Foto: Ruido gris
por: Juan
Clínica Estul
por: Daniel
- Pase lo que
pase, veas lo que veas, no me sueltas la mano y no abras la boca. ¿Entendido?
La niña asintió
tímida y emprendió la marcha de la mano de su madre. No había terminado de
sacudirse el sueño, había dormido todo el trayecto en carro hasta que un frío
infame se coló por las ventanas dejándole una sensación insoportable en las
manos. Cuando se enderezó sobre el asiento para ponerse el saco, le nació un
nudo ardiente en la garganta. Su madre manejaba en línea recta hacia el
enrejado portón que rezaba “Clínica Estul”, el hospital donde su padre se había
tomado la última foto abrazado a un paciente, un caso especial, que días
después lo despedazaría con un rastrillo saliendo de ese mismo recinto. Ángela
tenía muy poca edad para entender todo lo que sucedía tras esas rejas, pero era
lo suficientemente grande para saber que el tener que ir allá era lo que
explicaba la tristeza y el malestar de su madre. Hizo caso, selló su boca como
si fuera la única manera de sobrevivir en ese roído edificio con olor a estribo
y acetona.
Un guardia empujó
la puerta de la entrada, uno de los vidrios se separó en el acto cayendo contra
las baldosas de la entrada, untadas de sangre. El vidrio resonó como un
lamento, hasta que se estrelló contra una enorme y vieja lámpara medieval que
colgaba ocho pisos más arriba. Ángela la vio moverse antes de bajar la mirada y
encontrarse con el pelo gris del conserje que caminaba lento con el recogedor y
la escoba hacia las cenizas del vidrio. Cuando pasó a su lado vio la columna
torcida a la sombra de una pequeña joroba. De nuevo con los ojos clavados al
frente, vio la pequeña luz del ascensor darse paso entre latas rotas y
oxidadas hasta que la puerta se abrió delante de la vieja desgarbada y
descalza de bata rosa que lo había pedido. Un grito ahogado sonó a sus
espaldas, Ángela vio al conserje de rodillas agarrar su mano antes de que se
cerraran delante suyo las persianas del elevador. Se dio cuenta en ese instante
de que ese gemido era lo único que había escuchado desde que habían entrado a
la clínica, miró a su madre con los ojos cristalizados por la incertidumbre y
el miedo pero ella estaba murmurando algo con los ojos cerrados. Ángela se
aferró al brazo tibio de su mamá y apretó los ojos como antes había apretado la
boca, mientras subía esos seis pisos carcomidos de eternidad.
El pasillo del
sexto se abrió delante de ellas. La vieja de la bata rosa no se movió del
ascensor hasta que se perdió detrás de las cortinas de aluminio. A los tres
pasos, la madre y su hija fueron cubiertas por un halo de luz grisáceo que
sobrevivía a penas para atravesar el vidrio sucio de la ventana, era la única
ventana del corredor y les daba la bienvenida al pabellón de casos especiales.
Ángela tuvo que apurar la marcha para no quedar atrás y no soltar la mano de su
madre. En eso estaba concentrada cuando un grito desalmado laceró el silencio de
las dos mujeres que caminaban. Ángela buscó de nuevo una respuesta en los
gestos de su madre pero no alcanzó a mirarla, ante ella empezaron a desfilar
puertas abiertas o a medio abrir, a lado y lado, dejando ver un viejo que
convulsionaba mientras sostenía una ficha de dominó, una vieja que se arrancaba
el pelo y lo pegaba con saliva a la pared, un niño con los ojos completamente
plateados las vio pasar completamente inmóvil, de pie sobre su cama. Ángela
contó unos pocos pasos con los ojos completamente cerrados, se dejaba llevar
por el andar de su mamá, pensaba en que saldrían de allá en poco tiempo, que
llegaría a casa y su pequeño perro saldría corriendo a saludarlas. Pero la
imagen del perro corriendo se fue volviendo gris hasta que dejó de correr
por completo.
-Linda, quédate
aquí, por favor, no digas nada y no te muevas. Lo estás haciendo muy bien.
Ángela asintió con
los ojos aún cerrados, se pegó contra la pequeña columna que le indicaban las
manos amorosas y vio al perrito que corría degollado sobre el pasto. El vértigo
la dejó pasmada con los ojos tan abiertos que se le secaron de inmediato. La
ventana, al fondo, estaba cubierta por una cortina negra. En medio de la
habitación había una gran cama recostada contra la pared, sobre ella, un enorme
reflector de luz halógena a medio encender. Entre los dos, el cuerpo de un
viejo, paralizado, arrugado, que cubría su torso desnudo con sus brazos, el
resto estaba cubierto con una manta verde. Sólo sus ojos se movían, como
loco, como si detestaran el encierro en sus órbitas. Alrededor de la cama se
erguían dos médicos, tapados hasta la coronilla con sus batas blancas, sus
guantes y sus tapabocas. Sólo se les sentía la voz cuando afirmaban o negaban
algo a lo que preguntaba la madre. Al otro lado, al lado de la cama y la
ventana, un viejo calvo, encorvado y enclenque pasaba su mano cadavérica sobre
la cara del enfermo. Ángela, aferrada a la columna helada, contuvo el llanto
cuando vio que su mamá caminaba rodeando la cama, mordió su labio cuando la vio
acercarse al viejo sombrío
-Si la miras a
ella me pierdes para siempre – susurró su madre al oído del anciano desgarbado.
