Foto: Al fuji
Por: Daniel
Fuera de foco
Por: Juan
“Distancia: a doscientos metros no podemos saber si una mujer es bella.
A unos centímetros todas son iguales.”
— Julio Ramón Ribeyro
—¡Espérenme,
malparidos! —gritó el caracol.
A ninguno
le gustaba acompañarlo porque, como es evidente, era demasiado lento. Quien más
se quejaba era el ciempiés, que se jactaba de mover maniáticamente sus
incontables patas. Pero tampoco eran tan rápidos, solo que al lado de un
caracol cualquiera vuela. La hormiga, por ejemplo, tenía la ventaja de nunca
detenerse; la mosca, en cambio, se había acostumbrado a planear, a dar muchas
vueltas en el aire mientras esperaba que el resto del grupo la alcanzara, pero
hacerlo con el caracol le resultaba insufrible. Los cerditos de tierra solo
tenían que enrollarse y girar. La araña se encargaba de mover al grupo entero,
incluso intentando tenerle paciencia al caracol, inútilmente. Al caracol lo
dejaban solo a menudo porque hasta su dicción era lenta; a veces le tardaba
segundos o incluso minutos articular una sola frase. Cuando gritaba al
rezagarse en la marcha, sus maldiciones por lo general se expandían cada vez
con más pereza, agravándose en el espacio, como un tren en marcha.
Era
inusual hallar grupos de diferentes especies de insectos, y por lo general
estos solamente eran vistos cuando había cadáveres que desmembrar, o cuando se
dejaba basura o comida al aire libre. Cada especie tenía un interés específico
en estos encuentros, salvo el caracol, que no tenía nada que ver en ellos y sin
embargo llegaba casi por accidente, pues los ojos no le servían para detallar
bien las distancias y se aproximaba buscando compañía. Cuando la comida era
suficiente, los grupos partían, y dejaban todo ahí. El caracol intentaba
seguirles el rastro pero inevitablemente se quedaba atrás.
Por eso
era habitual encontrarlo solo. De hecho ese era el motivo principal por el cual
era más probable encontrar grupos de insectos juntos y a los caracoles casi
siempre solitarios. Cuando mucho estos andaban con sus iguales, pero tampoco
era tan frecuente. Paradójicamente, la lentitud era insoportable entre los de
su misma especie. Es de conocimiento popular que cuando dos caracoles se
cruzan, suelen retarse a una carrera para ver cuál es más rápido. Las carreras
duran horas, la meta suele concertarse a decenas de metros, o a veces incluso
centenas, y es muy probable que en medio de la carrera a alguno de los dos
participantes se lo devore un predador. Por eso, la única forma de determinar
el ganador es observando si aún están en competencia (si hay un solo caracol y dos
estelas de moco, por ejemplo). En las únicas oportunidades en que la carrera
puede terminar en menos tiempo es cuando se viene un aguacero encima y la
fricción del piso se reduce; en esos momentos, los caracoles se sienten capaces
de todo; su velocidad se duplica o a veces incluso triplica. Una sola vez el
más rápido de los caracoles llegó a superar a una pequeña cucaracha a la que le
faltaban tres patas. Mientras se burlaba de la pobre coja, un pequeño niño que
había salido al patio de su casa aplastó a la cucaracha y levantó y se llevó a
su contrincante, del que solo quedó la leyenda. El niño sufrió un resfriado el
resto de esa semana y a la siguiente tuvo un collar hecho a base de corazas de
caracol que había recolectado en el jardín.
Volviendo
a nuestro caracol, un día amaneció con un rasgo particularmente atractivo que
había logrado acercar a varios grupos de otros insectos. Como cualquier otro
caracol, generaba grandes cantidades de babaza que le facilitaba moverse, lo
especial, y lo que nadie nunca pudo registrar ni estudiar, era que la sustancia
sobre la que se trasladaba su cuerpo era dulce, y parecía más un almíbar que el
tradicional moco tan recordado de los caracoles. No obstante, la felicidad no
le duró mucho, pues poco después cayó a manos de un adolescente que apenas
aprendía los efectos de la sal sobre las babosas, y le emocionaba ver cómo se
deshacían vivas. Un imbécil que se divertía quemando hormigas y desplumando
palomas.
El origen
del jarabe que dejaba tras de sí siempre fue misterioso, y le tomó poco tiempo
darse a conocer en el universo invertebrado, no tanto porque fuera fenomenal y
fabricara algo único y eso le trajera fama, sino porque sus rastros de camino
tardaban muchísimo en secarse y atraían toda clase de bichos. Las más interesadas
eran las abejas y las hormigas, que se acercaban con ansias de aprovecharse del
extensísimo espectro de nuestro protagonista, pues hacían fila detrás suyo para
ayudarlo a llegar adonde quisiera, siempre y cuando dejara una capa
especialmente gruesa de baba. A pesar de eso, no pasaba de ser un caracol
promedio, lento y aburridor, que dedicaba su vida a comer y a reproducirse. Más
de una vez corrió peligro de ser sofocado por montones de avispas que se
abalanzaban violentamente sobre él para extraerle el líquido que creían
sagrado. El líquido era especialmente dulce, y además estaba tan lleno de
nutrientes que cientos podían alimentarse con el trayecto de una sola hora.
Las filas
de insectos que lo seguían cuando realizaba sus largos recorridos para atravesar
jardines convertían su camino en un extenso hilo multicolor que iba detrás del
empalagoso rastro del caracol. Era un líder en el sentido más literal y
puramente material de la palabra; los demás insectos lo seguían porque les
proveía comida sin necesidad de moverse, y además era una fuente ilimitada. La
imagen era lo más cercano que se habría podido ver al comportamiento de las
polillas que se acercan a las lámparas de noche. Pero ningún humano lo vio. Una
vez, con el único interés de probar hasta qué punto los insectos lo seguirían,
y con un ligero delirio monárquico, el caracol se propuso cruzar una calle
vacía en pleno día (era una calle de poco tráfico; se había hecho arrogante,
pero no era suicida).
Después
de andar toda una mañana, se acercó a una acera, mientras una legión de miles
de insectos se mantenía grotescamente pegada detrás, metros y metros hacia el
interior de un pequeño parque que había cruzado la noche anterior. Su
estrategia había sido muy bien premeditada, pues se encargó de darle una vuelta
entera al parque para poder hacerse con la mayor cantidad posible de
seguidores. Luego llegó al borde de la calle y con una determinación
inquebrantable empezó a reptar por el asfalto. La masacre no pudo ser
registrada en ningún libro, pero las cifras de los caídos lo excedieron todo.
Los pocos que pudieron escapar fueron engullidos minutos después por hordas de
pájaros que cayeron a comerse todo lo que encontraron. El caracol logró
refugiarse en una pequeña alcantarilla al otro extremo de la calle.
Días
después, recorriendo una hilera de bichos que se extendía varias decenas de
metros, el verdugo de nuestro protagonista pisoteó a todos los que chupaban con
calma el néctar baboso. Sacó un salero del bolsillo, una lupa, se agachó, y
observando a través del vidrio grueso, se puso a echar sal con mucha alegría sobre
el caracol.
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