Foto: Raies
Por: Daniel
Los olvidados
Por: Juan
Salió a la puerta de la casa con el sol llegando a lo más alto del cielo, se agachó y recogió el periódico. Durmió en la mañana porque se había comprometido a pasar la noche cuidando un ligero resfriado que tenía Emilio, su nieto, por encargo de sus padres que habían tenido que salir de viaje por trabajo. Seguía sin entender cómo es que ambos tuvieron que viajar. El niño, de poco más de un año, había estado tranquilo toda la mañana, después de no poder dormir. Durante el amanecer, Emilio, el abuelo, se quedó dormido en el piso junto a la cuna, por lo que tenía un dolor que le atravesaba la columna y parte de los hombros y no lo dejaba mover. Cuando se agachó para recoger el periódico únicamente fue capaz de doblar las piernas e inclinarse, sin esforzarse demasiado; pensó que de quedarse ahí paralizado, Emilio no tardaría en despertar, enfermo e indefenso.
Unos días atrás le habían extirpado una pequeña masa enquistada en uno de los muslos; una operación pequeña que lo dejó cojo quién sabe cuánto tiempo, y sin pelo en una pierna. Si bien no fue una intervención traumática, el dolor y la cojera lo tenían irritable. No se sentía en capacidad de cuidar a un bebé enfermo, pero necesitaba pasar el tiempo de alguna forma desde su jubilación. Llevaba ya unos años reparando la relación con Emilio, su único hijo, realmente porque no tenía nada mejor que hacer. Trabajó casi toda su vida arreglando electrodomésticos, a tiempo completo, cuando no estaba intentando hacer lo imposible para pagar sus deudas de juego. En medio de todo logró costearle una universidad decente a su hijo, y a su familia nunca le faltó nada. Emilio lo supo a escondidas y por eso siempre le tuvo algo de rencor, e incluso no pudo evitar culparlo por la muerte de su mamá.
Emilio había salido a su primer día de trabajo, y su padre estaba fuera haciendo alguna tarea sobre pedido para pagar una deuda dudosa, que obtuvo jugando póquer. Lucía estaba regando las matas de las ventanas porque su esposo lo había olvidado incluso después de prometérselo a lo largo de toda la semana pasada. Emilio le gritó desde la puerta que lo haría al volver, sobre el mediodía. Lucía insistió en regarlas porque sabía que Emilio por alguna u otra razón no lo haría. Lo más probable es que lo olvidara; ya lo conocía. Esa condescendencia era lo que más le había atraído desde el principio, y aunque no dejaba de ser difícil convivir juntos por su egoísmo rampante, si bien silencioso, Lucía se había acostumbrado y sabía manipularlo. Esa mañana, sin embargo, lo dejó ir sin detenerlo; prefirió que las cosas quedaran como ella consideraba mejor.
El barrio en el que vivían no era particularmente inseguro, pero por la época eventualmente se daban robos en la calle. Siempre eran atracos en silencio a los que nadie se oponía. Nadie quería exponerse más de la cuenta, tampoco. El día en que Lucía estaba regando y cortando las flores en la ventana se dio un robo en un banco cercano, apenas a unas cuantas cuadras. Era la primera vez que ocurría algo así en los alrededores. Desprevenida, Lucía silbaba y cantaba mientras uno de los ladrones corría por la acera de enfrente, impulsándose en el aire con una mano y cargando un revólver en la otra. Girar la cabeza hacia atrás no lo dejaba correr, por lo que junto a él pasó rápidamente en una moto otro hombre con pasamontañas y una bolsa rasgada y vacía al hombro que lo arrastró para que se subiera. Mientras forcejeaban para escapar, un movimiento brusco antes del disparo hizo que la única bala se desviara y diera apenas unos centímetros encima de la clavícula de Lucía, que nunca supo qué pasó.
Emilio llegó cayendo la tarde, apurado porque el encargo le había tomado más tiempo del que había calculado; para disculparse había comprado una corona de gardenias. Al entrar y ver el cadáver caminó muy despacio con las flores aún en la mano. La sangre alrededor era bastante escandalosa para el agujero tan sutil que mordía el cuello de Lucía. Mientras se arrodillaba, su hijo entró con una sonrisa infantil que se transformó al instante en una mueca de espanto, congelándolo en el marco de la puerta. Nunca se discutió el tema; el velorio y el entierro fueron ofrecidos dos días después, y, salvo por los llantos ocasionales de ambos, su vida transcurrió como si nada.
Emilio se casó unos años después con su novia de toda la vida, en una ceremonia pequeña que la pareja decidió pagar. El padre poco a poco se hizo más silencioso y malhumorado, resignado ante la soledad que veía por delante. La relación que los mantenía distantes, en guardia casi, siempre había sido mediada por Lucía; María, la esposa de Emilio, era un cero a la izquierda que no se preocupaba por el viejo. Cuando nació su nieto, Emilio se interesó por acercarse más a su único hijo, a pesar de saber que iba a ser acogido con escepticismo y algo de aspereza. El viejo empezó a llamar semanalmente para preguntar por el bebé, sin mayores pretensiones más que las de verlo y cargarlo. Las llamadas fueron prolongándose a medida que pasó el tiempo, pues el interés por la vida del otro pronto se hizo mutuo. El abuelo contaba con un tono de voz más dulce de lo habitual su emoción por la jubilación, mientras que el padre hablaba de sus ascensos y la posibilidad de montar una empresa con un capital pequeño que había logrado ahorrar en los últimos años. Ese capital lo había empezado a reunir incluso antes de la muerte de su mamá, quien desde entonces conocía sus planes; la idea, no obstante, nunca había llegado hasta Emilio.
La relación siempre estuvo dañada a pesar de que la cordialidad se convirtió en un afecto sincero; Emilio fue incapaz de absolver a su papá de la culpa por la muerte de su mamá. De no ser por sus adicciones al juego, todos, especialmente el pequeño Emilio, vivirían mejor; deseó incluso que el muerto hubiera sido él.
Como la confianza creció, Emilio y María decidieron dejar que el abuelo cuidara al bebé ocasionalmente, tan pronto como dejara de trabajar. Meses después, retirado ya, y tras unos chequeos médicos, al viejo le diagnosticaron un tumor benigno en una pierna que para evitar peligros era preferible extirpar. Desconociendo la situación del abuelo, y aprovechando que el pequeño Emilio necesitaba alguien que le cuidara una pequeña gripa, Emilio y María lo dejaron ese fin de semana de sorpresa, argumentando que debían hacer un pequeño viaje para averiguar algunas cosas para la empresa que estaban empezando. La verdad era que estaban a punto de separarse y necesitaban tiempo juntos, y esa fue la única excusa que lograron darle al abuelo. El abuelo, cojo y limitado, aceptó con gusto, más por el amor que le tenía al niño que por apoyar al matrimonio.
El dolor que había estado sufriendo tras dormir junto a la cuna no lo dejó darse cuenta de que le faltaba la respiración. Lo único que le pareció sospechoso fue que tenía el brazo un poco adormecido. Se desplomó con lentitud, como vencido por el cansancio.
Emilio y María volvieron tan pronto como uno de los vecinos logró llamarlos al ver que el abuelo no se movía.
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