Él se encorvó aún más, se recostó contra la pared al pie de la cabecera y le
dio la espalda a los médicos que parecían no haberse percatado de la escena.
Ángela por fin encontró los ojos de su madre que le lanzó una sonrisa fugaz
antes de volver a hablar con los doctores. Ángela vio cómo el viejo intentaba
mirarla sin que ella se diera cuenta, agazapado contra el rincón, moviendo de
vez en vez su mano sobre los ojos del enfermo. –Es hora.- Escuchó Ángela
que dijo su madre. Inclinó la cabeza un poco para esquivar la espalda de
un doctor y ver las manos que la habían sujetado todo el recorrido tomar la
cara del paciente y dirigirla suavemente hacia los ojos del viejo. El hombre
aprovechó ese instante para mirar fijamente a la pequeña Ángela que temblaba al
pie de la puerta. Ella sintió como si le arañaran la garganta, como si su alma
se enfriara y empezara a escalar su cuerpo para escurrirse por su nariz hasta
el suelo, hasta quedar desparramada como una expiración.
- Déjala, te he
dicho.- Susurró de nuevo la madre. – O dejamos esto aquí y nos pudrimos todos.-
completó, clavada a la mirada irritada del viejo. Ángela no comprendía cómo los
médicos no se inmutaban ante tal espectáculo, ellos monitoreaban un aparato
portátil y medían las dosis para las jeringas. – No está funcionando, doctora-
balbuceó uno de ellos. No hubo respuesta. Ángela esperó con desespero alguna
palabra de boca de su madre, pero espero en vano, ella estaba mirando hacia
afuera por el resquicio de la cortina. A su lado, el viejo respiraba junto al
cuerpo del enfermo, casi tocándole el pecho con los labios secos. Ella, pegada
a la puerta, lo vio cerrar los ojos y sonreir con agrado, lo vio sacudir la
cabeza, lo vio erguirse, delgado, pálido, enorme y afilado junto a su madre, lo
vio caminar alrededor de la cama, dirigirse a la puerta, lo sintió respirarle
encima, escuchó uno a uno los pasos lentos y constantes, escuchó cómo se
acercaban, como pasaron a su lado y como se fueron perdiendo detrás suyo. El
frío la había inmovilizado, ella había sellado sus ojos para no ver el rostro
de ese tipo y poder olvidarlo con el paso de los años.
-Ángela, mi ángel,
eres bella, y tenaz. Serás igual a tu madre.- El escalofrío se hizo
insoportable y la pequeña no pudo sino abrir los ojos y respirar agitada. Los
pasos resonaban a lo lejos y eran tantos que parecía como si se hubieran prolongado
sobre el aire helado.
- Llame al
ascensor, por favor- dijo la madre a un doctor que salió de inmediato de la
habitación luego de cubrir el cuerpo por completo con la manta verde.
- Doctora. Este
tipo… nunca había leído sobre algo así- sentenció el otro médico con la voz
quebrada.
- Vamos- escuchó Ángela
al mismo tiempo que su madre le tomaba con fuerza de la mano y la halaba para
atravesar rápido el pabellón de los lamentos.
Luego de unas
horas, de varios kilómetros, de nuevo en la ciudad, cuando sintió que ningún
viento frío o alarido las podría alcanzar, dijo:
-¿Quieres que
paremos por un chocolate caliente?
Ángela se irguió
en el asiento trasero
-Mami, me asusta
mucho el viejo que hablaba contigo.
- Vas a dejar de pensar
en él. No lo vas a volver a ver.
-No lo quiero
volver a ver…
- Tranquila mi
amor, yo te voy a cuidar.- dijo con la voz firme para que la pequeña no
sintiera el temor en su interior. Mantendría esa mentira hasta el fin. Se
juraba a sí misma que cuando el viejo encontrara a su hija, ella lo podría
mirar sin temor a los ojos y contestarle como había hecho ella esa tarde en la
clínica. Así tenía que ser, la muerte decrépita sólo encontraría a su hija por
encima de los huesos rotos de sus alas negras, por encima del cansado cadáver
de ella, su primer ángel.
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