Foto: Sí, buenas...
Por: Daniel
El trato
Eusebio
era un viejo resabiado al que ya nadie se tomaba en serio, a pesar de ser el
más rico del pueblo, o quizá justamente por eso. Divagaba por las calzadas
empedradas todos los días sin encontrar en qué malgastar su tiempo; a los 83,
con el hígado enfermo y los riñones de un adolescente, pasaba mañanas y tardes
con una botella de aguardiente y un ramo de voladores en las manos, intentando
llamar la atención. Siempre tuvo una sonrisa socarrona y coqueta, incluso en su
lecho de muerte, cuando haciéndose el desmayado le tocó las nalgas a la
enfermera que intentaba revisarlo. A los pocos minutos murió de un infarto.
Trabajó toda la vida como capataz de la finca de una familia de la capital, que
al ver la dedicación con la que cuidaba las tierras, decidió venderle, a un
precio bajísimo, la mayoría de terrenos que tenía en los alrededores del
pueblo. Trabajó quince años para pagarlos, y quedó con el suficiente tiempo
para disfrutarlos y ejercer poder e influencias en el pueblo, mágicamente.
Nadie
se lo tomaba en serio porque, con todo y el poder e irreverencia evidentes que
ostentaba, contaba con siete ex esposas y más de veinte hijos, todos viviendo
fuera del pueblo por orden suya. Era un palabrero al que nadie podía refutarle
nada. Era insensible pero era capaz de simular todo lo que en él no brotaba
espontáneamente. Nunca se preocupó por sus hijos, pero intentó siempre tenerlos
contentos (eso le obligaba a mandarles dinero cada tanto tiempo). Para ser
campesino ganaba bien, pues desarrollaba las tareas de cuatro hombres; esa
capacidad sobrehumana era también la responsable de su excesiva descendencia. Fue
un apostador ocasional que se ganó un renombre relámpago en los pueblos
aledaños por una puntería demoníaca. Jugaba tejo. Apostando logró ganar el
suficiente dinero para mantener alejados a sus ex parejas de turno y a sus
hijos (bajo sus órdenes, por pagar la comida de los niños, todos llevaban el
nombre de Eusebio o Eusebia). Vivió solo casi toda su vida.
No le
importaba nadie. Cualquiera capaz de perturbar la armonía del pueblo lo tenía
sin cuidado, y se pavoneaba de casa en casa, preguntando por la vida de los
patriarcas familiares del pueblo, o por las nietas o hijas mejor dotadas. No se
guardaba nada. Una vez llegó a la oficina del alcalde y al salir, cuando ya no
podía oírlos, la esposa del gobernador le pidió el divorcio y la mitad de todas
sus pertenencias. Al parecer todavía están en pleito porque el hombre busca
calmarla sin irse a la quiebra.
—La
estuvieron buscando esta mañana en el ordeño, mija. —saludó Eusebio,
jugueteando con el bastón, parándose en el marco de la puerta.
—Pero
si yo no ordeño, don Eusebio. —respondió inocentemente la mujer del alcalde.
—Cómo,
pero si usted da para harta leche. —dijo, riéndose con fuerza, ahogado por una
tos húmeda, de fumador.
El
alcalde carraspeó y la oficina se llenó de un silencio tenso que permaneció
toda la estadía, incluso a pesar de los chistes que hacían constantemente
Eusebio y el gobernador. Todo el mundo sabía que la vieja parecía un rollo mal
envuelto, pero nadie, ni siquiera su esposo, era capaz de hacérselo saber
porque tenía una fama terrible. Se cuenta que una vez le echó encima a la
doméstica el aceite de freír por distraerse y dañar la comida dos noches
seguidas. La pobre campesina trabaja hoy en una panadería en la plaza central
del pueblo, y tiene que usar guantes para esconder las cicatrices de las manos.
No fue capaz de volver a intimar con un hombre porque teme parecer un monstruo.
Todos
los asuntos del pueblo, públicos u oscuros, pasaban por Eusebio; él se
encargaba de dar un visto bueno a todas las políticas, a todos los negocios,
como un ojo omnipresente, así cada cuatro años vinieran nuevos servidores. Los
únicos que estaban obligados a hacerle caso eran los que tomaban decisiones
sobre el pueblo; todos los demás, que lo conocían por lo menos de nombre,
creían que era un viejo avaro y delirante, amable y siempre burlón, sostenedor
de una mueca hipnótica. Cuando caminaba por la calle durante el día, cargaba
siempre alguna botella de licor, siempre chupando de la boca sorbos como si
intentara ahogarse. Rara vez se le veía borracho. Su juventud de apuestas lo
había entrenado, y vociferaba que ese era el precio que pagaba en la vejez por
ser lo que era. El viejo le coqueteaba a todas las mujeres jóvenes que
encontrara, distraídas o no. Más de una vez se ganó una buena tunda de algún
desaparecido indignado. Por eso a los 83 todavía tenía hijos apenas tocando la adolescencia
y algunos bisnietos. Era impotente desde los 75 pero eso no le impedía seguir
conquistando a cualquier mujer. Convencía con la palabra únicamente; jamás dio regalos
a nadie, salvo porque fuera absolutamente necesario.
El
único rumor que había sobre Eusebio era que había hecho un pacto con el diablo
y que por eso había logrado embarazar a tantas mujeres, mantenerlas, y además
dedicarse a no hacer absolutamente nada. Que cuando niño se cayó a un pozo y
para poder salir, porque nadie oía sus gritos, tuvo que cederle un pedazo del alma
(no toda) al maligno y que este como recordatorio le arrancó una falange. Nunca
se pudo confirmar porque le faltaba más de una, y porque nadie sabía tampoco si
se trataba de una falange del pie o de la mano. Parte de la leyenda también
decía que tenía que reencontrarse con el demonio hacia la mitad de su vida,
para actualizar el trato, y decidir si su elección de joven se sostenía. Nadie
quiso nunca averiguar si era verdad. Tampoco se quiso pensar en las
posibilidades de una negativa al trato. Lo único que le daba la razón al rumor,
a medias, eran los sugerentes chistes que hacía sobre la palabra, sobre las
maldiciones que la gente suele lanzar cuando está de malas. Recomendaba
silencio si no se estaba dispuesto a asumir lo que uno pedía, luego reía,
ahogado y tosiendo, hasta callar. Muchos pensaron, también, que esa risa
ahogada, esa carcajada enfermiza, era otro de los recordatorios que el trato le
había dejado, porque nunca se le vio fumar.
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