía estar soñando. Álvaro estaba muerto, no pudo haberse movido, su boca no pudo haberse movido. Pero él estaba seguro de que había tosido. Su último aliento se lo había refregado por completo. Víctor apoyó una mano en el féretro, se limpió los ojos con la otra y alcanzó a adivinar algunas figuras antes de que salieran de foco para siempre. Ese ligero suspiro había llegado a sus pulmones como pólvora, lo había desahuciado sin remedio. Cayó. Fulminado. Sin aire, sin cerrar los ojos, a los pies del cajón de ébano.

domingo, 4 de septiembre de 2011

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Pelotón

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